La Marquesa De Los Ángeles (4 page)

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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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Cuando llegaron al gran vestíbulo, ruidos de voces los inquietaron un instante. Pero Angélica, lo mismo que los aldeanos, no se atrevía a pensar que el castillo hubiera sido atacado. Al acercarse a la cocina, el olor de la sopa y del vino caliente se acentuó. De seguro había mucha gente por allí, pero no eran bandidos, porque el tono de las conversaciones era bajo, comedido y hasta triste.

Otros campesinos del pueblo y de las granjas vecinas habían venido ya a ponerse bajo la protección de las murallas viejas y ruinosas. Cuando aparecieron los recién llegados se alzó un grito general de espanto, porque los tomaron por bandoleros. Mas, al ver a Angélica, la nodriza se lanzó hacia ella y la estrechó entre sus brazos.

—¡Mi pajarita! ¡Viva! ¡Gracias, Señor! ¡Santa Radegunda! ¡San Hilario! ¡Gracias!

Por primera vez en su vida Angélica no respondió al fogoso abrazo. Acababa de guiar a «sus gentes» a través de los pantanos. Horas enteras había sentido tras de sí aquel rebaño lamentable. ¡Ya no era una niña! Casi con violencia se desprendió de entre los brazos de Fantina Lozier.

—Dales de comer —dijo.

Más tarde, como en un sueño, vio a su madre, que, con los ojos llenos de lágrimas, le acariciaba las mejillas.

—¡Hija, qué inquietud nos has causado!

Pulqueria, consumida como un cirio, con el eccema inflamado por las lágrimas, se acercó también, lo mismo que su padre y su abuelo. A Angélica le parecía muy divertido aquel desfile de fantoches. Se había bebido un grandísimo cuenco de vino caliente y estaba completamente ebria, sumida como en un sopor bienaventurado.

En torno de ella las gentes cambiaban comentarios sobre las peripecias de la noche trágica: la invasión del pueblo, las primeras casas quemadas, cómo al síndico lo habían tirado por la ventana del primer piso que estaba tan orgulloso de haber construido hacía poco. Aquellos paganos salteadores, ¿no se habían atrevido a invadir la iglesia, a robar los vasos sagrados y a atar al cura con el ama sobre el propio altar? ¡Gentes endemoniadas! Si no, ¿cómo hubieran podido inventar cosas semejantes? Delante de Angélica una vieja mecía entre sus brazos a su nieta, una linda adolescente que tenía el rostro hinchado a fuerza de llorar. La abuela cabeceaba y repetía sin cesar, con mezcla de admiración y de horror.

—¡Lo que han podido hacer con ella! ¡Lo que han podido hacer con ella! ¡Es increíble!

No hablaban más que de mujeres forzadas, de hombres apaleados, de vacas y cabras robadas. El sacristán sujetaba a su burro tirándole del rabo mientras dos bandoleros lo hacían de las orejas. Y el que gritaba más fuerte de todos era el pobre animal.

Pero muchos habían logrado huir. Unos hacia los bosques, otros hacia los pantanos, la mayor parte hacia el castillo. Por desdicha, su fuga había atraído en la misma dirección a unos cuantos salteadores, y a pesar del mosquete del señor de Sancé las cosas habrían podido acabar mal si al viejo Guillermo no se le hubiese ocurrido de pronto una idea genial. Colgándose de las cadenas del puente levadizo, había al fin logrado levantarlo.

Como lobos crueles pero miedosos, los bandidos habían retrocedido ante el pobre foso lleno de agua podrida. Entonces se dio un extraño espectáculo. Se vio al viejo Guillermo echando sapos y culebras, sacudir el puño hacia la oscuridad en la que se movían huyendo siluetas desarrapadas. De pronto uno de los fugitivos se detuvo y le respondió. Hubo entre ellos un fantástico diálogo, a través de las sombras enrojecidas por el incendio, en aquella lengua tudesca que raspaba el espinazo y hacía temblar.

Nadie supo a ciencia cierta lo que Guillermo y su compatriota se dijeron. Ello es que los bandidos no volvieron y al amanecer ya se habían alejado del pueblo. Todos consideraban a Guillermo un héroe, todos descansaban bajo su sombra de valiente militar.

El incidente demostraba en todo caso, que la banda, al parecer compuesta por desdichados campesinos o miserables de las ciudades, llevaba también soldados venidos del Norte, desbandados a consecuencia del tratado de paz de Westfalia. Había de todo en aquellos ejércitos que los príncipes levantaban para ponerlos al servicio del Rey: valones, italianos, flamencos, loreneses, españoles, alemanes, todo un mundo que los pacíficos habitantes del Poitou no podían ni siquiera figurarse. Bien pronto algunos llegaron a afirmar que entre los bandoleros había incluso un polaco, uno de aquellos salvajes que el condotiero Juan de Werth llevó en otro tiempo a Picardía para degollar niños de pecho. Lo habían visto. Tenía la cara amarilla, llevaba un gorro de piel y poseía sin duda enorme capacidad amorosa, porque al terminar la jornada todas las mujeres afirmaban haber sido sus víctimas.

Reconstruyéronse las casas quemadas del pueblo. No fue tarea larga. Barro mezclado con paja y cañas formaba paredes bastante sólidas. Recogieron las mieses que no habían saqueado y la cosecha fue buena lo cual consoló a unas cuantas gentes. Sólo dos muchachitas, Francina una de ellas, no pudieron recobrarse de las violencias sufridas. Tuvieron fiebre altísima y murieron.

Decíase que de Niort habían enviado unos cuantos soldados en persecución de la banda, que parecía estar aislada y desmandada.

Así, la incursión de los bandidos por las tierras del barón de Sancé no alteró gran cosa la vida habitual del castillo. A lo más, se oyó gruñir más a menudo al abuelo recordando las desdichas que había traído consigo la muerte del buen rey Enrique IV y la insubordinación de los protestantes.

—Estas gentes personifican el espíritu de destrucción. Una vez censuré al señor de Richelieu por mostrarse tan duro, pero aún no lo fue bastante.

Angélica y Gontran, que aquel día acertaban a ser los únicos oyentes de la profesión de fe de su abuelo, se miraron con aire de connivencia. ¡El pobre señor no se daba cuenta en modo alguno de la realidad!

El muchacho, que iba a cumplir ya los once años, se atrevió a observar:

—Esos bandidos, abuelo, no eran hugonotes. Eran católicos, pero desertores de ejércitos hambrientos, y extranjeros a quienes no se les había pagado su soldada, según dicen, y campesinos que huyen de los campos de batalla.

—Entonces, no tenían para qué venir aquí. Y además, no lograrás hacerme creer que los protestantes no les ayudan. En mis tiempos, el ejército pagaba mal a sus tropas, ya lo sé, pero les pagaba con regularidad. Créeme, todo este desorden es de inspiración extranjera, tal vez inglesa u holandesa. Se dan a conocer y se agrupan, tanto más cuanto que el edicto de Nantes ha sido demasiado indulgente para con ellos, dejándoles no sólo el derecho de pertenecer a su confesión, sino la igualdad de derechos cívicos…

—Abuelo —preguntó bruscamente Angélica—, ¿qué derecho dices que les han dejado a los protestantes?

—Eres demasiado joven para comprender, chiquilla —dijo el anciano barón, y añadió—: Los derechos cívicos representan algo que no se puede arrebatar a nadie, sin perder el honor.

—Entonces, ¿no son dinero? —preguntó la chiquilla. El anciano la felicitó.

—Eso es, Angélica. Verdaderamente, comprendes cosas que están por encima de tu edad.

Pero a Angélica le parecía que el asunto necesitaba más explicaciones.

—¿De modo que aunque los bandidos nos saqueen por completo y nos dejen desnudos, nos dejan, sin embargo, nuestros derechos cívicos?.

—Exactamente, hija mía —respondió su hermano. Pero había ironía en su voz, y Angélica se preguntó si no se estaba burlando de ella.

Gontran era un muchacho del que no se sabía nunca qué pensar. Hablaba poco y vivía muy solo. Como no podía ni tener preceptor ni ir al colegio, debía contentarse en sus estudios con los rudimentos intelectuales que le dispensaban el maestro de escuela y el cura del pueblo. Muy a menudo se retiraba a su guardilla para aplastar cochinillas o hacer mezclas de arcillas de color para ejecutar con ellas composiciones extrañas a las que daba el nombre de «cuadros» o «pinturas».

Aunque muy descuidado en su persona, como todos los niños de Sancé, solía reprochar a Angélica por vivir como una salvaje y no saber mantener su rango. Y a guisa de cumplido, le dijo ese día:

—No eres tan tonta como pareces.

III
Los recaudadores de impuestos.
La vuelta de los hermanos colegiales

Desde hacía un instante el viejo barón alargaba el oído hacia el patio, de donde llegaban interpelaciones y gritos mezclados con cacareos de gallinas espantadas. Después se oyó el ruido de un galope y por fin gritos más violentos en los cuales se reconocían los acentos de Guillermo. Era una gloriosa tarde de otoño, y todos los demás habitantes del castillo debían de estar fuera de casa.

—No tengáis miedo, hijitos —decía el abuelo—; será algún mendigo a quien echan.

Pero ya Angélica había saltado hasta la puerta de entrada y chillaba:

—¡Atacan a Guillermo, quieren hacerle daño!

Cojeando, el barón fue a buscar un sable mohoso y Gontran volvió armado de un látigo de los que se emplean para azuzar a los perros. Llegaron hasta el umbral y vieron al viejo servidor armado de su pica y a Angélica a su lado.

El adversario no estaba muy lejos. Se encontraba fuera de su alcance, del otro lado del puente levadizo, pero seguía haciendo frente. Era un muchachón de aspecto famélico y parecía estar furioso. Al mismo tiempo se esforzaba por recobrar un aire comedido y oficial.

En seguida Gontran bajó el látigo y tiró de su abuelo para hacerle entrar en la casa, murmurando:

—Es el sargento, que viene a cobrar el impuesto. Ya lo han echado varias veces…

El funcionario tan mal acogido continuaba retrocediendo lentamente, pero sin dejar de dar la cara, y adquiría nuevos ánimos ante la vacilación de los refuerzos. Se detuvo a respetuosa distancia y, sacando un rollo de papel bastante arrugado por la batalla, se puso a desenrollarlo calmosamente, suspirando. Después, haciendo muchas contorsiones, empezó a leer un documento según el cual el barón de Sancé debía pagar sin demora la suma de 875 libras, 19 sueldos y 11 dineros por impuestos de medieros retrasados, diezmo de las rentas del señor e impuesto real, impuesto por los sementales para la cría de mulas, «derecho de polvo» de los rebaños que transitaran por el camino real y multa por el retraso en los pagos.

El viejo se puso rojo de ira.

—¿Acaso te figuras, lacayo, que un gentilhombre va a pagar sólo con oír ese galimatías del fisco, como si fuera un villano cualquiera? —gritaba airado.

—De sobra sabéis que vuestro señor hijo ha pagado hasta ahora harto regularmente las contribuciones anuales —dijo el hombre, doblando el espinazo—. Volverá, pues, cuando se encuentre aquí. Mas os lo prevengo: mañana a la misma hora, si no está aquí y no paga, le mando en seguida una citación, y vuestro castillo y vuestros muebles serán vendidos por deudas al tesoro real.

—¡Fuera de aquí, lacayo de los usureros del Estado!

—Señor barón, os advierto que soy un servidor jurado de la ley y que lo mismo puedo ser designado agente ejecutor.

—Para la ejecución es menester un juicio —fulminó el viejo hidalgo.

—El juicio lo tendréis fácilmente, creédmelo, si no pagáis…

—¿Cómo queréis que os pague si no tenemos con qué? —exclamó Gontran, viendo que el barón se desconcertaba—. Puesto que sois también ujier, venid a confirmar que los bandidos se nos han llevado un semental, dos asnos y cuatro vacas, y que la mayor parte de lo que reclamáis como deudas procede de los impuestos de los medieros de mi padre. Se ha dignado pagar hasta aquí por ellos, puesto que esos pobres campesinos no podían hacerlo, pero él mismo no debe nada por ese concepto. Además, por haber sido atacados por los bandidos, nuestros aldeanos han sufrido aún más que nosotros, y no es hoy, precisamente después de este saqueo, cuando mi padre está en situación de pagar esas cuentas…

Aquel lenguaje razonable apaciguó al agente del fisco mucho más que las injurias del anciano caballero. Lanzando miradas prudentes hacia el lado en que se encontraba Guillermo, se acercó un tanto y en tono más suave y casi compasivo, aunque firme, explicó que él no podía menos de recibir y comunicar las órdenes de la intendencia fiscal. A su parecer, lo único capaz de retrasar el embargo sería que el barón dirigiese una súplica al intendente general del fisco, por intermedio del intendente provincial residente en Poitiers.

—Entre nosotros —añadió el empleado judicial, cosa que provocó una mueca de asco en el anciano señor—, entre nosotros, os diré que ni siquiera mis jefes directos, como el procurador y el inspector de recaudaciones, están habilitados para concederos derogación ni dispensa. Sin embargo, puesto que sois de la nobleza, debéis de conocer a gentes importantes. Entonces, consejo de amigo, obrad por ese lado.

—¡No soy yo quien me lisonjearé de citaros como amigo! —observó en tono agrio el barón de Ridoué.

—Por eso os lo digo para que se lo repitáis a vuestro señor hijo. El mal es para todos, me lo podéis creer. ¿Os figuráis que a mí me divierte ir por ahí y que todos me miren como a un fantasma y me echen más insultos que a un perro sarnoso? Dicho esto, buenas tardes, señor barón y la compañía, y sin rencor.

Se encasquetó el sombrero y se fue, arrastrando la pierna y observando con pena que la manga de su casaca de uniforme se había desgarrado en la refriega.

En sentido inverso se alejó, cojeando también, el barón. Le seguían Gontran y Angélica, ambos silenciosos. El viejo Guillermo, rezongando contra enemigos imaginarios, volvió su antigua lanza a su guarida de restos históricos.

Una vez de vuelta en el salón, el abuelo se puso a pasear de un lado a otro y durante largo tiempo sus nietos no se atrevieron a hablar. Mas en la penumbra del atardecer se alzó la voz de la chiquilla.

—Dime, abuelo, si los bandidos nos dejaron los derechos cívicos, ¿no se los ha llevado ahora ese hombre?

—¡Anda con tu padre! —dijo el anciano, con voz cascada. Volvió a sentarse en su gran sillón tapizado y gastado por el tiempo y no volvió a hablar. Después de hacerle una reverencia, los nietos se alejaron.

Cuando Armando de Sancé se enteró de la recepción que le habían hecho al recaudador de impuestos, suspiró y se rascó largamente el mechoncillo de cabellos grises que llevaba bajo el labio, a la moda de Luis XIII. Angélica sentía un cariño más bien protector hacia aquel padre bueno y tranquilo, cuyas dificultades cotidianas habían sembrado de arrugas profundas su frente tostada por el sol. Para criar a su numerosa prole aquel hijo de nobles pobres había tenido que renunciar a todos los placeres de su condición. Pocas veces viajaba, y hasta había dejado de cazar, al contrario de sus vecinos hidalgüeños que no eran más ricos que él, pero que se consolaban de su miseria dedicando buena parte de su vida a correr liebres y cazar jabalíes.

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