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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (41 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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Pero, al mirar a su alrededor, se sintió impotente. Las puertas habían desaparecido bajo los cascotes, y los huecos abiertos en las paredes dejaban a la vista un paisaje de parecida desolación. La estancia estaba tan cambiada que, de pronto, le resultaba ajena; como si hubiera entrado en la casa de un desconocido. No tenía idea de adonde ir, de cómo encontrar una salida, de cómo abandonar el lugar.

Y entonces vio a Hugh.

Iridal sabía que había muerto. Antes de que el hombre exhalara el último aliento, ella había querido decirle que por fin comprendía, que le agradecía su ayuda. Pero Hugh había expirado demasiado pronto, demasiado deprisa.

Se dejó caer al lado del cuerpo, tomó una mano helada entre las suyas y la apretó contra su mejilla. En la muerte, el rostro de Hugh reflejaba una serenidad y una paz como el hombre no había conocido en toda su existencia. Una paz que Iridal envidió.

—Has entregado tu vida por mí y por mi hijo —murmuró, vuelta hacia él—. Ojalá hubieras vivido para ocuparte de que hiciera buen uso de tu regalo. Me has enseñado muchas cosas y todavía me habrías podido instruir en muchas más. Podrías haberme ayudado, y yo a ti. Podría haber llenado el vacío que llevabas dentro. ¿Por qué no lo haría cuando tuve ocasión?

—¿Qué crees que habría sido de él, si no hubiera muerto? —inquirió Alfred.

—Creo que habría intentado compensar todo el mal que hizo en su vida. Hugh era un prisionero, como yo —continuó Iridal—, pero ha conseguido escapar. Ahora, es libre.

—Tú también lo eres.

—Sí, pero estoy sola.

Con la mente tan vacía como su corazón, Iridal se sentó junto a Hugh y tomó su mano inerte entre los dedos. Aquel vacío le gustaba. Tenía miedo de sus sentimientos y, en aquel estado, no sentía nada. Pero sabía que el dolor llegaría, más terrible que las zarpas de un dragón desgarrándole las entrañas. El dolor del remordimiento, del arrepentimiento, que le desgarraría el alma.

La mujer se percató vagamente de que Alfred se había puesto a canturrear y había iniciado una danza lenta y garbosa —que parecía muy inapropiada en aquel hombre ya anciano, con su cabeza calva y los faldones de su casaca aleteantes, sus pies demasiado grandes y sus manos torpes—, girando y agachándose y meciéndose a un lado y a otro por la estancia cubierta de cascotes. Iridal no tenía idea de qué significaba aquello, ni le importaba.

Permaneció sentada, estrechando la mano de Hugh... y notó una vibración en los dedos del hombre. Iridal no dio crédito a la sensación.

«La mente nos juega malas pasadas —se dijo—. Cuando deseamos muchísimo una cosa, nos convencemos a nosotros mismos de que...»

Los dedos de Hugh se agitaron entre los suyos con movimientos espasmódicos, como estertores de muerte.

Pero Hugh llevaba mucho rato muerto. El suficiente como para que ya tuviera la piel fría, la sangre se hubiera retirado de sus labios y de su rostro, y sus ojos se hubieran hundido en las órbitas.

—Me estoy volviendo loca... —musitó, y dejó caer la mano de Hugh sobre su pecho inmóvil. Se inclinó sobre él para cerrarle los ojos, todavía abiertos. Las pupilas se movieron y la miraron. Los párpados pestañearon. La mano tembló. El pecho recobró la actividad, subiendo y bajando al ritmo de la respiración.

Hugh lanzó un grito angustiado, lleno de dolor...

Cuando Iridal recobró el sentido, yacía en otra estancia, en una cama ajena; estaba en una casa amiga, perteneciente a otro de los misteriarcas del Reino Superior.

Al lado de la cama distinguió a Alfred, que la observaba con expresión inquieta.

—¡Hugh! —Exclamó ella, incorporándose hasta quedar sentada en el lecho—. ¿Dónde está Hugh?

—Está bien atendido, querida —respondió Alfred, solícito y (así se lo pareció a Iridal) algo confuso—. No te preocupes por él; se pondrá bien. Unos amigos tuyos se han ocupado de él.

—¡Quiero verlo!

—No me parece aconsejable —replicó él—. Tiéndete otra vez, por favor.

Alfred se afanó con las mantas, arropó a Iridal, le envolvió los pies con ternura y alisó unas arrugas imaginarias.

—Tienes que descansar, dama Iridal. Has pasado por un trance terrible. El desconcierto, la tensión... Hugh resultó herido de gravedad, pero está siendo tratado...

—Estaba muerto —dijo la mujer.

Alfred evitó su mirada y continuó jugueteando con la ropa de cama.

Iridal intentó asirlo de la muñeca, pero Alfred fue demasiado rápido para ella y retrocedió varios pasos. Cuando abrió la boca, pareció que dialogaba con sus zapatos.

—Hugh no estaba muerto, aunque su estado era pésimo. Comprendo que te confundieras. A veces, el veneno produce este efecto de..., de hacer que los vivos parezcan estar muertos.

Iridal apartó la manta, se puso en pie y avanzó hacia Alfred, quien intentó apartarse, tal vez escapar de la estancia, pero se hizo un lío con sus propios pies, trastabilló y tuvo que asirse a una silla.

—Estaba muerto. ¡Y tú le has devuelto la vida!

—No, no. Vamos, no seas ridicula —protestó Alfred con una débil sonrisa—. Has..., has sufrido una gran conmoción e imaginas cosas. Jamás podría hacer una cosa así. ¡Ni yo, ni nadie!

—Un sartán, sí —replicó Iridal—. Conozco la historia de los sartán. Tenían su biblioteca aquí, en el Reino Superior, y Sinistrad los estudiaba. Estaba obsesionado con ellos y con su magia. Nunca logró descubrir la clave que desvelara sus misterios, pero conocía su existencia por los escritos que dejaron en humano y en elfo. Y los sartán tenían el poder de resucitar a los muertos. La nigromancia...

—¡No! —Protestó Alfred con un escalofrío—. Quiero decir, sí. Es cierto que tienen... que tenemos ese poder. Pero no debe ser utilizado jamás. ¡Jamás! Porque, por cada ser que es devuelto a la vida cuando no le corresponde, hay otro que pierde la suya antes de que sea su hora. Podemos ayudar a los agonizantes y hacer todo lo posible para impedir que traspasen el umbral pero, una vez cruzado éste... ¡jamás!

¡Jamás...!

—Alfred mantuvo su negativa con insistencia, calma y firmeza —declaró Iridal, volviendo al presente con un leve suspiro—. Respondió a todas mis preguntas de buen grado, aunque no sin reservas. Incluso empecé a pensar que, en efecto, me había confundido y sólo estabas bajo los efectos del veneno. Pero ahora lo sé —continuó al ver la sonrisa amarga de los labios de Hugh—. Ahora sé la verdad. Creo que ya entonces la supe, pero no quise creerla por consideración hacia Alfred. Él fue muy bueno conmigo, ayudándome a buscar a mi hijo cuando no le habría costado nada desembarazarse de mí... Porque Alfred tiene sus propios problemas.

Hugh refunfuñó. No tenía ningún interés por los problemas de otros.

—¡Mintió! ¡Fue él quien me devolvió a la vida! ¡El maldito mintió!

—Yo no estoy tan segura —apuntó Iridal con un suspiro—. Resulta extraño, pero creo que Alfred estaba seguro de decir la verdad. No recordaba lo que había sucedido en realidad.

—Cuando le ponga la mano encima, recordará. Sartán o no, te aseguro que lo hará.

Iridal lo miró con cierta perplejidad.

—¿Entonces, me crees?

—¿Respecto a Alfred? —Hugh la miró tétricamente y alargó la mano para coger la pipa—. Sí, te creo. Creo que lo he sabido desde el principio, pero no quería reconocerlo. Ésa no fue la primera ocasión en que Alfred llevó a cabo ese truco suyo de la resucitación.

—Entonces, ¿por qué insistías en que había sido yo? —preguntó ella, desconcertada.

—No lo sé —murmuró Hugh, jugando con la pipa entre los dedos—. Tal vez quería creer que habías sido tú quien me había devuelto la vida.

Iridal se sonrojó y apartó la mirada.

—En cierto modo, así fue. Alfred te salvó porque le dio lástima mi dolor, y por compasión ante tu sacrificio.

Los dos permanecieron sentados en silencio largo rato. Iridal, mirándose las manos; Hugh, dando chupadas a la pipa fría y vacía. Para encenderla tendría que haberse levantado y caminado hasta el fuego de la chimenea y no estaba seguro de poder cubrir ni siquiera aquella breve distancia sin caerse. Miró con pesar la botella de vino vacía. Podía haber pedido otra, pero decidió no hacerlo. Ahora tenía un objetivo claro y los medios para alcanzarlo.

—¿Cómo has dado conmigo? —inquirió—. ¿Y por qué has esperado tanto?

Iridal alzó el rostro, aún más ruborizado, y respondió primero a la última pregunta.

—¿Cómo iba a venir? Volver a verte... El dolor habría sido insoportable. Acudí a los otros misteriarcas, a los que te recogieron del castillo y te trajeron aquí abajo. Ellos me contaron que... —La mujer vaciló, sin saber muy bien adonde la llevarían sus palabras.

—... que había retomado mi antigua profesión como si nada hubiera sucedido, ¿no es eso? Bien, es verdad que intenté fingir que todo era como antes... —reconoció Hugh con aire sombrío—. Y pensé que no te gustaría verme aparecer a tu puerta.

—Nada de eso, Hugh. Créeme, si hubiera sabido... —Iridal tampoco terminó de ver claro adonde conducía aquello y dejó la frase a medias.

—... si hubieras sabido que me había vuelto un borracho, me habrías ofrecido de buen grado unos cuantos barls, un tazón de sopa y un rincón para dormir en el establo, ¿no es eso? ¡Gracias, señora, pero no necesito tu compasión ni tu limosna! —Se incorporó, sobreponiéndose al dolor que le taladraba la cabeza, y dirigió una mirada furiosa a la mujer. Con los dientes apretados contra la boquilla de la pipa, masculló—: ¿Qué puedo hacer por Su Señoría?

Iridal se encolerizó también. Nadie se dirigía en aquel tono a una misteriarca, y menos aún un asesino borracho y fracasado. Los ojos irisados brillaron como el sol a través de un prisma cuando se puso en pie y se irguió con una expresión de dignidad ofendida.

—¿Y bien? —insistió el hombre.

Ella lo miró de hito en hito y, advirtiendo la angustia de su interlocutor, vaciló:

—Supongo que me lo he merecido. Te pido disculpas...

—¡Maldita sea! —Exclamó él, casi partiendo en dos de un mordisco la boquilla de la pipa—. ¿Qué es lo que quieres de mí?

Iridal palideció de nuevo.

—Quiero... contratarte.

Hugh la miró en silencio, con expresión sombría. Apartándose de ella, anduvo hasta la puerta y clavó la vista en la mirilla cerrada.

—¿Quién es el objetivo? Y no levantes la voz.

—¡No se trata de matar a nadie! —Respondió Iridal—. No he venido a contratarte para que mates a nadie. Mi hijo ha aparecido. Los elfos lo retienen como rehén. Me propongo liberarlo y necesito tu ayuda.

—¡De modo que se trata de eso! —Gruñó Hugh—. ¿Y dónde tienen al muchacho?

—En el Imperanon.

Hugh se volvió, incrédulo, y miró a Iridal.

—¿El Imperanon? Señora, necesitas ayuda, es cierto —se quitó la pipa de la boca y señaló con ella a Iridal—. Alguien debería encerrarte a ti en una celda y...

—Te pagaré. Te recompensaré espléndidamente. La tesorería real...

—No tiene suficiente riqueza —la interrumpió Hugh—. No existen suficientes barls en el mundo para convencerme de que me interne hasta el corazón mismo del imperio enemigo para rescatar a ese pequeño...

Con una llamarada de sus tornasolados ojos, Iridal le avisó que no siguiera.

—Es evidente que he cometido un error —murmuró fríamente—. No seguiré molestándote.

Se encaminó a la puerta pero Hugh permaneció donde estaba, plantado ante ella e impidiéndole el paso.

—Apártate —ordenó.

Hugh se llevó otra vez la pipa a los labios, le dio una breve chupada y contempló a Iridal con una sonrisa de mal agüero.

—Ahora me necesitas, señora. Soy la única posibilidad que tienes. Me pagarás lo que te pida.

—¿Y qué quieres? —preguntó ella.

—Que me ayudes a encontrar a Alfred.

Iridal lo miró, muda de sorpresa. Después, movió la cabeza.

—No..., no puedo hacer nada al respecto, Hugh. Alfred ha desaparecido y no tengo modo de dar con él.

—Quizás está con Bane.

—Quien está con mi hijo es el otro, Haplo, el hombre de la piel azul. Y, si Haplo está con él, seguro que Alfred no. Son enemigos acérrimos, aunque no puedo explicarte por qué, Hugh. No lo entenderías.

Hugh arrojó la pipa al suelo y, extendiendo las manos, asió a Iridal por ambos brazos y los presionó con fuerza.

—¡Me haces daño! —protestó ella.

—Ya lo sé, y no me importa. ¡Ahora, intenta entender tú! —Exclamó Hugh—. Imagina que eres ciega de nacimiento y te contentas con un mundo de oscuridad porque no has conocido nunca otra cosa. Entonces, de pronto, se te concede el don de la vista y conoces todas las maravillas que jamás habías sido capaz de imaginar: el cielo, los árboles, las nubes y el Firmamento. Y luego, tan de improviso como llegó, el don te es arrebatado.

Vuelves a estar ciega y te sumerges de nuevo en la oscuridad. ¡Pero, esta vez, sabes lo que has perdido!

—Lo siento —susurró Iridal. Inició el gesto de levantar la mano para tocar el rostro de Hugh, pero él la rechazó. Airado, avergonzado, apartó la cara—. Está bien, accedo a lo que pides. Si haces esto por mí, yo haré cuanto esté en mi mano para ayudarte a encontrar a Alfred.

Durante unos instantes, ninguno de los dos dijo nada. Ninguno fue capaz.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó él por último, con aspereza.

—Quince días. Stephen se encontrará en esa fecha con el príncipe Reesh'ahn. Aunque no creo que los elfos de Tribus estén al corriente de ello...

—Por supuesto que lo están, señora. Tribus no se atreverá a permitir que tal encuentro se produzca. Me pregunto qué tendrían pensado hacer antes de que ese chico tuyo cayera en sus manos. Reesh'ahn es listo. Ha sobrevivido a tres intentos de asesinato gracias a su guardia especial, ésa que llaman la Invisible. Hay quien dice que son los kenkari quienes ponen sobre aviso al príncipe... —Hugh hizo una pausa, pensativo, y añadió—: Esto me acaba de dar una idea...

Se sumió en reflexiones al tiempo que se palpaba las ropas en busca de la pipa, olvidando que la había arrojado al suelo.

Iridal se inclinó, alargó la mano y la recogió para devolvérsela.

Él la cogió casi sin darse cuenta, sacó un poco de esterego de una bolsa de cuero grasienta y llenó la cazoleta. Dio unos pasos hasta el hogar, levantó un ascua con las tenazas y aplicó el carbón a la pipa. Una fina columna de humo se alzó de ella, acompañada del olor acre del esterego.

—¿Qué...? —empezó a decir Iridal.

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