La Mano Del Caos (45 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: La Mano Del Caos
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Iridal se volvió hacia Hugh, alarmada, pensando que tal vez la ciudad había sido conquistada, después de todo. Pero el hombre no parecía preocupado y apenas dirigió una mirada a los elfos. Los habitantes de la ciudad tampoco prestaron demasiada atención a los enemigos, a excepción de una mujer joven que los siguió, intentando venderles una bolsa de frutos de búa.

«A los gobernantes de Skurvash no les importa si el cliente tiene los ojos más o menos rasgados. Lo único que les interesa es el brillo de su dinero.»

Idéntico desconcierto causó a Iridal la visión de unos criados bien vestidos, pertenecientes a familias ricas de otras islas, que deambulaban por las calles con paquetes en los brazos. Algunos llevaban a la vista sus libreas, sin que pareciera importarles que se conociera el nombre de sus amos. La mujer reconoció el escudo de armas de más de un barón de Volkaran y de más de un duque de Ulyndia.

—Productos de contrabando —explicó Hugh—. Tejidos elfos, armas elfas, vino elfo, joyas elfas. Y los elfos acuden aquí por la misma razón, para comprar productos humanos que no pueden conseguir en Aristagón. Hierbas y pócimas, dientes y zarpas de dragón
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, pieles y escamas de esas criaturas para emplearlas en sus naves...

Para aquella gente, reflexionó Iridal, la guerra resultaba lucrativa. La paz significaría el desastre económico. O tal vez no. Los vientos de la cambiante fortuna debían de haber soplado muchas veces sobre Klervashna. La ciudad sobreviviría tal como, según la leyenda, las ratas habían sobrevivido a la Separación.

Cruzaron la ciudad sin prisas. Hugh hizo un alto para comprar esterego para la pipa, una botella de vino y un cuenco de agua, que ofreció a Iridal. Después, continuó la marcha abriéndose paso entre la multitud sin soltar por un instante a «su presa». Algunos de los viandantes les dirigieron unas miradas penetrantes, inquisitivas, que resbalaron sobre el rostro serio e impasible de Hugh y se fijaron en la rica vestimenta de Iridal. Algunas cejas se enarcaron a su paso, una sonrisa de complicidad asomó en algunos labios, pero nadie dijo una palabra y nadie los detuvo. Lo que cada cual hiciera en Klervashna era asunto suyo.

Y de la Hermandad.

—¿Seguimos hasta la fortaleza? —preguntó Iridal.

Las filas de casas ordenadas, con sus tejados de caballete, habían quedado atrás y se encaminaban de nuevo a campo abierto. Un grupo de niños los había seguido un rato, pero incluso ellos habían desaparecido.

Hugh destapó la botella de vino con los dientes y escupió el tapón al suelo.

—Sí —respondió—. ¿Cansada?

Ella alzó la cabeza y contempló la fortaleza, que parecía aún muy lejana.

—Me temo que no estoy acostumbrada a caminar. ¿Podríamos detenernos a descansar?

Hugh reflexionó unos instantes y asintió.

—Pero no mucho rato —dijo mientras la ayudaba a sentarse en un afloramiento de coralita—. Saben que hemos salido de la ciudad y estarán esperándonos.

El hombre dio cuenta del vino y arrojó la botella entre los arbustos que bordeaban el camino. Dedicó otro momento a cargar la pipa con unas hebras del hongo seco de la bolsa y la encendió, empleando yesca y pedernal. Dio unas chupadas y llenó sus pulmones con el humo. Después cerró el fardo, lo colocó bajo el brazo y se puso en pie.

—Será mejor que continuemos. Ya descansarás cuando lleguemos. Tengo que negociar un asunto.

—¿Qué es esa Hermandad? —Preguntó Iridal, incorporándose con esfuerzo—. ¿Quienes la forman?

—Yo pertenezco a ella —dijo Hugh, con los dientes apretados contra la boquilla—. ¿No lo adivinas?

—No, me temo que no.

—Es la Hermandad de la Mano. La sociedad de los asesinos.

CAPÍTULO 26

SKURVASH,

ISLAS VOLKARAN

REINO MEDIO

La fortaleza de la Hermandad reinaba, sólida e inexpugnable, sobre la isla de Skurvash. Formada por una serie de edificios construidos con el paso del tiempo, a medida que la Hermandad crecía y sus necesidades cambiaban, la plaza fuerte permitía dominar con la vista el cielo abierto y sus vías aéreas, así como de la tierra que se extendía a su alrededor y de la única carretera sinuosa que conducía hasta ella.

Desde sus torres se podía distinguir un dragón solitario con su jinete a mil menkas de distancia y una nave dragón cargada de tropas, a más de dos mil. La carretera —el único camino abierto a través del áspero terreno, cubierto de árboles hargast de ramas quebradizas y en ocasiones mortíferas—
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serpenteaba a través de profundos barrancos y numerosos puentes oscilantes. Al cruzar uno de éstos, Hugh enseñó a Iridal cómo, de un solo tajo de una espada, podía enviarlo contra las rocas cortantes del fondo junto con todos los que se encontraran en él. Y si, pese a todo, un ejército conseguía llegar a lo alto de la montaña, aún le quedaría conquistar la fortaleza en sí, un amplio complejo de edificios protegido por hombres y mujeres desesperados que no tenían nada que perder.

No era extraño que tanto el rey Stephen como el emperador Agah'ran hubieran renunciado (salvo en sus fantasías) a atacar la posición.

La Hermandad sabía que estaba a salvo. Su vasta red de espías le advertía al instante de cualquier amenaza, mucho antes de que ésta se concretara. Debido a ello, la vigilancia era escasa y relajada. Las puertas estaban abiertas de par en par y los centinelas, que jugaban a tabas rúnicas junto a ellas, ni siquiera se molestaron en levantar la vista de la partida cuando Hugh e Iridal cruzaron la verja y penetraron en un patio de adoquines. La mayoría de las dependencias estaban vacías, aunque los ciudadanos de Klervashna las habrían llenado rápidamente en caso de amenaza. Hugh y la mujer no vieron a nadie en su recorrido por las avenidas sinuosas que conducían, en un suave ascenso, hasta el edificio principal.

Éste, más antiguo que el resto, era el cuartel general de la Hermandad, que tenía el valor de hacer ondear su propia bandera, un estandarte de color rojo sangre con el dibujo de una mano levantada, con la palma al frente y los dedos juntos. La puerta de entrada —una rareza en Ariano, pues era de madera, decorada con complejos diseños grabados— estaba cerrada y atrancada.

—Espera aquí —ordenó Hugh, señalándola—. No te muevas de donde estás.

Iridal, entumecida y aturdida, bajó la vista y advirtió que se encontraba sobre una losa que, observada con más detenimiento, tenía una forma y un color diferentes del camino de lajas que conducía hasta la puerta. La losa estaba tallada en una forma que recordaba vagamente el perfil de una mano.

—No te muevas de esa piedra —insistió Hugh, y señaló una estrecha rendija en la fachada de piedra, sobre la puerta—. Ahí hay una flecha apuntando a tu corazón. Un paso a la derecha o a la izquierda, y considérate muerta.

Iridal se quedó inmóvil y observó la rendija en sombras, sin apreciar movimiento ni señal de vida alguna al otro lado. Sin embargo, el tono de Hugh no dejaba lugar a dudas: estaba diciendo la verdad. Permaneció quieta sobre la roca en forma de mano. Hugh la dejó allí y se acercó a la puerta.

Se detuvo ante ésta y estudió los dibujos tallados en la madera, que también representaban el contorno de unas manos abiertas como la del estandarte. Había doce manos en total, distribuidas en círculo con los dedos hacia afuera. Hugh escogió una, colocó la suya sobre ella y empujó.
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La puerta se abrió de par en par.

—Ven —dijo entonces a Iridal, acompañando la orden con un gesto de que se acercara—. Ya no corres peligro.

Con una mirada a hurtadillas hacia la aspillera situada sobre la puerta, Iridal se apresuró a ponerse a la altura de Hugh. La fortaleza le resultaba opresiva y le producía una terrible sensación de soledad que la llenaba de abatimiento y lúgubres presentimientos. Tomó la mano que le ofrecía Hugh y se agarró a ella con fuerza.

Hugh observó con preocupación su intensa palidez y le presionó los helados dedos para tranquilizarla al tiempo que, con una severa mirada, le advertía que se calmara y se controlara. Iridal bajó la cabeza, se ajustó la capucha para ocultar el rostro y entró con Hugh en una pequeña sala.

La puerta se cerró de inmediato tras ellos con un estruendo que paralizó el corazón de la mujer. Deslumbrada por la intensa luz del exterior, Iridal no distinguió nada. Hugh también se detuvo, parpadeando, hasta que su visión se ajustó a la penumbra.

—Por aquí —dijo una voz seca que sonó como el crepitar de un pergamino muy antiguo. La pareja captó un movimiento a su derecha.

Hugh lo siguió; sabía a quién pertenecía la voz y adonde se dirigía. Iridal agradeció que la guiara, sin soltarle la mano un solo instante. La oscuridad resultaba fantasmal, irritante. Ése era su propósito.

La misteriarca se recordó que ella misma había querido aquello. Sería mejor que se acostumbrara a los lugares oscuros e irritantes.

—Hugh
la Mano
—dijo la voz seca—. Cuánto me alegro de verte, señor. Ha pasado mucho tiempo.

Penetraron en una cámara sin ventanas, bañada por el resplandor mortecino de una piedra de luz colocada en una linterna. Un anciano encorvado y marchito contemplaba a Hugh con expresión plácida y afectuosa que sus ojos, maravillosamente claros y penetrantes, contribuían a subrayar.

—En efecto, Anciano —respondió Hugh, y su expresión severa se relajó con una sonrisa—. Me sorprende encontrarte activo todavía. Pensaba que estarías retirado, reposando junto a un buen fuego.

—¡Ah!, éste es el único trabajo que me ocupa ya —murmuró el viejo—. Hace mucho que he dejado lo demás, salvo alguno que otro consejo de vez en cuando a quien lo pide, como tú. Fuiste un alumno aventajado, mi señor Hugh. Tenías el tacto adecuado: delicado, sensible... No como esos patosos que suelen verse hoy día.

El Anciano sacudió la cabeza, y sus luminosos ojos pasaron sin prisas de Hugh a la mujer y la estudiaron con tal detalle que Iridal tuvo la sensación de que podía ver a través de sus ropas, tal vez incluso a través de su cuerpo.

Por fin, la mirada penetrante se apartó de ella y volvió a Hugh.

—Me perdonarás, señor, pero debo pedírtelo. No merece la pena quebrantar las normas, ni siquiera en tu caso.

—Por supuesto —asintió Hugh, y alzó la mano diestra con la palma boca arriba y los dedos extendidos y juntos.

El Anciano cogió la mano de Hugh entre las suyas y la estudió fijamente a la luz de la linterna.

—Gracias, señor —dijo al cabo con aire ceremonioso—. ¿Qué te trae aquí?

—¿Ciang recibe a alguien hoy?

—Sí, señor. Ha venido uno para ser admitido. La ceremonia se llevará a cabo en breves horas. Estoy seguro de que tu presencia será bien acogida. ¿Qué dispones respecto a tu invitada?

—Que sea escoltada a una cámara con un buen fuego. El asunto que debo tratar con Ciang puede ocupar un buen rato. Ocúpate de que sea atendida; procúrale comida y bebida, y una cama si lo desea.

—¿Una cámara? —Preguntó el viejo con cierta sorpresa—. ¿O una celda?

—Una cámara. Y que se acomode. Puedo tardar bastante.

El Anciano miró a Iridal, pensativo.

—Sospecho que esa mujer es una maga. Es asunto tuyo, Hugh, pero ¿estás seguro de que no quieres tenerla vigilada?

—Te aseguro que no utilizará su magia. Está en juego otra vida, que ella tiene por más valiosa que la suya propia. Además —añadió secamente—, es mi cliente.

—¡Ah, ya entiendo!

El Anciano asintió y dedicó una inclinación de cabeza a Iridal con una elegancia herrumbrosa que habría podido ser la de cualquier cortesano de Stephen.

—Escoltaré a la dama a su cámara personalmente —indicó en tono cortés—. No suelo tener deberes tan agradables. Tú, Hugh
la Mano
, puedes seguir adelante. Ciang ya ha sido informada de tu llegada.

Hugh emitió un gruñido. La revelación no lo sorprendía. Vació la pipa de cenizas, volvió a llenarla y se la llevó a los labios. Se volvió a Iridal y le dirigió una mirada sombría y vacía en la que no había consuelo, indicación o mensaje alguno. Después, dio media vuelta y se perdió en las sombras.

—Por esa puerta, señora —dijo el Anciano, señalando en dirección opuesta a la que había tomado Hugh.

Alzando la linterna con la piedra de luz en su arrugada mano, el viejo se disculpó por pasar delante de ella y comentó que el camino estaba oscuro y las escaleras se hallaban en mal estado y podían resultar traicioneras. Iridal, en voz baja, le rogó que no pensara en ello.

—¿Conoces a Hugh
la Mano
desde hace mucho, Anciano? —preguntó Iridal, esforzándose en dar a sus palabras un tono intrascendente, aunque notó cómo le subía el rubor a las mejillas.

—Desde hace más de veinte años —respondió el Anciano—. Desde que vino a nosotros por primera vez, siendo apenas un mocoso.

La mujer se preguntó qué significaría aquello, qué era aquella Hermandad que gobernaba la isla. Hugh formaba parte de ella y parecía un miembro muy respetado. Algo sorprendente en un hombre que se había apartado de su camino para aislarse en una celda.

—Has mencionado que le enseñaste algo. ¿Qué era? —Podrían haber sido unas lecciones de música, a juzgar por el aspecto benévolo y apacible del Anciano.

—El arte del puñal, señora. ¡Ah!, no ha existido nunca alguien tan hábil con la daga como Hugh
la Mano
. Yo era bueno, pero él me superó. Una vez apuñaló a un hombre que estaba sentado a su lado en una taberna. Hizo un trabajo tan excelente que el hombre no llegó a soltar el menor grito, no hizo el menor movimiento. Nadie se dio cuenta de que estaba muerto hasta la mañana siguiente, cuando lo encontraron allí sentado todavía, tieso como un palo. El truco está en conocer el sitio preciso y deslizar la hoja entre las costillas para rajarle el corazón antes de que la víctima sepa qué ha sucedido.

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