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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (40 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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—Lo siento —murmuró, también con voz rota—. ¡Lo siento tanto...!

Hugh alzó la cabeza.

—¡No quiero tu maldita lástima! ¡Libérame! —repitió. Su tono era áspero, cargado de urgencia. Sus manos asieron nuevamente las de ella—. ¡No sabes lo que me has hecho! ¡Ponle fin... ahora!

Iridal lo miró largamente, incapaz de hablar.

—No puedo, Hugh —musitó por último—. No fui yo.

—¡Sí! —Exclamó él con violencia—. ¡Te vi allí! Cuando desperté...

Pero ella movió la cabeza, insistiendo en su negativa.

—Un hechizo así está muy lejos de mi alcance, lo cual agradezco a los antepasados. Debes saberlo —añadió, contemplando los ojos desesperados y suplicantes de Hugh—. Sí, tienes que saberlo. Fue Alfred.

—¡Alfred! —Hugh repitió el nombre con un jadeo—. ¿Dónde está? ¿Ha venido contigo...?

Vio la respuesta en los ojos de la mujer y echó la cabeza hacia atrás como si la agonía le resultara insoportable. Dos gruesas lágrimas escaparon de sus párpados entrecerrados y rodaron por sus mejillas hasta la barba rala y enmarañada. Exhaló un suspiro hondo y estremecido y, de pronto, se volvió loco y empezó a soltar terribles gritos de rabia, a arrancarse el pelo a tirones y a arañarse el rostro con las uñas. Luego, tan de improviso como había empezado, se dejó caer al suelo boca abajo y se quedó quieto, inmóvil como un muerto.

Como ya había estado una vez.

CAPÍTULO 23

MONASTERIO KIR,

ISLAS VOLKARAN

REINO MEDIO

Hugh despertó con un zumbido en la cabeza, un dolor sordo y pulsante que le subía por el cuello y lo atravesaba hasta la parte posterior de los globos oculares, y la lengua torpe e hinchada. Sabía qué le sucedía y cómo ponerle remedio. Se incorporó en la cama y su mano buscó a tientas la botella de vino que nunca estaba lejos de su alcance. Fue entonces cuando vio a la mujer y el recuerdo lo golpeó con crueldad, más doloroso que las punzadas que le taladraban la cabeza. Se quedó mirándola, falto de palabras.

Estaba sentada en una silla —la única silla— y, por su actitud, llevaba allí bastante tiempo. Su tez estaba pálida y fría y toda su figura, con los cabellos blancos y la túnica plateada, resultaba descolorida como el hielo del Firmamento. Salvo los ojos, que reflejaban los mil y un colores del sol como un prisma de cristal.

—La botella está ahí, si la quieres —dijo.

Hugh consiguió bajar los pies de la cama, se dio impulso y se levantó. Hizo una breve pausa hasta que la luz que estalló ante sus ojos se hubo amortiguado lo suficiente como para permitirle ver más allá y avanzó hacia la mesa. Se percató de la presencia de otra silla y advirtió, al mismo tiempo, que la celda estaba limpia y ordenada.

Y él, también.

Tenía el cabello y la barba llenos de un polvo fino y la piel le escocía, impregnada en el penetrante olor de la grisa.
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El olor le evocó vividos recuerdos de la infancia, de los monjes kir frotando los cuerpos de los jóvenes acólitos, hijos abandonados como él.

Hugh hizo una mueca, se rascó la barbilla y se sirvió una jarra del vino peleón. Se disponía a dar un trago cuando recordó que tenía una invitada. Sólo había una jarra, de modo que se la ofreció, advirtiendo con sombría satisfacción que la mano no le temblaba.

Iridal movió la cabeza y dijo «no, gracias» sin emitir sonido alguno, formando las palabras en los labios.

Hugh soltó un bufido y engulló el vino de un rápido trago para no tener que saborearlo. El zumbido de la cabeza disminuyó y el dolor se hizo mas sordo. Levantó la botella sin pensar, pero titubeó. Podía dejar las preguntas sin respuesta; al fin y al cabo, ¿qué más daba? Pero también podía averiguar qué sucedía, la razón de la presencia de Iridal.

—¿Me has dado un baño? —inquirió, mirándola.

Un leve rubor bañó las pálidas mejillas de la misteriarca. Sin mirar a su interlocutor, respondió:

—Lo han hecho los monjes. Yo se lo pedí. Y también han fregado el suelo, han traído ropa de cama limpia y una túnica...

—Estoy impresionado. Me asombra que te dejaran entrar, y que hayan cumplido tus órdenes. ¿Con qué los has amenazado? ¿Con vientos aulladores, con terremotos; con evaporar sus reservas de agua, tal vez...?

Iridal no respondió. Hugh sólo hablaba para llenar el silencio, y los dos lo sabían.

—¿Cuánto tiempo he pasado inconsciente?

—No lo sé. Muchas horas.

—Y tú te has quedado y has hecho todo esto... —Dirigió una mirada en torno a la estancia—. El asunto que te ha traído tiene que ser importante...

—Lo es —asintió Iridal, y volvió los ojos hacia él.

Hugh había olvidado la belleza de aquellos ojos, la hermosura de la mujer. Había olvidado que la amaba y la compadecía, que había muerto por ella y por su hijo. Todo aquello se había perdido en los sueños que lo atormentaban de noche y que ni siquiera el vino podía ahogar.

Y en aquel momento, mientras se sentaba y fijaba la mirada en sus ojos, se dio cuenta de que la noche anterior, por primera vez en todo aquel tiempo, no había tenido sueños.

—Quiero contratarte —dijo la mujer con voz fría, como si estuviera tratando de negocios—. Quiero que hagas un trabajo para mí...

—¡No! —Exclamó él, y se puso en pie de un brinco, sobreponiéndose al destello de dolor que centelleó en su cabeza—. ¡No volveré a salir ahí fuera!

Cerró el puño y descargó un golpe en la mesa que derribó la botella de vino y la hizo caer al suelo. El frasco de grueso vidrio no se rompió, pero el líquido se derramó, para desaparecer entre las grietas del suelo.

Iridal lo miró, perpleja.

—Siéntate, por favor. No estás bien.

Crispado de dolor, Hugh se llevó las manos a las sienes y se tambaleó. Apoyándose pesadamente en la mesa, volvió a su silla dando tumbos y se derrumbó en ella.

—¡No estoy bien...! —Ensayó una sonrisa—. Esto es una resaca, señora, por si no habías visto ninguna. —Fijó la mirada en las sombras y añadió bruscamente—: Ya lo intenté, ¿sabes? Cuando me trajeron de vuelta de ese lugar, probé a volver a mi antigua actividad. La muerte es mi oficio, lo único que conozco. Pero nadie quería contratarme. Nadie, excepto ellos —movió la cabeza en dirección a la puerta, refiriéndose a los monjes—, soportaba mi cercanía.

—¿Qué significa eso de que nadie quería contratarte?

—Se sentaban a mi mesa para negociar y empezaban contándome sus agravios, mencionando el nombre de la persona que querían hacer matar, dónde podría encontrarla... Pero entonces, poco a poco, iban dejando de hablar. Y no me sucedió sólo una vez, sino cinco, diez... no lo sé. Perdí la cuenta.

—¿Y bien? ¿Qué sucedía? —lo apremió Iridal.

—Hablaban y hablaban de la persona que querían eliminar, de lo mucho que la odiaban, de cómo querían que muriese y de que merecía pasar los mismos sufrimientos que habían padecido su hija, su padre o quien fuera. Pero, cuanto más hablaban de ello conmigo, más nerviosos se ponían. Me miraban y apartaban la vista; después, volvían a estudiarme a hurtadillas y retiraban de nuevo la mirada. Y su tono de voz bajaba y se sentían confundidos con lo que habían dicho. Empezaban a balbucear y a carraspear y, por último, se levantaban del asiento y se alejaban a toda prisa, muchas veces sin una palabra de disculpa. Viéndolos —añadió en tono sombrío—, cualquiera habría pensado que habían apuñalado a la víctima ellos mismos y que los habían sorprendido con el arma ensangrentada todavía en las manos.

—Y lo habían hecho; al menos, de pensamiento —apuntó Iridal.

—¿Y bien? Hasta ahora, el sentimiento de culpa no había afectado a ninguno de mis clientes. ¿A qué viene esto? ¿Qué ha cambiado?

—Has cambiado tú, Hugh. Antes eras como la coralita: te empapabas de su mal, lo absorbías, lo incorporabas a ti y, con ello, los liberabas de la responsabilidad. Pero ahora te has convertido en algo parecido a los cristales del Firmamento. Te miran y ven el reflejo de su propia maldad. Te has convertido en su conciencia.

—Mala cosa, para un asesino —comentó Hugh con una risa irónica—. ¡Pone muy difícil encontrar trabajo! —Fijó la vista en la botella de vino sin reconocerla, la rozó con la punta del pie y la envió rodando por el suelo, trazando un círculo. Luego, levantó la cabeza, se volvió hacia la mujer con una mirada borrosa y murmuró—: Pero a ti no te produzco este efecto.

—Sí, claro que sí. Por eso lo sé —suspiró Iridal—. Te miro y veo mi estupidez, mi ceguera, mi locura, mi debilidad. Me casé con un hombre cuya maldad y crueldad conocía, con la idea romántica de que podría cambiarlo. Cuando comprendí que no sería así, ya me encontraba enredada irremisiblemente en la trama de Sinistrad. Peor aún, había dado a luz un niño inocente y había permitido que el pequeño también se viera envuelto en sus artimañas.

»Habría podido frustrar los planes de mi esposo, pero tuve miedo. Y me resultaba más fácil convencerme de que cambiaría, de que con el tiempo todo mejoraría. Pero entonces apareciste tú y me trajiste a mi hijo y, por fin, vi el amargo fruto de mi estupidez. Vi lo que le había hecho a Bane, el mal que le había causado con mi debilidad. Lo vi entonces y vuelvo a verlo ahora, cuando te miro.

—Al principio, creí que era cosa de los demás. —Hugh retomó su explicación como si no hubiera oído nada—. Pensé que el mundo se había vuelto loco. Pero luego empecé a comprender que era yo. Los sueños... —Se estremeció y sacudió la cabeza—. No. No quiero hablarte de mis sueños.

—¿Por qué acudiste aquí?

—Estaba desesperado y sin dinero —respondió Hugh amargamente—. ¿Adonde podía acudir, si no? Los monjes habían dicho que volvería, ¿sabes? Siempre habían dicho que volvería. —Miró a su alrededor con aire inquieto y se estremeció como si quisiera sacudirse de encima los recuerdos—. En cualquier caso, el abad me contó lo sucedido. Nada más verme, me explicó qué había sido de mí. Había muerto. Había abandonado esta vida... y había sido devuelto a ella. Me habían resucitado.

De improviso, Hugh lanzó otro puntapié a la botella —esta vez con rabia y frustración— y la mandó rodando a un rincón de la celda.

—¿No..., no recuerdas lo que sucedió? —preguntó Iridal con un titubeo. El hombre la miró en silencio, sombrío y ceñudo.

—Mis sueños lo recuerdan. Mis sueños evocan un lugar de belleza inexpresable, imposible de..., de soñar siquiera. Un lugar lleno de comprensión, de compasión... —Quedó en silencio, tragó saliva, carraspeó y volvió a hablar—: Pero el viaje para llegar a ese lugar es terrible. El dolor, el sentimiento de culpa, la conciencia de mis crímenes... El alma arrancada de mi cuerpo... Y ahora no puedo volver atrás. Ya lo he intentado.

Iridal lo miró, espantada.

—¿Suicidio...?

Hugh asintió con una sonrisa terrible.

—Frustrado. En dos ocasiones. El miedo me impidió consumarlo.

—El valor es preciso para vivir, no para morir —replicó Iridal.

—¿Cómo puedes estar segura de tal cosa, señora? —inquirió Hugh con amarga ironía.

Iridal apartó la mirada y la bajó a las manos, que se retorcían en su regazo.

—Cuéntame qué sucedió —pidió Hugh.

—Tú..., tú y Sinistrad luchasteis. Conseguiste clavarle el puñal, pero la herida no fue mortal. Sinistrad tenía el poder de convertirse en serpiente; lo hizo y te atacó. Su magia... te emponzoñó la sangre. Al final, Sinistrad murió, pero no sin haberte...

—¿No sin haberme dado muerte a mí también?

Iridal se humedeció los labios, pero no miró al hombre a la cara.

—El dragón nos atacó. El dragón de azogue de Sinistrad. Muerto mi esposo, el dragón quedó libre de su control y se volvió loco. A partir de ahí, todo se confunde en mi mente. Haplo, el hombre de la piel azul, se llevó a Bane. Me vi a punto de morir... y no me importó. Tienes razón —la mujer levantó la cabeza y dirigió una mirada lánguida a su interlocutor—: Parecía mejor opción la muerte que seguir viviendo. Pero Alfred hechizó al dragón y lo sometió a su dominio. Y entonces...

Los recuerdos revivieron...

Iridal contempló con asombro y temor al dragón, cuya gigantesca cabeza se mecía adelante y atrás como si escuchara una voz tranquilizante y arrulladora.

—Lo has encarcelado en su mente —murmuró.

—Exacto —asintió Alfred—. Es la prisión más sólida que se ha construido jamás.

—Y yo estoy libre —continuó ella con alegre sorpresa—. Y no es demasiado tarde. ¡Aún hay esperanza! ¡Bane, hijo mío! ¡Bane!

Iridal corrió hacia la puerta donde había visto al chiquillo por última vez. La puerta había desaparecido. Los muros de su prisión se habían derrumbado, pero los cascotes le impedían el paso.

—¡Bane! —exclamó, tratando en vano de apartar uno de los pesados bloques de piedra que el dragón había derribado en su furia. Su magia podría haberla ayudado, pero Iridal no conseguía recordar las palabras del hechizo. Estaba demasiado cansada, demasiado vacía. Pero tenía que alcanzar al pequeño. Si conseguía mover aquel obstáculo...

—No, mujer. Deja eso —dijo una voz suave y afable. Unas manos cariñosas asieron las suyas—. No serviría de nada. A estas alturas ya está muy lejos. Haplo se lo ha llevado de nuevo a la nave elfa.

—¿Haplo? ¿Que Haplo se..., se ha llevado a mi hijo? —Para Iridal, aquello no tenía pies ni cabeza—. ¿Por qué? ¿Qué quiere de él?

—No lo sé —respondió Alfred—. No estoy seguro. Pero no te preocupes: recuperaremos a Bane. Sé adonde se dirigen.

—Entonces, tenemos que ir tras ellos —dijo Iridal.

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