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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (37 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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—Adelante, haz el favor —dijo Stephen, complaciente—. Es evidente que has pasado por un trance horrible.

—El vino es bueno para fortalecer la sangre —añadió Ana, serena por fuera pero temblando por dentro.

Peter tomó un trago reconfortante de aquel dulce vino, que se sumó al vaso que ya le había ofrecido el mago previamente, y que ya le había fortalecido la sangre.

—Fui hecho prisionero, señor. La mayoría de mis compañeros terminó en las bodegas de esas maléficas naves dragón, como galeotes de los elfos. Mis captores, en cambio, se enteraron por algún medio de que en una época había servido en la casa real. Entonces me llevaron aparte y me hicieron toda clase de preguntas acerca de vos, mi señor. Pero aunque me golpearon y me azotaron hasta dejar a la vista los cartílagos de mis costillas, os aseguro que no dije una sola palabra a esos elfos perversos.

—Alabo tu valor —respondió Stephen con expresión seria, buen conocedor de que Peter, probablemente, había contado cuanto sabía al primer golpe del látigo. Igual que debía de haber proclamado su condición de antiguo sirviente de la familia real para salvarse de las galeras.

—Cuando nuestros perversos enemigos comprendieron que no podrían conseguir nada de mí, Majestad, me encerraron en su propio palacio real, que llaman el «Imprenón». —Peter estaba visiblemente orgulloso de sus conocimientos del idioma de los elfos—. Imaginé que querían que les enseñara cómo deben hacerse las cosas en una casa de reyes, pero sólo me pusieron a barrer suelos y hablar con otros prisioneros.

—¿Qué otros...? —empezó a preguntar Stephen, pero Triano movió la cabeza en un gesto de negativa y el rey guardó silencio. —Haz el favor de contar a Su Majestad lo del prisionero más reciente que has visto en el palacio de los elfos.

—No era ningún prisionero, señor —lo corrigió Peter, ya por el cuarto vaso de vino—, sino más bien un huésped de honor. Los elfos le ofrecen un trato excelente, señor. No debéis inquietaros por eso.

—Dinos de una vez a quién viste —le insistió Triano con suavidad.

—A vuestro hijo, señor —dijo Peter, ya un poco afectado por la bebida—. El príncipe Bane. Me alegro de anunciarte que está vivo. Pude hablar con él, y lo habría sumado al grupo con el que me proponía intentar la fuga, pero me dijo que estaba demasiado vigilado y que su presencia sólo perjudicaría nuestro plan. Vuestro pequeño, señor, es un verdadero héroe.

»El príncipe Bane me entregó esto. —El sirviente señaló un objeto depositado sobre la mesa de Triano—. Dijo que se lo trajera a su madre. Ella lo reconocería y sabría que era él quien lo enviaba. Lo hizo para ella.

Peter alzó el vaso con mano temblorosa y lágrimas en los ojos.

—Un brindis por Su Alteza y por Sus Majestades.

La mirada borrosa de Peter estaba concentrada en el vaso que acariciaba entre los dedos (todo lo que era capaz de fijarla en su estado, ya lamentable). Gracias a ello, no advirtió el hecho de que la gozosa noticia de la reaparición de Bane había dejado a Stephen totalmente rígido, como si lo hubiera golpeado un hacha de guerra.

Ana miró al sirviente, horrorizada, y se hundió en su asiento con la tez pálida. En los ojos de la dama Iridal llameó una súbita esperanza.

—Gracias, Peter, esto es todo por ahora —dijo Triano. Tomó del brazo al criado, lo arrancó de la banqueta y se lo llevó, tambaleante y haciendo reverencias, lejos de los reyes y de la misteriarca—. Me ocuparé de que no guarde ningún recuerdo de esto, Majestad —prometió el consejero en voz baja—. Y sugiero a sus Majestades que no prueben ese vino.

Triano abandonó la sala con Peter y cerró la puerta tras ellos. El mago estuvo fuera mucho rato. La guardia del rey no había acompañado a Su Majestad al estudio de Triano, sino que había tomado posiciones a una distancia prudencial, unos treinta pasos, en el otro extremo del pasadizo. Triano condujo a Peter por éste, dejó al criado embriagado en manos de los guardias y ordenó a éstos que lo condujeran a algún sitio a dormir la borrachera. El dulce vino del hechicero producía tal efecto que, cuando el aturdido Peter despertara, no recordaría ni siquiera haber estado en el «Impernón».

Cuando regresó al estudio, apreció que la conmoción producida por la noticia había remitido en parte, aunque la alarma era, si acaso, aún más intensa.

—¿Es posible que haya dicho la verdad? —preguntó Stephen, que se había puesto en pie y deambulaba por la estancia con paso agitado—. ¿Cómo podemos fiarnos de ese redomado idiota?

—Sencillamente, porque es un redomado idiota, señor —respondió Triano con aire deliberadamente tranquilo y apacible, cruzando los brazos delante del pecho—. Ésta es una de las razones por las que he querido que escucharais la historia de sus propios labios. Desde luego, ese hombre no es lo bastante sagaz como para haber inventado una historia tan extraordinaria. He podido interrogarlo más a fondo y estoy seguro de que no miente. Y, además, está esto.

El mago tomó del escritorio el objeto que había traído Peter, el regalo de Bane a su madre, y lo mostró directamente a Iridal, no a Ana.

La misteriarca lo observó. En un primer momento, se sonrojó; luego, su palidez se hizo aún más marcada que antes. El objeto era una pluma de halcón decorada con cuentas de cristal y suspendida de una cinta de cuero. Tenía el aspecto inocente del regalo que prepararía un chiquillo, siguiendo las instrucciones de su niñera, para complacer el tierno corazón de su madre. Pero aquel collar con la pluma era obra de un hijo de magos, de un descendiente de misteriarcas. La pluma era un amuleto y, a través de él, el chiquillo podía comunicarse con su madre. Con su verdadera madre. Iridal alargó una mano temblorosa, cogió la pluma y la apretó entre sus dedos.

—Es de mi hijo, sin duda —dijo, aunque no se oyó su voz.

Triano asintió.

—Tened la seguridad, Majestades, dama Iridal, de que no os habría sometido a este trance si no hubiera estado seguro de que Peter dice la verdad. El chico al que vio era Bane.

Stephen se sonrojó ante la reprimenda insinuada en aquellas palabras y murmuró en un susurro apenas audible algo que tal vez quería ser una disculpa. Con un profundo suspiro, se dejó caer en su asiento. El rey y la reina se acercaron imperceptiblemente, dejando a la dama Iridal a solas, ligeramente aparte.

Triano se situó delante de los tres y corroboró con palabras firmes y serenas lo que todos sabían ya pero tal vez no habían terminado de aceptar todavía. —Bane está vivo y en manos de los elfos.

—¿Cómo es posible? —inquirió Ana con voz sofocada, llevándose una mano al cuello como si tuviera dificultades para respirar. Se volvió hacia Iridal y exclamó—: ¡Tú dijiste que se lo habían llevado! ¡A otra tierra! ¡Dijiste que Alfred se lo había llevado!

—Alfred, no —la corrigió Iridal. La sorpresa inicial estaba remitiendo; la misteriarca empezaba a darse cuenta de que su deseo más acariciado se estaba cumpliendo—. El otro hombre, ese Haplo.

—¿Ese que me describiste, el de la piel azul? —intervino Triano. —Sí. —En los ojos de Iridal apareció un destello de esperanza—. Sí, ése fue quien se llevó a mi hijo...

—Pues ahora parece que lo ha traído de vuelta —continuó Triano con sequedad—. Porque el hombre también está en el castillo elfo, según he sabido. El criado vio a un hombre de piel azul en compañía del príncipe. Tal vez ha sido ese detalle, más que cualquier otro, lo que me ha convencido de que su historia era cierta. Aparte de la dama Iridal, Sus Majestades y yo mismo, nadie más en el reino conoce la existencia del hombre de la piel azul o su relación con el príncipe Bane. Si se añade a ello el hecho de que Peter no sólo vio a Bane, sino que habló con él, y que el príncipe reconoció al criado y lo llamó por su nombre... No, señor. Os lo repito: no me cabe la menor duda.

—De modo que el chico es rehén de los elfos —dijo Stephen con aire sombrío—. Seguro que los elfos proyectan utilizarlo para obligarnos a detener nuestros ataques a sus naves; tal vez incluso para intentar perturbar las negociaciones con Reesh'ahn. Pues no se saldrán con la suya. Pueden hacer lo que les plazca con él. No negociaré una sola gota de agua a cambio de...

—¡Querido, por favor! —musitó Ana, posando la mano en el brazo de su marido al tiempo que, con los párpados entornados, dirigida una mirada a la dama Iridal. La misteriarca, pálida y fría, permanecía sentada con las manos juntas en el regazo y la mirada perdida en el vacío, fingiendo no escuchar—. ¡Es su madre!

—Me doy perfecta cuenta de que el chico es hijo de la dama. ¿Puedo recordarte, querida, que Bane tenía también un padre..., un padre cuya maldad estuvo a punto de destruirnos a todos?

Discúlpame por hablar con esta franqueza, dama Iridal —añadió, sin dejarse conmover por la mirada suplicante de su esposa—, pero debemos afrontar la verdad. Tú misma has dicho que tu esposo ejercía una influencia poderosa y siniestra sobre el muchacho.

Un leve rubor iluminó las ebúrneas mejillas de Iridal, y un escalofrío le recorrió el esbelto cuerpo. Sin embargo, permaneció callada y Stephen se volvió hacia Triano.

—Incluso me pregunto hasta qué punto todo esto es obra de Bane —añadió el monarca—. Pero, sea como fuere, estoy decidido. Los elfos descubrirán que han intentado una maniobra en falso.

El leve rubor de vergüenza de Iridal había dado paso a un rojo más intenso, producto de la ira. Se disponía a replicar a Stephen, cuando Triano alzó la mano para detenerla.

—Si me permitís, dama Iridal —se le adelantó—. Las cosas no son tan sencillas, mi señor. Los elfos son astutos. Peter, ese desgraciado, no escapó gracias a su astucia; ellos le permitieron la huida adrede. Los elfos sabían que te traería esta información, y es probable que incluso lo animasen sutilmente a hacerlo. Seguro que dieron una apariencia muy real y convincente a la «fuga». Igual que hicieron con todos los otros.

—¿Otros? —Stephen alzó el rostro, ceñudo y con la mirada borrosa. Triano suspiró. Había estado posponiendo el momento de comunicar las malas noticias, pero era el momento de hacerlo.

—Me temo, señor, que Peter no ha sido el único que ha vuelto con la noticia de que Su Alteza, el príncipe Bane, está vivo. Más de una veintena de esclavos humanos «escapó» con él, y cada cual ha vuelto a su lugar de procedencia contando la misma historia. He borrado los recuerdos de Peter, pero la situación no habría cambiado si no lo hubiera hecho. Dentro de pocos ciclos, la noticia de que Bane está vivo y en manos de los elfos será el comentario general en todas las tabernas desde Exilio de Pitrin a Winsher.

—Que los benditos antepasados nos protejan —murmuró Ana.

—No dudo que estáis al corriente, mi señor, de los maliciosos rumores que se han extendido respecto a la condición de ilegítimo de Bane —continuó Triano, escogiendo las palabras con cuidado—. Si arrojas al muchacho a los lobos, por así decirlo, el pueblo dará por ciertos esos rumores y dirá que intentas librarte de un bastardo. La reputación de la reina sufrirá un perjuicio irreparable. Los barones de Volkaran exigirán que os divorciéis y toméis por reina a una mujer de su clan. Los barones de Ulyndia se pondrán del lado de la reina Ana y se alzarán contra vos. La alianza que tanto tiempo y esfuerzo hemos dedicado a consolidar se desmoronará como un castillo de arena, y la consecuencia final podría ser una guerra civil.

Stephen se encogió en su asiento, con el rostro ceniciento y demacrado. Normalmente, su cuerpo firme y musculoso no aparentaba sus cincuenta años; aún se batía dignamente con los caballeros más jóvenes en los torneos, y con frecuencia derrotaba a los mejores. Pero en esta ocasión, con los hombros hundidos y la cabeza caída hacia adelante, parecía de pronto un anciano.

—Podríamos contarle la verdad al pueblo —propuso la dama Iridal.

Triano se volvió hacia ella con una triste sonrisa.

—Un ofrecimiento muy magnánimo, señora. Sé lo doloroso que eso resultaría para vos. Sin embargo, sólo empeoraría las cosas. Desde su regreso del Reino Superior, vuestra gente adoptó la sabia decisión de mantenerse apartada de la vista del pueblo. Los misteriarcas han vivido desde entonces discretamente, ayudándonos en secreto. ¿Queréis que se conozcan los terribles planes que nos tenía reservados Sinistrad? El pueblo sospecharía de todos los misteriarcas y se volvería contra ellos. Quién sabe qué terrible persecución podría desencadenarse...

—Estamos perdidos —murmuró Stephen, abatido—. Tendremos que ceder.

—No —respondió Iridal, con la voz y el porte muy fríos—. Hay otra alternativa. Bane es responsabilidad mía. Es mi hijo y quiero recuperarlo. Yo misma lo rescataré de los elfos.

—¿Piensas ir sola al reino de los elfos y rescatar a tu hijo?

Stephen apartó la mano de la frente y alzó la mirada hacia su mago. El rey necesitaba de la poderosa magia de los misteriarcas y era preferible no ofender a la hechicera, de modo que se limitó hacer una leve indicación con la cabeza para que Triano instara a Iridal a abandonar el estudio. Tenían importantes asuntos que tratar, a solas.

«La mujer se ha vuelto loca», dijo su mirada, aunque, naturalmente, las palabras no salieron de sus labios. Triano respondió con una breve sacudida de cabeza. «Escucha la propuesta de la mujer», fue su mudo consejo al rey. En voz alta, dijo:

—¿Sí, mi señora? Continuad, por favor.

—Cuando lo haya recuperado, llevaré a mi hijo al Reino Superior. Nuestra vivienda allí aún es habitable, al menos durante un tiempo.
{48}
A solas conmigo, sin nadie más que lo influya, Bane se apartará de la senda que sigue, del camino que su padre le enseñó a seguir. —Se volvió hacia el monarca e insistió—: ¡Tienes que dejarme ir, Stephen! ¡Es preciso!

—Bien, señora, no necesitas mi permiso para ello —replicó el rey con brusquedad—. Si te lo propones, puedes arrojarte de la almena más alta del castillo. ¿Qué podría hacer yo para evitarlo? Pero estás hablando de viajar a tierras elfas. ¡Una mujer humana, y sola! Te propones entrar en las mazmorras elfas y volver a salir. ¿Acaso los misteriarcas habéis descubierto un medio de volveros invisibles?

Ana y Triano intentaron contener el torrente de palabras, pero fue Iridal quien hizo callar a Stephen.

—Tienes razón, Majestad —reconoció con una vaga sonrisa de disculpa—. Iré, con tu permiso o sin él. Lo he pedido por pura cortesía, por mantener las buenas relaciones entre todas las partes. Soy consciente de los peligros y de las dificultades. No he estado nunca en tierras elfas y no tengo medios para llegar a ellas... todavía. Pero lo haré. Y no me propongo ir sola.

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