Authors: Hanns Heinz Ewers
—¿Qué? ¿Qué, Manasse? ¿No fumar más? ¿Y qué hago entonces? Tener niños, cada año uno... Gobernar la casa con toda esta pandilla... Y, además, la galopante... ¿No fumar más? —y le soplaba en la cara una densa humareda, haciéndole toser.
Él la contemplaba, un poco avinagrado, pero con cariño y admiración. Aquel pequeño Manasse era descarado como ninguno cuando estaba ante la barra; nunca le desconcertaba un chiste o una palabra aguda y cortante. Gritaba, resollaba, mordía a su alrededor sin el menor respeto y sin el más mínimo temor. Pero allí, ante aquella mujer flaca, cuyo cuerpo era un esqueleto, cuya cabeza sonreía como una calavera, y que desde hacía años, tenía un pie en la sepultura y empleaba las restantes energías en desenterrarse..., ante ella tenía miedo. Aquellos rebeldes y brillantes rizos, que todavía crecían y se hacían más fuertes y espesos, como si la misma muerte los abonara; aquellos dientes, iguales y brillantes, que oprimían con fuerza la colilla negra del grueso cigarro; aquellos ojos enormes, sin esperanza, sin anhelo, sin conciencia de su propio ardor, le hacían enmudecer, le hacían parecer más pequeño, casi tan pequeño como su perro. ¡Oh, el abogado Manasse era muy culto! Se le llamaba la enciclopedia ambulante, y no existía nada de que él no supiera dar al momento noticia exacta. Y ahora pensaba: «Ésta jura por Epicuro. Piensa que la muerte nada le importa; en tanto que ella viva, la muerta queda ausente. Y cuando la muerte llegue, ella habrá desaparecido ya.»
Pero Manasse sabía muy bien que la muerte estaba allí, aun cuando ella viviera todavía. Hacía mucho tiempo que estaba allí, que andaba de puntillas por aquella casa; jugaba a la gallina ciega con aquella mujer, marcada con su sello; dejaba gritar y loquear por el jardín a los niños, marcados como ella. Cierto que no galopaba, que iba bonitamente al trote: en eso tenía razón la señora, pero lo hacía así... por capricho, sólo porque le divertía jugar con aquella mujer y aquellos chicos hambrientos de vida, como un gato juega con los peces de una pecera.
«¡Bah, no viene todavía!», pensaba la señora Gontram, tendida en la otomana todo el santo día, fumando grandes cigarros negros, leyendo inacabables novelones y taponándose los oídos para no sentir el griterío infantil. «¡Hola! ¿Con que no estoy aquí?», decía la Muerte con una mueca, riéndose del abogado desde aquella máscara lamentable y le soplaba a la cara la densa humareda.
El pequeño Manasse la veía, la veía con bastante claridad; se quedaba mirándola y meditaba qué clase de Muerte sería en el gremio de las Muertes. ¿La Muerte de Dürer o la de Böcklin? ¿O, quizá, la alocada Muerte arlequinesca del Bosco o de Breughel? ¿O, quizá, la demente e irresponsable Muerte de Hogarth, de Goya, de Rowlandson, de Rops o de Callot?
No era ninguna de ésas. La que tenía ante sí era una Muerte tratable, una Muerte burguesa y, sin embargo, romántica; era una Muerte renana, de Rethel; una Muerte con la que se podía hablar, chistosa, que fumaba, bebía vino y sabía reír.
«Bien está que fume —pensaba Manasse—; bien está; así no hiede.»
* * *
Entonces llegó el consejero Gontram.
—Buenas tardes, colega —dijo—. ¿Ya estamos aquí? Bien está.
Y comenzó una larga historia, refiriendo minuciosamente lo que le había sucedido durante el día, en el despacho y en el tribunal.
Cosas maravillosas. Lo que a los juristas no suele pasarles en una larga vida, le ocurría al señor Gontram diariamente. Rarísimas ocurrencias, a veces bastante cómicas y divertidas, a veces sangrientas y, en gran manera, trágicas.
Sólo que... ni una palabra era verdad. El consejero sentía el mismo invencible horror a la verdad que al baño, y aun a la palangana. Al abrir la boca, mentía, y hasta dormido soñaba con mentiras. Todo el mundo lo sabía. Pero todo el mundo le escuchaba con gusto, pues sus mentirosas historias eran buenas y graciosas, y si alguna vez dejaban de serlo, lo era el modo de presentarlas.
Gontram era un buen cuarentón, de barba rizada, corta, gris y de cabellos ralos. Llevaba unos quevedos de oro pendientes de una larga cinta negra, que siempre estaban ladeados sobre la nariz y dejaban ver los miopes ojos azules. Era desordenado, sucio, y llevaba los dedos perpetuamente manchados de tinta.
Como jurista era bastante malo, enemigo de todo trabajo, abandonado siempre a sus pasantes, los cuales tampoco hacían nada más que estar con él, y, a menudo, pasaban semanas enteras sin que pudiera vérseles en la oficina; o lo abandonaba todo al jefe de la oficina y a los escribientes, los cuales sólo dormían. Y cuando despertaban, escribían una sola línea, del siguiente tenor: Protesto. Y ponían debajo la estampilla del consejero.
Éste, sin embargo, tenía un buen bufete; mucho mejor que el del agudo y mucho más sabio Manasse. Gontram entendía la lengua del pueblo y sabía charlar con la gente. Era muy popular entre todos los jueces y abogados porque nunca les ponía dificultades y dejaba que todo siguiera su curso. Se sabía que en la Sala de lo criminal y entre los Jurados su influencia era valiosísima. Una vez dijo un fiscal: «Solicito que se reconozca al acusado circunstancias atenuantes: lo defiende el señor Gontram.»
Siempre conseguía para sus clientes el reconocimiento de circunstancias atenuantes, no así Manasse, que a pesar de su sabiduría y de sus incisivos discursos, muy rara vez lo conseguía. Todavía más: el consejero Gontram había tenido un par de asuntos, grandes procesos, que llamaron la atención en todo el país. Largos años había combatido por ellos en todas las instancias, ganándolos al fin.
Entonces despertó en él, de repente, una extraña y latente energía. Aquello logró interesarle: un caso intrincadísimo, un proceso perdido seis veces, que había andado rodando de abogado en abogado, un asunto complicado con enredosos problemas internacionales, de los que no tenía la menor idea. Había conseguido, en cuarta revisión, la libertad de los hermanos Koschen, de Lennep, condenados tres veces a muerte; y la había conseguido a pesar de los aplastantes indicios. Y en el gran pleito de las minas de calamina de Neutral-Moresnet, en el que se ventilaban millones y en el que los juristas de tres naciones no habían conseguido ver claro —y Gontram, seguramente, menos que ninguno—, había obtenido, finalmente, un fallo victorioso. Desde hacía tres años llevaba ahora el proceso sobre la validez del matrimonio de la princesa Wolkonski.
Y, cosa notable, aquel hombre nunca hablaba de lo que realmente había llevado a cabo. A todo el que encontraba le llenaba los oídos con sus mentirosas hazañas jurídicas, inventadas con todo descaro, y nunca se oía de sus labios una palabra sobre lo que realmente había conseguido. Así era: sentía verdadero horror a la verdad.
—En seguida viene la cena —dijo la señora Gontram—; he preparado también un ponche... ¿Debo ir a mudarme?
—Quédate como estás, mujer —decidió el consejero—; Manasse no tiene nada que oponer.
Y se interrumpía:
—¡Santo Dios, cómo grita ese niño! ¿No puedes hacerle callar?
La mujer, a largos y lentos pasos, pasó ante él y abrió la puerta de la antesala, adonde la sirvienta había llevado el cochecito. Tomó a Wölfchen, lo entró a la sala y lo sentó en su alto silloncillo cuadrangular.
—No es un milagro que grite tanto —dijo tranquilamente—: está chorreando.
Pero no se le ocurría mudarlo.
—Cállate, diablillo— seguía diciendo—. ¿No ves que tenemos visita?
Pero Wölfchen no se contenía lo más mínimo por la visita. El señor Manasse se ponía de pie, le daba palmaditas y le acercaba el muñeco para que jugase; pero el niño lo dejaba a un lado y lloraba y berreaba sin cesar. Y Cyklop, debajo de la mesa, le acompañaba.
—Espera un poco, terroncito de azúcar, que tengo una cosa para ti —dijo la mamá.
Y sacándose de entre los dientes la negra y mascada colilla del cigarro, se la metió al chico en la boca.
—Toma, Wölfchen, que esto está muy bueno. ¿Eh?
Y el chico calló por un momento; chupeteaba, y sus grandes y sonrientes ojos resplandecían de inmensa satisfacción.
—Ahí tiene usted, señor Manase, cómo debe tratarse a los niños.
Hablaba segura y tranquila, con perfecta seriedad.
—Los hombres no entienden nada de niños.
La criada vino a anunciar que la cena estaba servida. Mientras los señores se trasladaban al comedor, fue ella, con callados pasos, hacia el niño, y le quitó de la boca la colilla.
Wölfchen comenzó a aullar de nuevo y la criada lo tomó en brazos y le meció, entonando una canción melancólica de su tierra valona; pero sin tener más fortuna que el señor Manasse. El niño lloraba y lloraba; y ella tuvo que tomar la colilla de nuevo, escupir en ella, frotarla con su áspero delantal decocina para apagarla, y volverla a introducir en la roja boca del niño.
Luego le desnudó, le lavó, le puso ropa limpia y le acostó muellemente en su camita. Wölfchen no se movía, y parecía estar tranquilo y contento. Y se durmió radiante de felicidad, con la horrible colilla negra siempre entre los labios.
¡Oh, sí! Aquella señora tenía razón. Ella entendía a los niños. Por lo menos a los niños de Gontram. Dentro, cenaban las personas mayores y el consejero hablaba. Bebieron un vinillo ligero del Ruwer y sólo al final presentó la señora de la casa el bol.
El esposo hizo la crítica con un resoplido.
—Haz que suban un poco de champán —dijo.
Pero ella colocó el bol sobre la mesa:
—No nos queda más champán para el ponche... Y en la bodega no hay más que una botella de Pommery.
Él se quedó mirándola por encima de los quevedos, con los ojos muy abiertos y sacudiendo la cabeza.
—¿Sabes que eres una mujer de tu casa? ¡Conque no tenemos champán, y no me dices una palabra! ¡Caramba! ¿Que no hay champán? Haz que suban la botella de Pommery. ¡Lástima de ponche!
Y movía la cabeza de un lado a otro.
—¡Sin champán! ¡Caramba! —repetía—. Tenemos que procurarnos en seguida un poco. Ven. Tráeme pluma y papel. Voy a escribir a la princesa.
Pero cuando tuvo el pliego ante sí, lo puso otra vez a un lado.
—¡Ah! —suspiró—. ¡He trabajado tanto durante todo el día!... Escribe tú lo que yo te dicte.
La señora Gontram permaneció impasible. ¿Escribir? Era lo único que faltaba...
—No pienso hacer tal cosa —respondió.
El consejero miró a Manasse.
—¿Qué tal, señor colega, si me hiciera usted este pequeño favor? Yo estoy tan cansado...
El pequeño abogado le miró furioso.
—¿Cansado? —dijo sarcásticamente—. ¿De qué? ¿De contar historias? Quisiera saber de qué tiene usted siempre los dedos llenos de tinta. Seguramente no es de escribir.
La señora Gontram se echó a reír.
¡Pero, Manasse! Si eso es de las últimas Navidades, cuando tuvo que firmar las malas notas de los chicos. Pero ¿por qué ponerse a reñir ahora? Dejad que Frieda escriba.
Y desde la ventana llamó a voces a Frieda.
Frieda vino, y con ella Olga Wolkonski.
—Me alegro de que tú también estés aquí —dijo el consejero saludándola—. ¿Habéis cenado ya?
Sí; las muchachas habían cenado abajo, en la cocina.
—Siéntate, Frieda —mandó el padre.
Frieda obedeció.
—Eso es. Ahora toma papel y escribe lo que yo te diga.
Pero Frieda era una Gontram legítima, y odiaba la escritura. Al momento saltó de la silla.
—No, no —gritó—. Que escriba Olga, que lo hace mejor que yo.
La princesa, que estaba junto al sofá, tampoco quería; pero su amiga sabía un medio para convencerla.
—Si no escribes —le dijo al oído—, no te presto pecados para pasado mañana.
Y el remedio obró. Pasado mañana era día de confesión, y la papeleta con los pecados resultaba aún muy poco nutrida. Si no se debía pecar en aquel tiempo de confesión, era, con todo, necesario confesar pecados, escudriñar severamente la conciencia, meditar y buscar por si quedaban todavía algunas faltas. Y, en este punto, la princesa era muy torpe, mientras que Frieda lo entendía a las mil maravillas. Su cédula de confesión era la envidia de toda la clase. Especialmente inventaba admirables pecados de pensamiento; algunas veces por docenas. Tenía esta habilidad de su padre. Podía presentar montones de pecados; sólo que, si alguna vez cometía alguno, nunca se enteraba de ello el confesor.
—Escribe, Olga —murmuró—, y te presto ocho pecados gordos.
—¡Diez! —exigió la princesa.
Y Frieda Gontram asintió. No importaba nada. Con tal de no escribir, hubiera dado veinte pecados.
Olga Wolkonski se sentó a la mesa, tomó la pluma y se quedó mirando interrogativa.
—Entonces, escribe —dijo el consejero—. «Respetada señora princesa.»
—¿Es para mamá? —preguntó la princesita.
—Naturalmente. ¿Para quién, si no? Escribe: «Respetada señora princesa.»
Pero la princesita no escribía.
—Si es para mamá, es mejor poner: «Querida mamá.»
El consejero se impacientaba.
—Escribe lo que quieras, niña; pero escribe.
Y ella escribió: «Querida mamá.» Y luego, según el dictado del consejero:
«Siento tener que participarle que nuestro asunto nada adelanta. Me da mucho que meditar, y no se puede meditar cuando no se tiene qué beber. No tenemos ya ni una gota de champán en casa. Haga, pues, el favor de enviarme, en interés de su proceso, una caja de botellas de champán para ponche, otra de Pommery y seis botellas...»
—¡De St. Marceaux! —gritó el pequeño abogado.
—«... de St. Marceaux!» —prosiguió el consejero.
«Ésta es la marca preferida por el colega Manasse, que también nos ayuda muchas veces.»
«Con los mejores saludos, vuestro...»
—Vea usted, colega —dijo—, qué injusticia me hacen ustedes. No sólo dicto la carta, sino que la firmo con mi propia mano.
Y puso su nombre al pie.
Frieda se volvió desde la ventana a la que estaba asomada.
—¿Habéis acabado? ¿Sí? Pues entonces tengo que deciros que todo eso era innecesario. Acaba de parar el coche de la mamá de Olga y ahora cruza ella el jardín.
Hacía ralo que había visto a la princesa; pero se había callado para no interrumpirlos. Si Olga recibía diez hermosos pecados, debía trabajarlos. Así eran todos los Gontram: padre, madre e hijos. Trabajaban de muy mala gana, pero les gustaba ver trabajar a los demás.
La princesa entró, gorda, de carnes fofas, con grandes brillantes en los dedos y en las orejas, en el cuello y en los cabellos; de una ordinariez sin límites. Era una condesa o baronesa húngara que había conocido al príncipe allá en Oriente. Era seguro que se había consumado el matrimonio. Pero también era seguro que, desde el principio, las dos partes habían procurado engañarse mutuamente. Ella quería hacer reconocer la legalidad de aquel connubio, que, de antemano, sabía que era imposible por ciertos motivos. Y él, el príncipe, quería invalidarlo, basándose en pequeños defectos de forma, a pesar de tenerlo por posible. Una red de mentiras y supercherías: un verdadero festín para el señor Sebastian Gontram. Todo vacilaba. Nada estaba seguro. La más pequeña afirmación era rebatida por la parte contraria. Cada sombra de legalidad quedaba anulada por la legislación de otro estado. Sólo un hecho quedaba en pie: la princesita. Tanto el príncipe como la princesa se reconocían sus padres y pretendían para sí el fruto de aquel extraño matrimonio, sobre el que recaían tantos millones. Por de pronto, la madre llevaba ventaja: tenía el derecho de posesión.