El capitán Pineda se hallaba en el pabellón de la cocina. En las estancias del país, la entrada al casco solía hacerse por atrás, en medio del desparramo doméstico. Pineda disfrutaba de la confianza de don Armando, lo que eliminaba cualquier protocolo entre ellos. Por otro lado, era un hombre de armas, acostumbrado a la vida rústica, y se habría sentido incómodo si lo tratasen como a un visitante ilustre.
Francisco lo tenía entre ojos desde la vez del rescate de Elizabeth.
—Buenas —masculló antes de desmontar. El capitán lo saludó con fría cortesía.
—Muchacho, no pensaba que vendrías el primer día de tu luna de miel —bromeó Armando Zaldívar.
Pineda, al tanto ya de los acontecimientos, ofreció sus buenos augurios.
—El capitán me estaba informando de los movimientos del gobierno —repuso don Armando, ignorante de la tirantez— y yo le retribuyo contándole de nuestros nuevos huéspedes —e hizo un ademán hacia las tierras donde se aposentaba Quiñihual.
—Necesitaría dos hombres de patrulla para proteger la casa del monte, Armando. No me quedo tranquilo si mi esposa se encuentra sola allá.
—Por supuesto. ¡Faustino! ¡Silvio!
Dos peones acudieron al llamado del patrón, ajustándose las fajas. En tiempos como esos, todo hombre estaba listo para lo que fuera, y a ello se debía, en gran medida, el aparente desorden en movimiento de las estancias fronterizas.
—Monten y vayan ahora mismo a los campos de los espinillos, a custodiar. Sobre todo, no pierdan de vista la casita del monte, donde ahora vive la señora de Peña y Balcarce.
El nombre con que Armando Zaldívar proclamaba que Elizabeth era suya sonó en los oídos de Fran con retumbo de placer mezclado con culpa. No pensaba aclarar las cosas en presencia de extraños. Ya vendría el momento en que todos supiesen que él no era más un Peña, sino un Balcarce a medias, una combinación de la sangre india con la criolla de una de las familias más ilustres. Al capitán Pineda no le incumbía nada de aquello.
El milico observaba a Francisco con intriga.
—Así que de ahora en más vivirá por acá —dijo.
Fran ató las riendas de Gitano al palenque y asintió, pensando en otras cosas. Se preguntaba si dos hombres serían suficientes como custodia.
—Muy valiente ha de ser su mujer si se atreve a quedarse en territorio de frontera —siguió comentando, como al pasar.
La mención de Elizabeth arrancó una mirada feroz a Francisco. Si ella estaba viva, no era gracias a la ayuda de aquel hombre.
—Lo digo porque la gente del gobierno está temiendo una represalia de Calfucurá, ese demonio del desierto, y usted vio cómo son esos salvajes, nunca se sabe de dónde vienen ni qué intenciones traen. A propósito, lo veo muy asimilado, señor. Hasta viste como ellos.
La audacia del capitán no conocía límites. Si él hubiera sido el hombre que antes era, le haría tragar sus palabras, aplastándolo como a un insecto. El peón en el que se había convertido no le permitía reaccionar como su sangre le pedía.
—A veces —replicó mordaz— la línea que nos separa de los "salvajes" del desierto es muy fina, capitán.
La respuesta no satisfizo al militar, que lo miró enconado. Las advertencias de su baqueano todavía repicaban en sus oídos: "El señorito ese no es lo que parece."
Zaldívar intervino, sin dar muestra de captar las ironías:
—Las noticias frescas dicen que los indios están resueltos a impedir que la frontera avance hasta el río Negro. Y ya se habla en Buenos Aires de la necesidad de construir una zanja que nos separe de los malones. El vicepresidente Alsina tiene muchas ideas, aunque Sarmiento no lo deja actuar como él querría. Me pregunto si una fortificación de tal magnitud será la solución.
—Vea, don Armando —dijo Pineda—. Con todo respeto, la gente de la ciudad poco y nada sabe de lo que se vive acá, en la frontera. Tal vez ese señor Alsina crea que es fácil construir una zanja de lado a lado para frenarle las patas al indio, pero a fe mía que antes de que pueda cavarse una sola fosa ya tendrán a los rebeldes encima, pasándolos a degüello. Es que los desgraciados tienen el apoyo de los estancieros chilenos y de los comerciantes, que salen ganando con sus correrías. Guerra ofensiva, no defensiva, eso es lo que debe hacerse, digo yo.
Francisco evocó la imagen del caudillo Alsina y recordó haberlo visto frecuentando los piringundines de los suburbios, oliendo a colonia. Más de una vez se había cruzado con su figura corpulenta y atractiva. Si ese hombre se había empeñado en construir una zanja, lo haría sin lugar a dudas, pese a los recelos del capitán Pineda y de cualquier otro milico de los fortines. Los porteños no estaban tan ausentes de lo que ocurría en el interior del país, mucho menos de lo que ocurría en las ricas tierras de Buenos Aires.
El capitán Pineda parecía esperar algún retruque de Francisco que no se produjo y, entonces, decidió partir. Su figura se perdió entre las lomadas junto con el eco de los cascos.
—Es un buen hombre —comentó Armando, conciliador—. Un poco rústico, pero de ley.
Fran no quiso comentar lo que pensaba del capitán y de su baqueano; eran cuestiones suyas. El resto de la jornada transcurrió sin sobresaltos. La tribu de Quiñihual no se dejaba ver y los hombres de Zaldívar cumplían sus tareas con la eficacia de siempre. Francisco acompañó al patrón en su recorrida, observando los campos de pastoreo en los que Zaldívar pensaba sembrar nuevas praderas para el engorde. La carne enfriada era aún una mera posibilidad, aunque en el extranjero ya se hablaba de buques frigoríficos. Había que adelantarse a los acontecimientos, regla primera para un productor. Francisco intuyó que Julián había elegido partir antes del amanecer para evitar el encuentro. También captó tristeza en el hombre que cabalgaba a su lado y lamentó no poder aliviarla, pues él mismo se torturaba con la culpa. Discutieron sobre los planes de inmigración de Sarmiento, compartidos por otros progresistas de Buenos Aires, como Avellaneda y Alberdi. El padre de Julián tenía ideas claras al respecto sin ser obstinado, lo que le daba ventaja sobre algunos ganaderos recalcitrantes que ya habían plantado pie de guerra contra el gobierno. A Francisco le agradaba participar en los proyectos de don Armando. La vida de campo tenía una cualidad sanadora que él necesitaba con desesperación. Lo único que le preocupaba era que Elizabeth no sintiese lo mismo y que, tarde o temprano, sucumbiese a esa necesidad femenina de distraerse con frivolidades o conocer lugares nuevos. No se había dado cuenta de hasta qué punto su aislamiento lo había convertido en un ermitaño.
Al atardecer se encaminó hacia el monte sin compartir el mate de los peones. Estaba ansioso por ver a su esposa y ninguno lo criticó por ello. Desde lejos avistó una luz en la ventana y esa visión cálida lo reconfortó. ¿Así se sentirían los esposos en cada regreso al hogar? Se preguntó qué sorpresa le tendría preparada su mujercita, si habría buscado flores para adornar los rincones o estaría bordando un mantel para engalanar la mesa. Quizá hubiese puesto la muñeca sobre uno de los baúles del dormitorio. Eso le agradaría. Sintió cierto nerviosismo al pensar en su regalo. Imaginó de qué modos ella se lo agradecería y su ingle palpitó, traicionera. Elizabeth no estaba en el comedor, ni tampoco en la cocina guisando, como la había imaginado. Cachila lo saludó con una sonrisa nerviosa y siguió enredada en sus quehaceres. Fran dirigió sus pasos hacia el dormitorio y la halló sentada sobre la cama, inclinada sobre algo que tenía en su regazo. Llevaba un vestido que él no le conocía, estampado con flores azules. Estaba tan ensimismada que no advirtió su llegada. "Ni siquiera oyó al caballo", se sorprendió Francisco. Tendría que recomendarle que estuviese más atenta, dadas las circunstancias. Miró a su alrededor, buscando la muñeca, y no la encontró. Eso lo decepcionó, pues esperaba que ella hubiese abierto el paquete.
Elizabeth se sobresaltó al verlo, y se llevó la mano al pecho.
—
¡My God!
—exclamó—. Me asustaste.
—Ya veo. ¿Qué hacías tan entretenida?
La joven cerró el libro que estaba leyendo con un atisbo de inquietud que Fran percibió de inmediato, aunque nada dijo.
—¿Qué lees? ¿Alguna receta de comida, quizá? Porque no vi nada preparado en la cocina.
Si pretendía hacerla reír con ese comentario, no lo logró. Elizabeth se puso de pie y caminó hacia el baúl de su lado de la cama. Guardó el libro y se volvió, dispuesta a ocuparse de los asuntos domésticos.
—Le dije a Cachila que cocinase unas verduras mientras yo ordenaba un poco aquí. Doña Inés me envió por la mañana una cesta llena de comida. Debo ir a agradecérselo. La verdad es que me siento perdida sin lugares donde hacer las compras, ni despensa para organizar los alimentos. Iré acostumbrándome de a poco.
—Eso espero. Tal vez quieras pasar el día de mañana en la casa grande. Supongo que, dentro de poco, doña Inés volverá a la ciudad, y pueden aprovechar el tiempo juntas.
La idea iluminó el rostro de Elizabeth.
—Lo decidiré mañana —respondió, y pasó a su lado rumbo a la cocina.
Francisco se quedó de pie, sintiéndose un tonto por haber esperado un recibimiento especial. ¿Acaso lo merecía, sólo por haberle comprado algo que ella en secreto deseaba? El matrimonio lo estaba reblandeciendo, obligándolo a pensar cosas ridículas.
Desde la cocina le llegó el murmullo de la conversación femenina: su esposa enseñaba a Cachila cómo hervir las verduras sin ablandarlas demasiado. Después de la cena, la sirvienta se retiró a su improvisado lecho y ellos quedaron bebiendo té en el comedor.
—Tenemos que construir un apartado para Cachila —comentó Elizabeth—. No puede seguir durmiendo en el suelo.
—Sospecho que estará acostumbrada.
Ella lo miró con aire reprobatorio.
—Aun así, se puede mejorar, creo yo.
El silencio reinó de nuevo, roto sólo por el tintineo de la taza.
—Hice una lista.
Fran miró a su esposa con interés.
—Anoté algunas cosas que necesito, de esa ciudad que dijiste.
—Los Padres de la Laguna.
—Sí. ¿Queda lejos?
Fran se encogió de hombros.
—Todo aquí queda lejos.
Elizabeth ignoró su poco entusiasmo y prosiguió, mientras sacaba del bolsillo de su vestido un trozo de papel.
—Si hay un almacén, espero que tengan estos artículos.
Francisco tomó el papel que le extendió. Las cosas mencionadas no eran del consumo diario, como él esperaba. Había papel de carta, sobres, tinta para lacre, una pluma de tal por cual, un tintero, una pizarra, tizas, una esponja vegetal y un ovillo de hilo.
Levantó la vista, suspicaz.
—¿Piensas dedicarte a escribir todo el día?
—Voy a ir organizándome para cuando empiece a tener alumnos —contestó Elizabeth con suavidad, al tiempo que recogía las tazas.
Fran respiró con fuerza y contuvo un arrebato de ira. Ella lo desafiaba. Sabía que no veía con buenos ojos que trabajase estando casada y, sin embargo, actuaba en abierta oposición a sus ideas. Esperó a que regresara de la cocina y atacó de nuevo:
—Creía que habíamos dejado en claro unas cuantas cosas.
Elizabeth acomodó el jarrón desportillado, devolviendo a la mesa el aspecto de mueble aparador.
—Tú las dejaste en claro. Yo no expresé mi opinión —respondió.
Francisco entrecerró los ojos, calibrando el humor de su esposa. Ella era una mujercita de engañosa fragilidad.
—Esto no es Buenos Aires, Elizabeth, y mucho menos Boston. Aquí la gente no es tan civilizada ni tiene los mismos intereses que en otras partes. Están más preocupados por sobrevivir que por leer libros.
—Eso es lo que debe cambiar, justamente —porfió ella—. No podemos conformarnos con llevarnos el pan a la boca y sobrevivir. Tenemos que atacar todos los frentes al mismo tiempo.
Casi se echa a reír al escucharla hablar en términos militares.
—¿Atacar todos los frentes? ¿Acaso crees que estás dirigiendo un fortín? ¿De dónde sacas que los paisanos van a mandarte a sus hijos a través de la frontera para que aprendan unas letras o unos cálculos, corriendo el riesgo de quedar aplastados bajo los cascos de los malones? Ya te lo dije una vez hace mucho, Elizabeth, la pampa no es un lugar de recreo como parece que te empeñas en creer. Los niños aquí se hacen hombres de un día para el otro y sus padres los necesitan para la labor diaria. Arrean animales, alimentan a las gallinas, venden los huevos, siembran la huerta si la tienen, y cuando llegan a una edad suficiente, se mandan a mudar, conchabados en alguna estancia o en las levas del ejército.
El tono despectivo con que Francisco aludía a su magisterio, llamándolo "letras y cálculo", acabó con la poca paciencia de Elizabeth. Había pasado un día fatal tratando de acomodar la casa, que se llenaba de tierra al tiempo que la limpiaba; tuvo problemas para elaborar la primera comida porque la cocinita de hierro estaba tapada y hubo que recurrir a uno de los hombres de la custodia para que las ayudara. Cachila tenía buena voluntad, pero era muy joven y algo torpe, la mitad de las cosas había que explicárselas con detenimiento, corriendo el riesgo de que las hiciese mal, después de todo. Además, era una jovencita sensible que a primera hora de la tarde rompió a llorar, creyendo que "la patrona" la iba a despachar vendiendo almanaques por inútil. Le costó un mate cocido y una hora de charla convencerla de que no iba a desprenderse de ella sino que, juntas, aprenderían a manejar esa casa de la mejor manera. Luego descubrió que ni Cachila ni sus hermanos sabían leer, de modo que tomó la determinación de empezar la caridad por casa y ello la condujo a escribir la lista de artículos. Al final del día, se sentía descompuesta y desaliñada, deseaba un baño tibio y un momento a solas. La casita del monte era pequeña y de continuo se tropezaba con Cachila en sus idas y venidas.
Para colmo, su esposo había llegado más temprano de lo previsto, descubriéndola en un instante de intimidad. No pudo dar rienda suelta a su malhumor y ahora estaba pagando las consecuencias.
Se levantó de su silla, enfrentando a Francisco con las manos en la cintura, combativa.
—En primer lugar —siseó—, yo enseño algo más que letras y números. Soy maestra normal, no sé si sabes lo que eso significa. Si vine a parar aquí fue por un error, pues mi misión es la de formar futuros maestros, no deletrear frases o dibujar palotes. No me quejé de mi situación porque la consideré inevitable, dada la pobreza intelectual de la región. Si se podía sacar de la brutalidad a esos pobres niños de la laguna, lo haría. El que sabe lo más, sabe lo menos. Y no soy tan remilgada como para negarme a enseñar el alfabeto por el hecho de estar preparada para niveles superiores. En segundo lugar, estoy esperando un bebé, no estoy enferma ni impedida, de modo que dar clases no es un trabajo forzado. Soy lo bastante sensata como para saber qué me conviene y qué me perjudica.
Never, never in my life,
supuse que el casamiento significase abandonar mis proyectos ni mis sueños. No sé a qué estará usted acostumbrado, señor, pero en mi país la mujer que se diploma es respetada igual que un hombre. Claro que estamos hablando de una tierra civilizada, como bien lo puntualizó, y no del imperio de la barbarie. ¡Cuánta razón asiste al presidente Sarmiento cuando dice que el mal de esta tierra está en las viejas costumbres, que se niegan a desaparecer y dejar paso al conocimiento y a las ciencias! Pobre hombre, lidiando con fantasmas del pasado, cómo lo comprendo, es la falta de luces lo que mantiene a este país en condiciones bárbaras, y así se quedan empantanados en la violencia. Pues bien, señor, sepa que a los ejércitos deben suceder las escuelas. Así está ocurriendo en mi país y así deberá ocurrir aquí, a menos que prefieran desaparecer de la faz de la tierra.