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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (82 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—¿Lo sabía, Fran? —indagó su madre con dulzura—. ¿Lo sabe ahora mismo?

Francisco apretó los dientes. No había sido capaz de sincerarse por miedo a que Elizabeth lo rechazara.

—No se lo has dicho —le reprochó.

—Lo sabrá a su debido tiempo.

—No me cabe duda —contestó con cierta ironía Dolores—. Sin embargo, la mentira no es un buen comienzo, hijo. Fíjate lo que sucedió conmigo y con Rogelio. Construimos una gran mentira a nuestro alrededor, por miedo al desprestigio y al rechazo de nuestros amigos. ¿Qué ganamos con eso? Fran —insistió con suavidad—, sé honesto con tu esposa, confía en ella. No le reconoces ningún mérito si la supones vana o interesada. Elizabeth ha demostrado tener grandes virtudes. ¿Por qué no hablas con ella y le cuentas tus temores?

Fran suspiró, derrotado. Las mujeres eran un problema, tanto si exigían como si rogaban.

—Dispense, madre. Este asunto lo manejaré a mi manera.

Dolores alzó la barbilla en un rapto de altanería y no respondió. Fran era duro de roer y ella no tenía más ascendiente sobre él que su cariño de madre. Ningún razonamiento penetraría su coraza. Si alguien podía hacerlo, era su nueva esposa. Dolores rogaba que tuviera con su marido la misma paciencia que demostraba con sus alumnos.

Elizabeth no puso reparos a las nuevas condiciones de vida. Fran se había limitado a explicarle que por el momento él continuaría en El Duraznillo trabajando codo a codo con Zaldívar. No le dijo nada sobre sus planes en el futuro, ni le preguntó su opinión.

Vestida con un simple traje de sarga gris y el infaltable sombrerito, que Fran contempló con aprensión, Elizabeth se encaminó hacia su nuevo hogar. Mientras la miraba abrazar a su madre y a doña Inés, Francisco percibió cierta fragilidad en su esposa que lo alarmó. Luego, al observar la ternura con que Julián le besaba la mejilla, sintió celos y el absurdo deseo de alejarla de todo lo conocido por ella hasta entonces.

—Dios te bendiga —murmuró Elizabeth al oído de Julián.

Por toda respuesta, él la retuvo un momento entre sus brazos, transmitiéndole su apoyo y despidiéndose en silencio. Al día siguiente partiría rumbo a Buenos Aires a preparar su viaje. Todavía le quedaba la ingrata tarea de comunicárselo a sus padres.

Dolores Balcarce sostuvo las manos de su nuera y, mirándola a los ojos, le dijo:

—Ahora eres mi hija y yo, tu madre. Todo lo que necesites de mí lo tendrás. Y si algún día ese hijo mío te da dolor de cabeza, no dudes en recurrir a mí. Además —susurró en confidencia—, me verás seguido cuando nazca mi nieto. No veo la hora de convertirme en abuela.

Elizabeth abrazó a todos como si fuese a partir rumbo a un país lejano. Francisco la aguardaba con impaciencia, montado en su tordillo. Había accedido a llevar consigo a una empleada de la estancia, Cachila, para que ayudase a la recién casada a instalarse. Se decía que era sólo por un tiempo, pues Elizabeth debería acostumbrarse a vivir como esposa de un hombre de campo, no como una dama de refinados salones.

Abandonaron los patios de la estancia cuando ya el cielo se tornaba violáceo y, al llegar a la "casita del monte", como le decían a aquella vivienda alejada, despuntaban las primeras estrellas.

La casa era cuadrada, sin tejas ni alardes de arquitectura, muy parecida a la pulpería del camino. Gozaba de cierto encanto otorgado por el entorno: un monte de espinillos que cubría el repecho de una colina y las sierras del Tandil coronando la distancia. La oscuridad de la noche la volvía triste, sin embargo, pues no había luces en el zaguán ni flores en las ventanas. Cachila resultó ser una muchacha entusiasta. Tomó la responsabilidad de acompañar a "la señora" como una tarea que la elevaba de categoría y se dedicó a ella con devoción. Saltó del carro y corrió hacia la casita, sujetándose la falda para no enredarse con las matas, mientras anunciaba a los gritos que ella se encargaría de iluminar el camino con un mechero.

El interior era más simple aún: todas las habitaciones daban al zaguán de la entrada, embaldosado de rojo; los cuartos sólo estaban encalados y las ventanas carecían de postigos. "Al menos, tenemos dos dormitorios", se dijo Elizabeth, pensando en Cachila. No se le pasó por la cabeza que la muchacha durmiera en un jergón sobre el piso de la cocina, como la propia Cachila tenía decidido. Los muebles eran de rústica madera y, al igual que en casi todas las viviendas de campo, las paredes estaban llenas de ganchos para colgar lo indispensable. Elizabeth tomó nota de poner algunas láminas de sus días en la escuelita.

—Encenderé un fuego —anunció Fran a su espalda, sobresaltándola.

El frío se había enseñoreado de la casa vacía. Elizabeth se quitó el sombrerito y la chaqueta, dispuesta a iniciar sus tareas domésticas.

—¿Qué haces? —la increpó Francisco. Nuevo sobresalto.

—Sólo iba a limpiar un poco para colocar nuestras cosas.

—Déjalo. Que lo haga Cachila, para eso vino. Acércate al fuego —ordenó.

Elizabeth frunció el ceño y se aproximó al rincón de la chimenea. Las llamas dieron calidez al ambiente, aunque también iluminaron la desnudez del cuarto. La joven repasó mentalmente una lista de lo que haría falta para darle a esa pieza calor de hogar.

—¿Cómo te sientes? —la interrumpió otra vez Francisco.

De sobresalto en sobresalto, ese hombre no le daba tregua. Ella frotó sus manos delante del fuego antes de responder.

—Cuando nos instalemos me sentiré a gusto, como en casa.

"Mentirosa", pensó él.

—Nos instalaremos de a poco —sentenció—. Haré traer algunas cosas de la ciudad de los Padres de la Laguna pero no te ilusiones, que aquí en el campo sólo se usa lo necesario, todo lo demás es superfluo.

Elizabeth frunció aún más el ceño y siguió calentándose las manos sin decir palabra.

—Esta casa era de un puestero que se mandó a mudar sin aviso. Los inviernos son crudos y se ve que no pudo soportarlos, sobre todo si tenía mujer. Las mujeres suelen tener fantasías sobre la vida en estos parajes, creen poder convertirlos en jardines y luego sentarse a contemplarlos desde una ventana con encajes, bordando en bastidores. La realidad les demuestra que la pampa se traga todo.

Elizabeth no podía creer lo que oía. ¿Qué pretendía su nuevo esposo? ¿Asustarla? ¿Castigarla? Una furia creciente la dominó y apretó los labios.

—Ya sabes que no puedo ofrecerte más que techo y comida —prosiguió, implacable, Fran—. El anillo de mi abuela es mi única herencia, todo lo demás es trabajo por hacer. Iré todos los días a recorrer la estancia, haciendo de capataz en el mejor de los casos, de peón en el peor. Zaldívar sabe que estoy a su disposición para lo que necesite. No te dejaré sola, sin embargo. Mañana, cuando llegue al casco principal, enviaré a dos hombres que se turnarán para vigilar esta parte del terreno. Si bien el fortín se encuentra cerca, no hay que descuidarse. El indio es taimado y ataca cuando menos se lo espera.

Fran se interrumpió de pronto, consternado al recordar que él también era un indio. Elizabeth contempló en silencio el perfil adusto de su esposo. Vio sus rasgos, recortados con mayor crudeza a la luz del fuego. Observó sus labios apretados, la mandíbula contraída, la fijeza de su mirada, tan extraña. A pesar de la furia que le provocaban sus embates, sintió una oleada de ternura por ese hombre solitario.

"Se desprecia", pensó. "Quiere que yo también lo haga." Esa súbita comprensión ahogó las duras palabras que pensaba decirle y optó por actuar como si nada le hubiese afectado.

—Veré si Cachila puede prepararnos un chocolate antes de dormir —dijo, y salió rumbo a la cocina, dejando a Fran sumido en sus pensamientos.

Más tarde, él se sorprendió al descubrir que entre las dos habían organizado el dormitorio: los baúles de viaje flanqueaban la cama, cubiertos con mantas, y una lámpara de querosén iluminaba el zaguán desde la entrada. Francisco comprobó que Elizabeth había resuelto de manera práctica la ubicación de los pocos muebles, dejando más espacio para transitar de un cuarto al otro. La mesa de comedor había sido arrimada a la pared y sobre ella, un jarrón contenía varas amarillas y cortaderas. Pobres intentos de hacer un hogar de una casa destartalada que tuvieron, sin embargo, el poder de ablandar el ánimo de Francisco.

—Se ve distinto —comentó.

Elizabeth sintió un chispazo de ira que contuvo al instante. ¿Sólo eso diría ese hombre?

—Se verá mucho mejor cuando terminemos de decorarla —contestó, con aire resuelto.

Cachila se había escabullido con discreción, así que estaban solos en el dormitorio. La cama se hallaba cubierta con una colcha de retazos de colores. Francisco pasó la mano sobre el tejido.

—¿Y esto?

—La hice yo —respondió, orgullosa, Elizabeth—. En mis ratos libres.

Fran la miró con incredulidad. Jamás la había visto haciendo manualidades de ninguna clase, aunque sabía que trabajaba duro con los niños en el aula.

—Voy a pedirle al Padre Miguel que me envíe la bibliotequita que nos regalaste —siguió diciendo—. Al menos, mientras no sepa dónde dar mis próximas clases, la pondré aquí —y señaló un rincón desnudo del cuarto.

—¿Tus clases? ¿Qué clases?

—Las que pienso dar cuando me asiente. Supongo que por aquí habrá niños a quienes...

—Ni se te ocurra. Olvídate de las clases. Ahora eres una mujer casada y tu tarea es mantener esta casa limpia y ordenada.

Aplacar la ira se estaba volviendo cada vez más difícil. Elizabeth suspiró, mientras se sentaba en el borde de la cama y se quitaba las hebillas del pelo. Fran, de pie en el quicio de la puerta, la contemplaba sin saber qué hacer ni decir. La idea de que ella trabajase no se le había cruzado por la cabeza, a pesar de que su situación no era ventajosa. A decir verdad, al tomar la decisión de casarse con la señorita O'Connor, no se había imaginado nada más que tenerla a su disposición, calentándole la cama. Hasta el momento, no había pedido nada más a las mujeres. Debió sospechar que, con Elizabeth, la situación sería diferente.
Ella
era diferente a todas las mujeres que había conocido. ¿Qué otra habría dejado una vida confortable en su país para aventurarse en tierras hostiles y ocuparse de niños olvidados?

—Supongo que puedo esperar a que nazca el bebé —repuso la esposa con falsa dulzura—. Aunque falta mucho para eso y me siento en perfecto estado. No creo que leer o escribir me provoque daño. ¿Acaso los peones de la estancia no tienen niños? ¿Asisten a alguna escuela?

Al tiempo que hablaba, Elizabeth seguía quitándose las prendas una a una, con exasperante lentitud y asombrosa indiferencia por el hombre que la observaba, mudo y de pie.

—Mañana, cuando vayas a la casa principal, pregúntale a doña Inés si puede reunir a los peones de más confianza y lograr que sus hijos asistan a clases. Sé que no puedo pretender seguir en el plan de enseñanza del Presidente porque... bueno, las circunstancias cambiaron, pero al menos me sentiré útil enseñando a los niños. Es lo que mejor hago —añadió, sacándose la blusa y mostrando una camisa que transparentaba la ropa interior. Fran tragó saliva.

—Sé también que no podrán pagarme, aceptaré lo que sus padres quieran ofrecer. De seguro nos vendrán bien huevos frescos, miel, dulces o tortillas. Estoy preparada para manejarme de ese modo. Allá en mi tierra, las maestras comentan que se les paga en especie, porque no tienen dinero —y Elizabeth dejó deslizar la falda del traje, mostrando unas enaguas que se adherían a las curvas de su trasero.

Fran contuvo la respiración. Era un hombre experimentado, conocía todas las calidades de ropa interior femenina, no debería conmoverlo ver unas enaguas de puntilla y, sin embargo, la visión de la recatada señorita O'Connor desvistiéndose ante sus ojos le resultó excitante.

Elizabeth ignoró a su esposo cuando se subió el ruedo de la enagua para desenrollar las medias de seda; al llegar al zapatito, desprendió los botones con lentitud, como si requiriese mucha concentración. Por fin, se volvió hacia él.

—Ayúdame, por favor —dijo, y le mostró los corchetes del corpiño de encaje que doña Inés había insistido en comprarle.

Era una prenda pensada para la seducción, inconcebible bajo las ropas de institutriz que llevaba siempre la señorita O'Connor. ¿Acaso ella escondía esos primores disimulados bajo los cuellos altos, las faldas sin adornos y los chales que le conocía?

Los dedos de Fran temblaron un poco al tocar la espalda de Elizabeth. La tibieza de la piel se transmitió a sus manos y se encontró torpe en sus intentos de desnudarla. Eso le molestó.

—Ya está —dijo con brusquedad—. El resto puedes hacerlo sola.

Ignorando la descortesía, impropia de un recién casado, Elizabeth colgó las prendas de uno de los ganchos mientras decía:

—Mañana buscaré ramas apropiadas para hacer un perchero.

Luego levantó los brazos para quitarse el
bustier,
dejando que sus pechos desbordaran el escote. La maternidad había agrandado sus senos, de por sí voluptuosos. Francisco no podía despegar los ojos de las curvas de su esposa y al ver cómo el cabello rojizo caía en cascada sobre la espalda desnuda experimentó tal tirón en la ingle que temió desgraciarse allí mismo. Había imaginado una noche de bodas donde él fuese el conquistador, tomaría lo que le correspondía por derecho y cumpliría su papel. No pensó jamás que sería seducido por su propia esposa, la maestrita remilgada de la que él siempre se había burlado.

La joven se inclinó sobre una pila de ropa y extrajo un camisón y una bata que hacía juego.

—Deja eso —dijo de pronto Fran, con voz ronca.

Ella aguardó, de espaldas, conteniendo el aire.

—Quiero verte así, desnuda.

Las palabras cayeron sobre Elizabeth como una avalancha de sensaciones. Su corazón latió de prisa, las manos temblaron y una oleada de rubor cubrió sus pómulos y su cuello. Desde atrás, el aliento de Fran entibiaba su nuca.

—Estás muy hermosa —murmuró—. No te lo había dicho.

Elizabeth sonrió apenas. ¡Por fin un atisbo de normalidad en el temple de aquel hombre tan duro con los demás como consigo mismo!

—¿En serio? —susurró ella.

Por toda respuesta, Fran tomó su cintura con ambas manos y midió su tamaño, más agrandado. "Crece", pensó, aunque no lo dijo. Quizá Elizabeth no deseara pensar en el bebé en esos momentos. Sabía que las mujeres, al ser madres, perdían algo de sensualidad, ocupadas en alimentar a sus hijos y en velar por ellos. Esperaba que en Elizabeth, tan práctica en tantas cosas, ese tiempo no durase mucho. De repente se sentía muy atraído por su mujer, la veía con nuevos ojos, más atrevida, más consciente de su feminidad que antes. Dejó que sus labios recorriesen el hueco que se formaba entre el hombro y el cuello, humedeciéndolo y creando un agradable cosquilleo. El estremecimiento de Elizabeth le confirmó que lo había logrado.

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