—Jamás —dijo de pronto Dolores, con voz firme y expresión feroz—. No dejaré que te vayas sin saber adónde, no importa lo que digan los demás. Ni siquiera me importa lo que diga mi esposo. No volveré a pasar por este calvario.
La determinación en el tono de su madre sorprendió a Francisco. Dolores daba la impresión de ser una mujer sufrida y dulce, incapaz de rebelarse, muy distinta de la fogosa hembra que lo taladraba con sus ojos y apretaba sus manos con fuerza. Mientras decidía de qué manera convencerla, se escuchó una voz tajante detrás de ellos.
—¿Qué pasa aquí?
Rogelio Peña entró en el dormitorio con su habitual prepotencia. Fran se desprendió de los dedos de su madre y se incorporó con lentitud, enfrentando al hombre que lo había condenado al desamor desde hacía mucho tiempo. Peinaba más canas y se veía avejentado, aunque conservaba el porte desdeñoso. Rogelio Peña, a su vez, se sintió inseguro ante aquel mozo imponente que ya no vestía ropas elegantes, sino que se mostraba en toda su cruda realidad de mestizo. ¿Le habría contado algo su esposa? Miró a Dolores, que había recuperado su aire doliente y los contemplaba, temiendo el enfrentamiento. No, no había sido capaz. Bien, eso lo favorecía, sería él el encargado de gritar a la cara del bastardo su verdadera condición. Nada lo aliviaría más en ese momento. Hundió las manos en los bolsillos del saco como si se aprestase a una charla trivial y rodeó la cama para ubicarse más lejos de Francisco. Algo en la mirada del joven le provocaba inquietud.
—Supongo que habrás venido por el dinero —comenzó diciendo, seguro de haber dado en la tecla, pues medía a todos con la misma vara de su mezquindad. Ignorando la fiereza de Fran, prosiguió, en el mismo tono de superioridad:
—Supe que lo harías, tarde o temprano. Todos vuelven, cuando se trata de llenar el buche.
—Rogelio... —susurró Dolores.
—Calla, mujer. Sabes bien que "tu" hijo ha sido criado en la abundancia y no está acostumbrado a los padecimientos. Está claro que no le ha ido muy bien en su intento de independencia —y Rogelio Peña lanzó una mirada significativa a las ropas viejas de Francisco—. Por otro lado, entiendo que todavía no le has dicho por qué no tiene derecho a vivir en esta casa.
Dolores se estremeció y Fran advirtió que su padrastro producía una suerte de temor reverencial en ella, capaz de anularla e impedirle desarrollar su verdadera personalidad, la que había aflorado un instante atrás. La rabia que ese descubrimiento le produjo le hizo apretar los puños con fuerza.
—Lamento ser quien te diga esto, muchacho —y en el tono satisfecho se evidenciaba que no lo lamentaba en absoluto—, pero tu madre ha cargado con esta vergüenza demasiado tiempo. Es necesario que asuma la verdad de los hechos, así como es necesario que sepas por qué, pese a haberte alimentado y vestido durante tantos años, no puedo considerarte hijo mío. No soy tu padre, aunque esa circunstancia por sí sola no impediría que heredaras mi fortuna, tarde o temprano. Muchos hombres cargan con hijos de otros, sobre todo si se casan con viudas jóvenes. No es el caso.
Mientras hablaba, se paseaba por la habitación tocando los objetos con aparente interés, como si buscase pretextos para decir una verdad demasiado cruda, delicadeza que tanto Francisco como su madre sabían que Rogelio Peña no tenía.
—El caso es —prosiguió, gozando de la expectativa— que tu madre aún no te llevaba en su vientre cuando me casé con ella.
Fran aguzó la mente, tratando de liberarla del odio que aquel hombre le despertaba, para estar atento a la verdad fundamental de su vida. Dolores, todavía sentada en el borde de la cama, suspiró y bajó la cabeza.
—En efecto, me casé con una mujer virgen, como debe ser. Y tuve mi privilegio, como corresponde a un hombre de bien.
Fran tuvo que hacer acopio de todo su control para no apretar con sus dedos el cuello de aquel miserable, que exponía las intimidades de su madre de modo tan descarado. Dejó que prosiguiera, en parte por la curiosidad que lo angustiaba y también porque había perdido el dominio de sus miembros. Se hallaba petrificado en un muro de rabia y dolor.
—A poco de casarnos, envié a tu madre a un viaje al interior para que conociera al resto de mi familia, y la desgracia quiso que su carruaje fuera atacado por un malón a la altura de Mercedes. Yo no supe nada de esto hasta que, por medio de un capitán del fuerte, se me informó que mi esposa había sido raptada por un cacique muy respetado entre su gente por su salvajismo y su crueldad con los blancos. Como te imaginarás, supuse lo peor y por un tiempo viví una especie de luto, ya que todos saben la suerte que corren las cautivas. No obstante —y aquí Rogelio hizo una pausa, jugando con la humillación de su esposa y el estupor de su hijastro—, el destino me deparaba otra sorpresa, quizá más desgraciada que la primera. No solamente me había convertido en un recién casado prácticamente viudo, sino que pasé de pronto a ser un hombre deshonrado. Una partida del mismo fuerte rescató a buen número de cautivos de ese ataque y me restituyó a mi querida esposa, mancillada por un indio de las tolderías. El mismo cacique que se la había llevado engendró un hijo en su vientre.
El silencio era tan denso que se escuchaban los aleteos de los pájaros entre las hojas de la parra y el gotear rítmico sobre el brocal del aljibe. Fran se había convertido en piedra. Dolores lloraba con los ojos apretados.
—Por supuesto, no tuve más remedio que aceptarla de nuevo en mi hogar. Era mi esposa, después de todo, aunque ya no la viese con los mismos ojos. Había sido la mujer de un indio y venía con el regalo de un bastardo, además. Acepté esa injuria por piedad hacia ella y decidí que, si bien el primogénito era indigno de mí, no tenía por qué privarme de tener mis propios herederos, de modo que, con los años, nacieron tus medio hermanos, pese a la reticencia de tu madre —y lanzó una severa mirada a la mujer que seguía en la misma posición—. El capitán, gran amigo mío, guardó silencio sobre lo sucedido para evitar comentarios, pero yo tomé el toro por las astas y mandé a tu madre a un largo viaje por Europa, con la intención de que volviese de allí embarazada y todos pensaran que era el hijo nacido de nuestra noche de bodas. Mis negocios me sirvieron de argumento para permanecer acá, cerca del puerto de Buenos Aires. Así fue como, poco después de su regreso, naciste tú, ya que el miserable destino no quiso que Dolores te perdiese a lo largo de su viaje. Estabas arraigado a la vida, debo reconocer. Durante mucho tiempo toleré que fueses el centro de atención de la casa, hasta que nacieron mis hijos. Entonces decidí que no tenía por qué soportarte más y te lo hice saber con claridad, aunque nunca lo entendiste hasta esa noche en que te enfrentaste a mí. No eres mi hijo y no deseo verte. Si accedí a brindarte estudios y cuidados fue por respetar los deseos de tu madre y salvar las apariencias. Ahora que eres un hombre debes saber que no puedes esperar nada de mí. Ni siquiera entiendo cómo te atreviste a volver después de lo que sucedió un año atrás.
El latido en las sienes de Francisco se había ido intensificando a medida que progresaba el relato, al punto de taladrarle el cráneo y provocarle nubes ante los ojos. El luchaba por sobreponerse al ataque. No quería sucumbir ante el hombre que los había despreciado, a él y a su madre, toda su vida. Era curioso: saberse hijo de un indio no lo afectaba tanto como ignorar quién era su padre. Ahora que la verdad había estallado sentía cierta tranquilidad. Ya no correría contra el tiempo tratando de averiguar su origen, ni temería deber su sangre a un villano cualquiera. Su madre había sido violada por un indio, algo que ocurría a muchas mujeres, y hasta podría haberle sucedido a Elizabeth.
Elizabeth.
Había olvidado, envuelto en su propio drama, cuál era el propósito de su visita. Miró a Dolores, que jugueteaba con un pañuelito húmedo mientras escuchaba las brutales palabras del esposo. Una mujer humillada dos veces: por el hombre que la había ultrajado y por el otro que, habiendo prometido ante el altar cuidarla y quererla hasta la muerte, le recordaba cada día que no era digna de él. Dolores merecía todo su amor y su respeto. Ella lo había aceptado, lo había amado sin importar que fuese el fruto de una pasión violenta, padeciendo en silencio la ignominia de no poder decirle quién era su padre, Francisco se arrodilló a su lado y con dulzura la obligó a levantar la cabeza. Gruesos lagrimones bañaban ese rostro delicado, de pómulos altos. Sus mismos pómulos, acentuados tal vez por la sangre india. Muchas cosas se explicaban a partir de esa revelación: el extraño pliegue de sus párpados, que nadie poseía en la familia, su escasez de vello en el cuerpo, la robustez de sus miembros y cierto salvajismo que corría por sus venas cuando las circunstancias lo desafiaban. Él nunca se había sentido cómodo entre sus pares sociales. Aun cuando participaba de las costumbres, algo recóndito en él se mantenía intacto: la parte india. Y si nunca salió a relucir la verdad de los labios de quienes podían saberla, ese mismo silencio había ahondado el abismo que lo separaba de los demás. Algo intangible que percibió desde chico, cuando su madre lo llevaba de la mano a las tertulias o a la misa dominical; un leve susurro que acompañó siempre sus movimientos, como un halo fatídico. Era mestizo.
La dimensión de ese descubrimiento le produjo un sobresalto: ¿qué diría Elizabeth? Esto podía cambiarlo todo. Una cosa era haberle confesado su condición de paria social, algo que, al parecer, ella aceptaba con tal de legitimar la concepción del hijo y otra, muy distinta, unirse a un mestizo. ¿Qué derecho tenía a imponerle ese matrimonio? ¿Y su propio hijo? ¿No era en parte indio también?
Dolores percibió las dudas de Fran y las interpretó dirigidas hacia ella. Haciendo acopio de valor le acarició la mejilla curtida y susurró, sin dejar de mirarlo hasta el fondo de los ojos:
—Perdóname.
Fran reaccionó al instante, capturando la mano de su madre y oprimiéndola entre las suyas.
—Nada que perdonar. Perdóneme usted por haberla dejado en manos de este miserable pensando sólo en mí, en mi supuesta dignidad perdida. Madre, venga conmigo. Ya tengo un sitio donde vivir y una mujer que me espera. Aunque no sabe nada de esto... todavía.
Dolores contempló el rostro amado y descubrió la vulnerabilidad a flor de piel. Con ternura depositó un beso en la frente de su hijo.
—Una mujer que te ama. Ya somos dos —sonrió.
Rogelio Peña se mantenía ajeno al interludio, incapaz de entender la intimidad que demostraban aquellos dos seres a los que creyó destruir con su confesión. Francisco no parecía avergonzado de su madre, ni Dolores revelaba el dolor que debería al sentirse despreciada. Un poco frustrado, giró sobre sus talones y salió del cuarto, no sin antes lanzar la estocada final:
—Estaré en la biblioteca. No quiero verte cuando salga.
Nadie le respondió. Francisco contemplaba a su madre con amor y ella le retribuía, devorándolo con los ojos empañados de lágrimas.
—¿Quién es ella? —murmuró con una débil sonrisa.
Fran besó las manos de su madre antes de responder:
—Se llama Elizabeth O'Connor, es una de las maestras que el Presidente hizo traer de Boston.
La exclamación ahogada de su madre lo sobresaltó. Dolores lo miraba con desconcierto y una chispa de alegría.
—¿La señorita O'Connor? ¡No puedo creerlo!
—¿Por qué? ¿La conoce?
La mujer echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa mezclada con una plegaria de agradecimiento. Luego se enjugó los ojos y volvió a apretar las manos de Francisco.
—¿Que si la conozco? ¡Claro que sí! Me la presentó Aurelia Vélez, en su propia casa. Es una muchacha muy bonita. Ella... me saludó con cariño aun sin conocerme. Su presencia me reconfortó en ese momento, cuando acababas de irte en malos términos y yo rehuía las visitas sociales. Luego vino la peste a destruirlo todo. La mayoría de los vecinos huyó hacia el norte y los Vélez Sarsfield al campo. Di por sentado que la señorita O'Connor habría regresado a su país, dadas las circunstancias. Veo que no fue así y que su camino se cruzó con el tuyo. Me alegro tanto, hijo, presiento que es una mujer bondadosa. Me gustaría volver a verla, ahora que has regresado para casarte. Porque te casarás, ¿no? —dijo de pronto, alarmada.
Conocía los devaneos amorosos de su hijo y las habladurías acerca de sus asuntos con viudas y mujeres casadas ligeras de cascos.
—Me casaré, en la estancia de los Zaldívar.
—Tan lejos... ¿Por qué? Acá es tradición familiar casarse en la iglesia de La Merced. El párroco es amigo personal de los Balcarce, puedo pedirle que acorte los plazos.
—No, madre —la cortó Francisco—, debo casarme lo antes posible.
Dolores se separó un poco de su hijo y lo miró con severidad.
—¿Lo antes posible? Francisco, no puedo creer que estés diciendo que esa muchacha y tú...
Fran tuvo la decencia de ruborizarse.
—Han sido tiempos difíciles, madre. También Elizabeth sufrió a manos de los indios.
Dolores se llevó una mano a la boca, horrorizada.
—Dios mío, esa pobre niña. ¿Ella también? —y sus ojos volvieron a lagrimear.
—El hijo que espera es mío, madre, de eso estoy seguro. Y ante la mirada triste de su madre, agregó:
—Y si no hubiese sido así, igual la desposaría. La amo, madre, aunque hace poco que lo sé.
Dolores meneó la cabeza con resignación.
—Los hombres son tan tontos... y no eres la excepción. Te doy mi bendición, hijo. Sé que nunca entregaste tu corazón y, si lo haces ahora, es porque la mujer que amas es digna de él. Sé también digno de ella, quiérela y compréndela, sobre todo. Las mujeres estamos muy solas a veces.
Francisco sintió la repentina necesidad de contarle todo a Elizabeth, de saber si ella aceptaba esa nueva condición en el hombre que la desposaría y si no se avergonzaba de parir un hijo a medias indio. Casi no podía esperar a verla de nuevo.
—Madre, una cosa más, antes de partir.
La mención de su partida acongojó a Dolores, que se repuso para no entristecerlo.
—No quiero causarle dolor, necesito saber.
La mujer miró sus manos, unidas en el regazo, y suspiró.
—Tarde o temprano tenía que suceder, aunque no pensé que sería Rogelio el portador de la noticia. Abrigaba la esperanza de decírtelo yo misma, cuando juntara fuerzas. Tu padre fue, como dijo mi esposo, un noble guerrero, muy apreciado por su tribu. Pude comprobarlo mientras estuve allí. No sé si vive o no. En aquel momento era joven y aguerrido. Tenía otra esposa india que al llegar yo dejó de lado, lo que me creó bastantes problemas. No sufrí maltrato, porque la autoridad de tu padre era mucha y se imponía con facilidad. Tampoco se comportó de manera salvaje conmigo, creo que le inspiré lástima por mi condición de recién casada inexperta, no sé... Me trató con suavidad, aunque tuve que soportar... sus avances, como comprenderás. Algo muy duro para mí, que fui educada en la severidad de una familia española. Pude resistirlo gracias a una mujer que estaba cautiva desde hacía tiempo. Esa mujer me explicó que, teniendo la oportunidad de volver a su casa y a su familia, eligió quedarse porque había parido dos niños indios, hijos de un capitanejo al que tu padre apreciaba mucho. Yo no podía entender que ella prefiriera vivir en la toldería hasta que vi cómo la trataba aquel indio: adoraba el suelo que ella pisaba. Y como la mujer entendía de parto?, pues había sido ayudante de comadrona, se ganó un prestigio entre la gente de la tribu. Le llevaban regalos, la saludaban al pasar, creo que me hice la ilusión de que me sucedería lo mismo si conseguía simpatizar con los indios, de modo que adopté una actitud más tranquila y resignada. Estaba dando ya sus frutos ese proceder cuando llegó una misión del capitán Aguirre, el amigo de tu padrastro y, al contrario de lo que yo pensé, tu padre me permitió elegir entre volver a casa o quedarme. Hijo —aquí Dolores interrumpió su relato para enfrentar con vigor el juicio de Francisco—, no sé si elegí bien, a veces pienso que no y me arrepiento de haberte condenado a una vida desdichada al lado de un hombre frío que nunca te quiso. Si me hubiese quedado, el cacique te habría criado con todos los honores de un heredero, ya que la otra esposa sólo le había dado niñas. Perdóname.