Se acercaba la hora y Juana, nerviosa, miraba una y otra vez a Misely para saber en qué momento exacto debía colocar a Jesús en la cuna. Elizabeth indicó al Padre que apagase los candiles, dejando sólo la lámpara que otorgaría el toque mágico a la escena. Se encaminaron hacia la capilla, donde el altar titilaba con las velas y, en medio de un silencio profundo, ante la señal de su maestra, la joven avanzó hacia el pesebre llevando acunada con amoroso cuidado la figura del Niño que colocó con suavidad en su sitial. Una leve exclamación acompañó el movimiento, como si los ojos ansiosos acabasen de ver por sí mismos el prodigio de la Navidad.
De modo inesperado, una voz cavernosa se hizo oír tras la puerta de la parroquia. Sonaba como una risa ahogada y, al escuchar el rítmico "Jo, Jo, Jo" que tantas veces alegró su niñez, Elizabeth sintió la misma emoción que en aquel entonces. Una figura vestida de verde, calzada con curiosas botas de montar, sus rasgos ocultos tras una profusa barba de algodón y un pañuelo anudado como turbante, apareció arrastrando una bolsa de arpillera, ante el asombro de los niños. Se formó un cerco alrededor del extraño sujeto que reía sin parar, haciendo muecas y guiños en todas direcciones. Elizabeth miró de reojo al Padre Miguel, que fruncía el ceño, mientras Ña Lucía calibraba la identidad del pintoresco "Santa" que se había arriesgado a visitar la escuela de la laguna. Marina aplaudió, Mario se cayó sentado del susto y Luis empujó a Remigio para obligarlo a acercarse, pues jamás se había visto allí nada semejante. Al llegar a la maestra, Santa Claus extrajo de la bolsa una cajita de tela con un gran moño y, haciendo una reverencia, la presentó diciendo:
—Por esta vez, los ángeles me enviaron un regalo para la señorita Elizabeth, porque ha sido buena, ¿verdad, niños?
—¡Sí! ¡Sí! —gritaron todos.
Juana observaba con aprensión la silueta jocosa que entregaba paquetes a los niños, hasta que se detuvo ante ella. Ya no era una niña y temió que pasara de largo, pero el viejo le ofrecía una bolsita atada con una cinta rosa. La tomó con el mismo cuidado con que había acunado a Jesús y ahogó un grito al ver que se trataba de una pañoleta de hermosos colores. ¡Para cubrirse los hombros como Misely!
La algarabía provocada por la llegada de Santa Claus hizo que Elizabeth olvidara todos sus pensamientos tristes, hasta que sus ojos descubrieron al personaje tratando de huir por donde había venido.
—Un momento, Santa, eh... señor —exclamó impulsivamente.
Santa Claus se volvió hacia ella, con los ojos arrugados por la risa, y dijo en tono bajo:
—Vaya, señorita Elizabeth, quién lo hubiera creído. Hasta usted cree en mí.
—¡Julián Zaldívar!
Él volvió a reír, ya sin impostar la voz.
—¿Y quién más? ¿Acaso creía que algún otro haría este papel mejor que yo?
Elizabeth sonrió con tristeza. ¿Quién pensaba ella que podía haber sido tan generoso como para ofrecer a los niños una Nochebuena inolvidable?
—Pero voy a confesarle algo, Elizabeth. Acérquese.
Y, antes de que Elizabeth pudiese evitarlo, el jovial Papá Noel de la laguna depositó un beso atrevido en la mejilla de la muchacha para luego desaparecer, riendo de nuevo como un viejito bondadoso.
La mañana de Navidad se presentó sofocante; ni un soplo movía los pastizales y hasta las aves se ocultaban. Elizabeth se disponía a vestirse cuando Ña Lucía le informó que no podría acompañarla a la estancia vecina, ya que Zoraida había amanecido descompuesta.
—La comida copiosa ha de ser —sentenció—. Esta gente es muy frugal y una comilona como la de anoche la trastoca. La pobre se queja de dolor de estómago, náuseas y hasta tiene algo de fiebre. Mire, mi niña, no quiero ser agorera, pero es mejor que no vaya a esa visita. No puede ir sola.
Elizabeth se sintió desconsolada. Se había ilusionado con pasar ese día en El Duraznillo, aunque su mente no quería reconocer el verdadero motivo. Envuelta en su bata, se dirigió a la cocina a comunicarle la decisión a Eusebio.
—Yo la llevo, si quiere —repuso Eusebio, y Elizabeth lo miró, agradecida.
Lucía, en cambio, lanzó una mirada fulminante al viejo. No veía con buenos ojos que "Miselizabét" fuese a almorzar a la casa de "los gavilanes" sin su escolta.
—Más valdría que se quedara, don Miranda, por si lo necesita su mujer —recalcó.
Elizabeth estaba a punto de interceder cuando un galope los distrajo. A través de la ventana distinguió las siluetas de Julián y Santos no bien se aposentó la polvareda que levantaron los cascos sobre la tierra reseca. Lucía frunció el ceño y Eusebio salió a recibirlos, para regresar informando que los señores pensaban escoltar a la señorita hasta la estancia. Elizabeth se mostró sorprendida, aunque pensó que se tomaban tales molestias a causa de los indios. Más rápido que nunca, se atavió con el vestido de satén amarillo y los botines de cabritilla, dejando de lado las enaguas armadas. Se estaba usando la silueta más fina y, si bien Elizabeth no prestaba atención a la moda, debía reconocer que era más cómodo prescindir de tanta ropa interior. Sobre el corpiño acordonado con cintas color oliva, la muchacha se colocó una chaqueta corta de encaje. Se miró, inquieta, en su espejo de mano. Algo debía hacer con su cabello, más ensortijado que nunca. En un arranque de audacia, improvisó un peinado nuevo: sujetó cada rizo por separado en la coronilla, y formó una corona de rulos en lo alto de la cabeza. Abrió una cajita de nácar que conservaba desde sus quince años y encontró una hebilla en forma de medialuna, incrustada de pequeños topacios. Estaba luchando por cerrarla sobre su torre de rizos cuando entró Lucía y la contempló, disgustada.
—¿Va a ir, nomás? —le dijo.
—Por favor, Lucía, ayúdame con esto.
La negra luchaba con su conciencia mientras observaba los esfuerzos de la joven por completar su atuendo. Estaba encantadora en su traje amarillo, con el cabello en alto y el rostro sonrojado.
—No lo creo conveniente, niña —insistió, aunque no pudo negarse a ayudarla.
Ajustó la hebilla sobre la maraña de rizos y alzó un espejo de mano, para que Elizabeth apreciase el efecto.
—Gracias, Lucía. Prometo volver temprano, si eso es lo que te preocupa. Nada me sucederá en compañía de los caballeros.
La negra bufó. ¡Si era de ellos de quienes debía cuidarse!
—Eusebio la llevará en su carreta, "Miselizabét", no importa si los señores la escoltan. Es impropio que vaya sola con tres hombres pero, ya que no puede evitarse, al menos que uno de ellos sea como su padre. Le hice prometer que iría a recogerla antes del atardecer, pues aquí en el campo las distancias son largas y no hay farolas como en la ciudad. Si yo pudiese ir... pero Zoraida está malita y este hombre que tiene por marido no sabe ni preparar un té.
En lugar de ofenderse o molestarse por el atrevimiento de la negra, Elizabeth se enterneció al saberla preocupada por su bienestar. ¡Le hacía tanto bien que alguien la cuidara, estando lejos de su casa! Se inclinó, sorprendiendo a Lucía con un beso en la lustrosa mejilla.
—Como dicen las niñas, "seré buena" —repuso, entusiasmada con la perspectiva de pasar una tarde en grata compañía.
Se decía a sí misma que deseaba conocer a doña Inés, aunque su voz interior la reprendía por mentirosa. No se habría sentido tan contenta de no saber que dos apuestos jóvenes la aguardaban afuera. Al salir, un rayo de sol la envolvió en un destello dorado. Tanto Julián como Francisco la contemplaron admirados desde lo alto de sus cabalgaduras. Julián reaccionó el primero, bajó de un salto y se acercó a besar la mano enguantada de la maestra.
—Anoche lucía como una rosa, señorita O'Connor, hoy parece una joya. Su presencia engalanará mi casa como nunca.
Francisco escuchaba las zalamerías de su amigo y sentía una piedra en el pecho. A pesar de ser conocido como uno de los seductores más temibles de Buenos Aires, él nunca había usado palabras acarameladas con sus conquistas. Se preguntó si la señorita O'Connor sería sensible a ellas. Vio que la joven levantaba su cabeza hacia él y le hizo una inclinación austera. El ligero desconcierto que mostró su rostro le causó maligna satisfacción.
Emprendieron el viaje, soportando la tierra y el calor sin más protección que los sombreros y, en el caso de Elizabeth, su abanico y el pañuelito de encaje empapado en loción de lilas. La planicie, recalentada por el sol desde temprano, se extendía por donde se mirase sin nada que destruyera su monotonía. La carreta avanzaba más saltarina que nunca, a raíz de los roquedales duros que se formaban en el suelo, y Elizabeth debía sujetarse con ambas manos para no golpearse contra los maderos del costado. Al llegar, les salieron al encuentro Armando Zaldívar, montado en un hermoso zaino, y dos peones que se ocuparon del carro y de brindar a Eusebio un refresco. No bien Elizabeth puso su pie sobre las baldosas del patio, la dueña de casa apareció para darle la bienvenida. La joven apreció del primer vistazo la belleza de Inés Durand. La mujer había elegido un vestido de brocado azul celeste que resaltaba sus rasgos pálidos y, como detalle de distinción, un pañuelito de gasa pendía de una de sus muñecas, a la manera de las doncellas medievales. La madre de Julián debió haber sido una beldad etérea que los galanes se disputaban en los salones de baile. Elizabeth se sintió de pronto disminuida, algo ridícula por haber pretendido lucir mejor de lo que era con aquella gente.
—Señorita O'Connor, bienvenida a mi casa de campo —dijo con voz bien modulada—. Espero que el viaje no haya sido muy fatigoso, con este calor.
Elizabeth fue conducida hasta el salón, donde ocupó el mismo sillón de la otra vez. Doña Inés ofició de anfitriona con admirable dominio de los modales. Sin embargo, por debajo de la obsequiosidad con que la agasajaba, estaba evaluando si la maestra de Boston estaba a la altura de convertirse en la esposa de su hijo. De manera inadvertida, deslizaba preguntas y comentarios destinados a averiguar si la familia de Elizabeth gozaba del prestigio adecuado. Le agradó saber que Florence Dickson no estaba emparentada de modo directo con la madre de la muchacha y, si bien la sangre de Elizabeth no provenía de ilustre prosapia, tuvo que admitir en su fuero interno que lo que le faltaba de linaje lo suplía con una educación exquisita. Julián escuchaba divertido mientras las acompañaba con un té liviano. Armando Zaldívar intervenía lo menos posible, sabiendo que su esposa deseaba acaparar la atención, y Francisco se había refugiado en la cocina, donde Chela lidiaba con el almuerzo mientras intentaba que el hombre no acabase con las hogazas de pan que acababa de colocar en canastitas de plata.
Cuando vio a Elizabeth agotada por responder a tantas preguntas, Julián aprovechó para invitarla a dar un paseo, mientras se disponía la comida en la mesa.
—Sólo por el jardín, madre, para que Elizabeth vea tus enredaderas.
—Está bien, hijo. Iré a la cocina a supervisar la tarea de Chela, mientras tanto. Cuida que la señorita O'Connor no tome demasiado sol, o tendrá un terrible dolor de cabeza esta tarde.
—Descuida, la trataremos como a una mariposa. ¿Vienes, Fran?
Elizabeth levantó la vista con un respingo al escuchar el nombre que le aplicaba Julián al señor Santos. Le había extrañado la familiaridad con que ambos hombres cabalgaron juntos cuando la escoltaron. Aquella vez, cuando le habló a Julián Zaldívar del ermitaño de la laguna, el joven se había mostrado preocupado, como si la presencia de un hombre en la cabaña de los médanos fuese una sorpresa desagradable para él. ¿Es que habían hecho buenas migas desde entonces? La muchacha tuvo una sensación incómoda. La salida abrupta del señor Santos cortó sus pensamientos. Se veía distinto a como ella lo recordaba, con el cabello sujeto en la nuca, afeitado y vistiendo ropa de campo limpia y bien cortada. Lucía como un hombre apuesto, a pesar de que se filtraba en él cierto salvajismo. Caminó del brazo de Julián sin dejar de observarlo. El señor Santos había respondido al nombre de "Fran" como si le perteneciese. Elizabeth estaba educada en la discreción, pero en ese momento le costaba mucho no preguntar a boca de jarro a ese hombre desconcertante sobre su verdadera identidad. Julián le hablaba de las madreselvas que había plantado su madre y de las dificultades para mantener los canteros en un ambiente como aquél. Daba pena la buganvilla medrando en el terreno pedregoso y reseco, así como las escuálidas hortensias.
—Es este calor calcinante, el más grande que hemos tenido en los últimos tiempos —se quejó—. Usted debe estar acostumbrada a gozar de las vistas de un bonito jardín allá en su país, ¿no es así?
Elizabeth recordó el camino de robles que conducía hasta su casa y los lirios con que su madre decoraba la entrada.
—No crea. El frío allá es el mayor enemigo. Bajo la nieve todo desaparece, hasta que el sol de primavera la derrite, formando charcos. El paisaje es bonito cuando el follaje de los árboles cambia de color según la estación. En todas partes la belleza es fruto del esfuerzo, ¿no le parece?
Julián miró con aprecio los ojos verdes de Elizabeth. Sí, la belleza merecía grandes esfuerzos. A su lado, Francisco caminaba huraño, sintiéndose fuera de lugar en esa conversación. Empezaba a arrepentirse de haberse alojado en El Duraznillo, cuando unas palabras de la joven maestra lo sacaron de sus elucubraciones.
—¿Y usted, señor Santos? ¿De qué lugar proviene?
Julián miró a Fran con cautela. Recordaba haberlo llamado por su verdadero nombre en un descuido y ahora tendría que remediar eso.
—El señor Santos vive en Buenos Aires, según tengo entendido. Fran le dirigió una mirada feroz y respondió escuetamente:
—Así es, pero ahora vivo aquí.
—¿Aquí, en la laguna? —insistió Elizabeth.
—Eh... —intervino Julián con rapidez—. Hemos llegado a un acuerdo con el señor Santos: él se quedará en la casa de la playa, cuidándola, y cada tanto vendrá a la estancia a trabajar. Estamos necesitados de hombres en estos días, con las levas del ejército y el problema de los indios.
—¿Hay peligro de verdad, Julián?
El joven lanzó una mirada fugaz a Francisco, solicitando ayuda. No deseaba alarmar a la dulce señorita O'Connor aunque, en las condiciones en que vivían, tal vez fuese preferible que se encontrase preparada. La ignorancia de los males nunca era buena consejera.
—Temo que sí, Elizabeth —reconoció al fin, al ver que Francisco seguía mudo—. Estamos atravesando un período crítico en la relación con los indios. Calfucurá es un hombre astuto que viene labrando terreno propicio desde hace tiempo y ha conseguido reunir a tribus que vivían enfrentadas. Se dicen muchas cosas de él y no todas son ciertas. Se tejen leyendas, pero su figura es en verdad digna de tomar en cuenta. Puedo asegurarle que el gobierno sabe a qué se enfrenta.