La Maestra de la Laguna (74 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Se equivocó, entonces. Eres la mejor compañía que un hombre puede tener —dijo Francisco.

Elizabeth sintió el corazón liviano ante esas palabras, dichas en un arranque de sinceridad. Si ese hombre demostrase un poco de simpatía, ella podría sentirse aliviada y confiar en él. Su futuro no se vería tan oscuro.

Lo ayudó a ponerse de pie pues la ceguera, al desaparecer, le producía cierto mareo, y ambos caminaron hacia la carreta. Estaban solos en medio de la nada, con un caballo flaco por toda montura. Elizabeth pensó con tristeza que Francisco debía estar lamentando la ausencia de Gitano y odió a Jim Morris por la vileza de despojarlo de un animal tan espléndido.

El cielo se teñía de naranja y el viento, más frío a cada momento, les recordaba que la noche estaba próxima.

—Vamos a acampar aquí —anunció Francisco—. De nada vale que avancemos si tampoco podemos caer en la estancia a horas impropias, con esta facha.

La verdad era que parecían una pareja de vagabundos. Hasta podían confundirlos con gente de avería y dispararles. Elizabeth sacó las mantas con que solía cubrirse cuando dormía bajo el carro y las extendió. Francisco la miraba en silencio. No habían dicho todo lo que debían decirse, y él ya estaba pensando en un lenguaje más directo que el de las palabras. Faltaba saber si ella se lo permitiría. Una cosa era caer en los brazos del escrupuloso Santos, hombre de ciencias de aspecto civilizado, y otra muy distinta volver a las garras del energúmeno que la había poseído en la laguna para después darle órdenes sobre cómo debía comportarse.

—Déjame ayudarte —dijo, inclinándose a su lado para acomodar las mantas.

Elizabeth asintió y compartieron la tarea de desatar los caballos y encender un fuego donde calentar café. Bebieron sin cruzar palabra y, cuando las primeras estrellas aparecieron sobre sus cabezas, un relincho los sorprendió, interrumpiendo la armonía del momento. La silueta de Gitano, saliendo de las sombras, colmó de alegría el corazón de Francisco. El animal galopó hacia el fuego como si adivinase la presencia de su amo y se detuvo, pateando el suelo con impaciencia. Tanto Francisco como Elizabeth se levantaron de un salto y corrieron al encuentro del tordillo. Gitano sacudía la cabeza con aire satisfecho al ver el recibimiento que se le hacía. La mano de Elizabeth tropezó en un momento con la de Francisco y ella la retiró presurosa, temiendo ese contacto que, sin embargo, también anhelaba. Fran extendió el brazo y capturó de nuevo la mano de la muchacha.

—Acarícialo, él lo necesita.

Las palabras tuvieron un extraño significado para Elizabeth, y se sintió cohibida al deslizar la palma por la testuz altiva de Gitano. El hombre la observaba con fijeza, acentuando su incomodidad.

Pasaron parte de la noche a la luz de la fogata, comentando los sucesos vividos y la inexplicable fuga de Gitano, pues Francisco dudaba de que un conocedor de caballos como Morris hubiese dejado escapar semejante ejemplar. Elizabeth tenía otra opinión.

—Creo que se arrepintió de todo el mal que causó y encontró la forma de pedir perdón —comentó.

Fran la miró con incredulidad.

—¿Por qué no? Cuando lo conocí, a bordo del
Lincoln,
era una persona amable y considerada. No entiendo cómo se fue volviendo salvaje a medida que pasaba el tiempo. Hasta cambió su aspecto. Parecía...

—¿Un indio?

—Pues sí, un indio. Creo recordar que uno de mis alumnos comentó algo así cuando lo vio.

—Yo también lo encuentro extraño, sin embargo es un asesino, Elizabeth, no puede pedírsele clemencia, mucho menos que se compadezca del dueño de un caballo que él mismo robó.

—Insisto, es su modo de hacernos saber que está arrepentido. Francisco observó a la muchacha con ternura.

—Tienes el corazón blando, ésa será tu perdición.

—¿Mi perdición? —repitió Elizabeth, confusa.

—Sí, porque voy a abusar de él y a pedir que me incluyas en tu perdón.

Mientras hablaba, Francisco tomó las manos de la joven y las apretó entre las suyas. Elizabeth bajó los ojos, cada vez más turbada.

—Yo no tengo nada que perdonar —murmuró.

—Claro que sí. Y voy a enumerarte todas las razones. Primero, te maltraté cuando apareciste con tus alumnos en mi refugio.

—Estabas construyendo un lugar solitario para ti —arguyó ella.

—Dije que les dispararía si volvían, ¿recuerdas?

—No lo habrías hecho.

Haciendo caso omiso de las intervenciones de Elizabeth, Fran continuó con la enumeración.

—Traté de intimidarte varias veces para que abandonaras la región. Hasta me burlé de tus fines altruistas. Fui brusco contigo.

—Me construiste una biblioteca —recordó Elizabeth con añoranza.

—En la estancia de los Zaldívar te traté como a una... una mujer ligera. Lo hice a propósito, nunca pensé que lo fueras.

El mismo Fran se horrorizaba al comprobar en cuántas ocasiones la había martirizado, y Elizabeth sonreía al recordarlo, como si fuesen travesuras de niño.

—Estaba furiosa, porque había averiguado tu verdadero nombre. Se le escapó a Julián y luego la señora Durand me lo confirmó. Me sentí estafada —reconoció—. Claro que tenías tus razones para eludirme —agregó, pensativa.

—No hay razones para maltratar a una persona como tú, Elizabeth, no intentes ver bondad donde sólo hay egoísmo y brutalidad.

Elizabeth buscó en los encuentros que habían tenido alguno que hubiese sido más amable, y al fin dio con el más temido de todos: la noche de la tormenta. Su expresión la delató, pues Fran dijo con voz profunda:

—Y la peor de todas fue tomar tu inocencia aprovechándome de la debilidad de tu corazón.

—Estabas enfermo —atinó a decir la muchacha, casi en un murmullo.

—No justifica lo que hice. No estabas en condiciones de responder ante mis exigencias. Fui brutal contigo, Elizabeth, y aunque no hay forma de retroceder en lo hecho, te pido que consideres mi petición.

La joven alzó la cabeza, sorprendida ante el tono anhelante con que el hombre pronunció las últimas palabras.

—Quiero que me aceptes en tu vida. No tengo nada que ofrecer. Estoy enfermo de muerte, desheredado, y no puedo resignarme a perder el tiempo que me queda sin ti. Hice todo lo posible por olvidarte, después por encomendarte a Julián, y ahora él... —Fran se interrumpió, herido por el recuerdo de su amigo—. Ahora sólo te queda la familia Zaldívar. Ellos aceptarían felices a una mujer que llevara la simiente de su hijo, pero comprendo que no puedo imponerte una felicidad basada en una mentira. Si lo deseas, podemos fingir que él ha sido el padre. Si no, aquí estoy para ofrecerte mi apoyo. Sé que el hijo que esperas es mío.

El rostro de Elizabeth se relajó al ver que él reconocía la paternidad.

—Yo dije a "Santos" Balcarce que no conocía al padre.

—Lo sé —la interrumpió Fran—. Lo hiciste para provocarme. ¿O no estabas sospechando ya mi identidad?

La muchacha se ruborizó.

—Debo confesar que tuve mis dudas, sí.

—¿Desde cuándo? —quiso saber él.

—Bueno, al principio me sorprendieron algunas reacciones más propias del hombre que yo conocía que del atildado hermano científico, y después de mi convalecencia en la toldería casi tuve la certeza.

—No pude fingir en esos momentos, preocupado por ti.

—Cuando sugeriste que Julián podía ser el padre creí que no ibas a reconocer jamás a tu hijo. Me sentí derrotada, pues una mujer no puede hacer nada para probar la paternidad; depende de la voluntad y de la confianza del marido.

La palabra "marido" produjo un impacto en ambos. Francisco no había propuesto nada formal y Elizabeth no sabía si, en las condiciones en que se hallaban, debía interpretar la petición de "compartir su vida" como un matrimonio o un simple acuerdo. Recordó la vez en que él se lo había planteado con total desparpajo. Fran también lo recordó.

—Confío en ti y confié siempre en Julián. Más allá de nuestros enfrentamientos por ganar tu corazón, fuimos amigos hasta el último día. Su ausencia es lo único que enturbia este instante de felicidad que depende de ti.

Elizabeth asintió, compungida. El duelo por el amigo los unía en lugar de distanciarlos. El fiel Julián, con su alma noble, les había regalado una amistad invalorable.

—Elizabeth.

Ella levantó la mirada con aire incierto.

—Lo que dije antes lo sostengo, si es que aceptas unirte a un desahuciado.

La propuesta encendió el ánimo de Elizabeth, que de inmediato afrontó el tema de la salud de Francisco como lo principal.

—¡Claro que no estás desahuciado! ¿Dónde está ese tónico? Lo tienes, ¿verdad?

Fran no tuvo coraje para decirle que se había terminado y que, a menos que rastreasen al doctor Ortiz hasta Chile, debía resignarse a esos episodios de locura y ceguera hasta el último y definitivo. Al ver que la muchacha se ponía de pie, dispuesta a buscar el remedio milagroso, Fran se incorporó a su vez, deseoso de lograr su paz mental de otra manera.

—Deja eso por ahora —dijo con suavidad— y respóndeme. ¿Soportarás unirte a un hombre como yo?

Ella lo miró, indecisa. Su educación le exigía a gritos una petición formal de matrimonio, mientras que su corazón clamaba por su amor, de cualquier modo que fuese. Francisco la acercó a su pecho de un tirón. Viéndose entre sus brazos, Elizabeth sintió flaquear sus convicciones.

—Mírame —ordenó él.

Los ojos verdes titilaron al elevarse hacia los suyos, más dorados a causa del resplandor del fuego. Había temor y esperanza en los de ella.

—Déjame besarte.

Elizabeth bajó los párpados, escondiendo su vulnerabilidad, y dejó que los labios de Francisco rozaran los suyos, con delicadeza primero, de modo firme después, hasta que forzaron la entrada a su boca repitiendo el beso descarnado que el supuesto hermano Santos había dado a la joven días atrás. Ser besada de esa forma le quitaba toda resistencia, la rendía a las caricias de Francisco sin poder oponerse. Estaba enamorada, no podía ser de otra manera; sentirse así era una prueba. ¿Qué haría si los sentimientos de él no alcanzaban a los de ella? El hablaba de "unirse". ¿De qué modo? ¿Y por qué? Elizabeth temía que la existencia del hijo fuera la única causa. Sólo la responsabilidad podía mover a un hombre que se sabía enfermo de gravedad a hacerse cargo de una mujer encinta.

Francisco se maravilló al sentir el aroma de lilas en la piel de ella, pese a los kilómetros de polvareda recorridos. Aspiró con deleite ese olor tan suyo y deslizó los labios por el cuello hasta el corpiño. Elizabeth había conservado la parte superior del vestido, con una hilera de botones y la puntilla que sobresalía del escote. Las manos ansiosas del hombre desabrocharon los primeros botones y, al no percibir resistencia, bajaron hasta la cintura, algo más ensanchada, oprimiendo las carnes con suavidad. El enroscado cabello de la joven entorpecía sus movimientos, aunque también su tacto sedoso lo excitaba. Con una mano sujetó la mata de pelo, enrollándolo en la muñeca y tirando hacia atrás, de modo que el cuello de Elizabeth quedó expuesto a su boca exploradora. Con la otra, continuó desabotonando el corpiño hasta ver los pliegues de la camisa interior. Los senos abundantes se perfilaban nítidos a través de la tela. Fran alejó la cabeza para verlos mejor a la luz del fuego.

—Ven, siéntate —murmuró con voz ronca.

Ella obedeció, trémula. Fran acomodó las mantas junto al fuego y la obligó a recostarse. La noche sin luna se extendía sobre ellos, cubriendo las caricias que el fuego delineaba. El aire que los envolvía olía a pasto. No había testigos del encuentro, sólo los caballos a la distancia y las aves nocturnas. Francisco la cubrió con su cuerpo y la mantuvo encerrada entre sus brazos, observándola con atención.

—¿Qué sucede? —preguntó Elizabeth, ansiosa.

—Eres bella —repuso el hombre con sencillez.

—Debo estar horrible —lo contrarió ella, intentando tocarse el cabello en un movimiento reflejo muy femenino.

—La mujer más hermosa que haya visto.

—Adulador.

—¿No me crees? No te culpo, te he mentido tanto...

Sin aguardar respuesta, Fran recorrió el rostro de la muchacha con sus dedos rasposos, deleitándose en la suavidad de la piel, deteniéndose en la comisura de los labios, el hueco detrás de las orejas, frotando de manera tenue los sitios sensibles de Elizabeth. Ella respondió con un ronroneo que estuvo a punto de volverlo loco. Francisco oprimió apenas la pelvis de la muchacha con su ingle henchida, para que comprobara su estado de excitación, y se divirtió al ver que abría los ojos de inmediato.

—Así me haces sentir —repuso con descaro.

El sonrojo de Elizabeth no era visible en la noche aunque allí estaría, si la conocía lo suficiente. Quiso provocarla aún más. Con sus fuertes muslos separó los de ella hasta quedar encajado en la suavidad de su cuerpo. Se frotó un poco, disfrutando de la sensación y produciendo deseos anticipados en Elizabeth. Era virgen aún en muchas cuestiones del amor, pese a haberlo tenido entre sus piernas antes. No sabía qué cosas lo excitaban ni cómo llevarlo a la cumbre más rápido. Tampoco él la conocía mucho en ese sentido aunque, con años de experiencia de ventaja, podía adivinar sus sensaciones. Sosteniéndose sobre sus codos para no pesar sobre ella, consiguió levantar la falda de cuero sólo hasta la rodilla. Maldijo hacia sus adentros al ver las desventajas de la ropa india para algunas cuestiones. Se arrodilló entre las piernas de la muchacha, dispuesto a arrancársela, y tuvo entonces una perversa inspiración: sin dejar de mirarla, hurgó con sus dedos bajo la falda, buscando la carne tierna que escondía. El respingo de Elizabeth le dijo que había dado en la tecla. Acarició la entrepierna con delicadeza, siguiendo un ritmo, mientras contemplaba las expresiones de la muchacha, que oscilaban entre la sorpresa y el placer. Elizabeth era toda suya. Podía hacer lo que deseara, ella no se opondría. El temperamento brioso de la joven se ponía de manifiesto en la intimidad y se alegraba de ser él quien lo encendiera. Elizabeth ahogó un gemido cuando las caricias aumentaron su ritmo y le produjeron un temblor involuntario.

—Aún no, espérame —dijo él, con voz enronquecida.

Ella no podría haber respondido aunque quisiera. Estaba suspendida entre dos mundos, el de la razón y el de la locura, sin saber de qué lado caería.

—Tan dulce, tan tierna —murmuró encantado al ver cómo respondía el cuerpo femenino a sus caricias.

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