—Verá, es difícil de explicar.
—No me cabe duda.
Ella le lanzó una mirada de reproche y continuó hablando:
—Por eso le advertí que no soy una mujer buena. No me violaron —aclaró de prisa—. El hijo que espero no es de ninguno de los hombres que me raptaron.
—Ya lo sé.
—¿Cómo lo sabe? —se sorprendió la joven.
—Pues... me imaginé que no estaría tan tranquila si así hubiese sido, es todo.
La furia de Francisco lo llevaba a cometer errores. Debía dejar que Elizabeth se explicara. Los dedos le temblaban, no obstante, deseosos de obligarla a reconocer que el hijo era de él. Las desconcertantes palabras lo habían conmocionado al punto de olvidar quién se suponía que era. Quería sacudirla hasta arrancarle la verdad, algo imposible en las circunstancias que atravesaban.
—En realidad, no importa, sólo quiero una promesa suya.
—¿Mía? ¿Qué puedo ofrecerle yo?
"Nada, no tengo nada para ti, querida", pensó frustrado Francisco. Elizabeth se movió a su vez y acercó su cara para escudriñarlo en las sombras.
—¿Puedo confiarle mi hijo si, al nacer, me sucediera algo?
—Nada va a sucederle. Como bien dijo antes, tiene una excelente salud irlandesa —protestó Fran, conmocionado ante la idea.
Tan seguro estaba de su propia muerte, que no había pensado en los temores de ella.
—Aun así, los partos tienen sus complicaciones. Sólo quiero tranquilizarme con respecto a la suerte de mi niño, quiero que crezca seguro y protegido, que tenga un padre... aunque sea postizo.
Francisco estuvo a punto de lanzar una carcajada brutal ante la jugarreta del destino: él, verdadero padre del niño que llevaba Elizabeth en su seno, debía prometer cuidarlo como su padre postizo. Sólo a un bastardo podía ocurrirle algo tan patético. Respiró hondo para aquietar su espíritu y controló su voz al preguntar:
—¿Qué quiere que haga?
—Que lo proteja, lo eduque y le hable de su madre, para que sepa cuánto lo quise y que jamás me arrepentí de traerlo al mundo.
—Elizabeth...
—¿No acepta ser el tutor de mi hijo?
—Esto es muy comprometedor, Elizabeth. Yo pensaba...
—¿Qué, señor Santos?
—Pensaba que el padre de su hijo era Julián Zaldívar y entendía que íbamos hacia la estancia para que el niño se criara con sus abuelos.
Ya lo había dicho. A ver cómo lo tomaba ella. Aguardó, conteniendo el aliento, hasta que la joven articuló una débil respuesta:
—¿Eso fue lo que pensó, que el niño era de Julián?
Parecía desolada ante la idea y Fran trató de apaciguar sus temores:
—Elizabeth, no se torture. Verá que todo saldrá bien con su hijo. Será sano y crecerá feliz junto a su madre, aquí o... —volvió el rostro, angustiado ante la posibilidad de que su hijo se educase en el extranjero— en Boston.
—De todos modos, quiero una promesa —exigió ella, firme.
—Sea. Prometo hacer todo lo que esté en mis manos por su niño. Ella contempló un momento la silueta recortada en la oscuridad.
—Quiero algo más.
Temiendo ante la nueva exigencia, Francisco asintió en silencio.
—Béseme, señor Santos.
Ninguna otra petición podría haberlo sorprendido tanto. Francisco entrecerró los ojos para evaluar si Elizabeth hablaba en serio o se burlaba del pobre naturalista excéntrico, pero en las sombras no veía su expresión.
—No lo creo conveniente, Elizabeth —dijo a regañadientes.
—¿Rehúsa concederme ese pequeño pedido?
—Me rehúso a confundirla más de lo que está. Dice no saber quién es el padre de su hijo y asegura haber intentado enamorarse de Julián Zaldívar. Supongo que sus sentimientos son, por lo menos, confusos.
—Béseme, señor Santos. Soy una mujer sola, me siento triste y tengo miedo.
Francisco tendría que haber sido un santo para resistir el tono suplicante de la mujer a la que amaba en silencio. Levantó una mano, la acercó hacia donde supuso que hallaría la boca sensual de Elizabeth y fue recompensado con el tacto sedoso de sus labios. Los recorrió con la punta del índice, raspándolos con su yema callosa. Sintió el calor de un suspiro de la joven y esa sensación lo sacudió hasta la médula. Se inclinó apenas, ubicándose mejor bajo la carreta, y comprobó que ella se había movido también, acortando la distancia. Sin dejar de tocarla, Fran acercó la cara hasta sentir sobre su propia boca la respiración entrecortada de Elizabeth y rozó los labios con los suyos. Era el tipo de beso que daba el naturalista Santos Balcarce. Sólo él sabía cuánto le costaba refrenar el impulso de separar esos labios y empujar con su lengua hasta el fondo. Sus ingles se tensaron al captar la tibieza del cuerpo de Elizabeth. Al alejarse, distinguió el rostro de la muchacha alzado hacia él en actitud expectante, los ojos cerrados y la boca entreabierta. "Carajo", pensó desesperado. No podía revelarse como el energúmeno que era sin destruir la farsa que había montado. Debía mantener las apariencias. "No me tientes, Elizabeth", oró en su mente. Sin embargo, la joven parecía no advertir nada extraño. Su actitud pasiva y satisfecha le crispaba los nervios. Unió de nuevo su boca a la de ella y la sintió latir bajo su beso. Elizabeth estaba excitada. O quizá temblase de miedo. Volvió a besarla con más insistencia y captó la sutil invitación en los labios entreabiertos. Sin detenerse a pensar en las consecuencias, abrió los suyos y atrapó la boca de Elizabeth con voracidad, recorriendo los recovecos cálidos con su lengua atrevida y sorbiendo la de la joven con fuerza, hasta tomarla para sí, privándola de toda voluntad.
Elizabeth se sintió transportada a un universo tibio y seguro entre los brazos del señor Santos. La corpulencia del hombre la envolvía, al tiempo que las manos recorrían su silueta camuflada por capas de ropa gruesa. Santos olía a pasto húmedo y a lana de oveja, pues había permanecido sobre el campo al anochecer, envuelto en su poncho. Era un olor reconfortante y ella, en su repentina fragilidad, necesitaba aferrarse a las cosas terrenales. Elevó sus propias manos hasta tocar el cabello áspero del hombre, que se estremeció al sentirla. Impulsada por la necesidad, hundió los dedos hasta la nuca y allí permaneció, dejando que el calor del cuerpo de Santos aliviase sus escalofríos.
Fran estaba en llamas. Había añorado tanto los besos de aquella noche, en la casita de la playa... Elizabeth conservaba la combinación de dulzura y audacia que tanto lo cautivaba. Con delicadeza retiró su boca y observó en la oscuridad los rasgos pálidos de la muchacha. Tenía los ojos enturbiados por el deseo y los labios hinchados. Fran deslizó un dedo por la mejilla húmeda: había llorado y conservaba las huellas. Una ternura arrolladora se apoderó de él y la abrazó con fuerza, jurándose protegerla de todo mal, hasta que un pensamiento insidioso penetró en su mente: Elizabeth se entregaba a Santos Balcarce, el supuesto hermano del hombre al que había amado en la laguna. Y lo hacía sin escrúpulos, después de reconocer que estaba encinta de otro. La idea de ser aceptado tan pronto como sustituto de su otro yo lo golpeó con dureza. ¿Acaso no había significado nada para ella? ¿Le daba lo mismo cualquier hombre, Julián Zaldívar o el hermano ficticio? La separó de sí con repugnancia. Elizabeth percibió el cambio de actitud, pues abrió del todo los ojos y trató de ver en el rostro del hombre la razón.
—¿Qué sucede? —murmuró.
—Es mejor que mantengamos la distancia, señorita O'Connor, por su bien. No quiero agregar confusión a su agitada vida.
Las palabras cayeron como plomo sobre la atribulada muchacha, que se sintió despreciada. La tibieza de momentos antes se transformó en un abismo de frialdad que obligó a Elizabeth a arrebujarse en sus mantas para conjurarlo.
Santos volvía a parecerse al señor de la laguna, hostil y enigmático.
—Duerma —dijo con voz cortante—. La despertaré cuando amanezca.
Elizabeth apoyó la cabeza sobre el rollo de tela que le servía de almohada y cerró los ojos con fuerza, intentando no pensar que se hallaba sola de nuevo, en un desierto en plena noche, a merced de los indios y de un hombre que la había besado con el mismo fervor que Francisco Peña y Balcarce.
Eliseo partió con la primera claridad del tercer día. En silencio, como todos los de su raza, preparó su caballo y se aproximó a la carreta.
—Misely —dijo con voz contenida—. Debo partir.
—Lo sé, Eliseo. Me gustaría que vinieras con nosotros.
El muchacho miró hacia el oeste, donde lo esperaba la misión vengadora de Calfucurá.
—No puedo.
Habría querido decir más, explicarle a su maestra que ya no era el niño de la escuelita, aunque llevaría en su pecho el recuerdo de aquellos días como un tesoro. Su parquedad se lo impedía. Elizabeth sonrió, comprensiva.
—Ve con Dios, Eliseo. Y sé un hombre bueno. Recuerda que tu madre te ama y te espera, no te alejes demasiado de ella.
El joven indio contempló a su maestra con adoración. Estaba a un palmo de caer rendido ante ella y no podía permitírselo. No ahora, que formaba parte de algo importante, como siempre había querido. Carraspeó para dar tinte de bravura a su voz y contestó:
—Volveré cuando todo termine.
Las palabras enigmáticas hicieron fruncir el ceño a Elizabeth.
—¿Cuando todo termine?
La expresión de Eliseo se endureció, transformándolo en el guerrero que era.
—La guerra, Misely.
La respuesta del muchacho reveló la inmensidad del abismo que los separaba. Elizabeth sintió dolor por él, por la familia del Calacha y por ella misma, que no contaría más con aquel alumno díscolo, si es que alguna vez regresaba a la laguna. Con ternura, tomó la mano callosa de Eliseo y la llevó hasta sus labios.
—Entonces, que Dios te proteja y nos proteja a todos —murmuró.
El joven contrajo las mandíbulas y contuvo el impulso de arrancar su mano de las suaves manos de Misely. No deseaba avergonzarse ante ella derramando lágrimas justo cuando empezaba a ser alguien entre los suyos. Lo salvó la llegada del hombre de los médanos.
—¿Vamos?
Francisco pensó que esos dos llevaban bastante tiempo murmurando y decidió acortar la despedida. Si bien no temía que Elizabeth sucumbiese a la adoración que le profesaba el muchacho, le fastidiaba que ella albergase en su pecho preocupación por todos, menos por el hombre que la había amado tiempo atrás. Francisco Peña y Balcarce era el último en la lista de consideraciones de la señorita O'Connor.
Eliseo recuperó el porte guerrero y, tras una mirada dura a Fran y otra más cálida a Elizabeth, montó de un salto sobre su caballo y se alejó al galope.
La joven se quedó mirándolo hasta que fue un punto en el horizonte.
—Lo vamos a extrañar —comentó, casi para sí.
Fran respondió con un gruñido. Sus sentimientos hacia Eliseo eran ambivalentes: gratitud por haber salvado la vida de Elizabeth al llevarla a los toldos, combinada con desconfianza hacia sus inclinaciones guerreras. Tampoco él pudo dejar de observar la partida del muchacho, sobre todo porque admiraba la estampa que formaba montado en el brioso alazán de la cuadra de los Zaldívar.
Siguieron la dirección sudeste durante tres largas horas sin intercambiar una palabra. Después de dejar atrás las tierras del Azul, poco faltaba para llegar a las serranías del Tandil y a El Duraznillo. Avanzaban con cierta tranquilidad, protegidos por la nueva línea de frontera, bastante extendida hacia el oeste en el último año. Los rumores de la Gran Coalición habían obligado a fortalecer la vigilancia y, en más de una ocasión, el eco de la llanura trajo hasta los viajeros disparos de fusiles que daban el santo y seña a la guardia de los fortines. Francisco no se confiaba del todo, dado el estado de insurrección reinante. Huellas de caballos indios a lo largo del camino confirmaban sus temores.
—¿Falta mucho? —preguntó Elizabeth, agotada.
Había evitado quejarse, en parte porque deseaba llegar y también porque no quería dar el brazo a torcer y ser la primera en hablar con aquel hombre desconcertante. El recuerdo del beso atrevido punzaba en su mente y la intranquilizaba.
—Cuando veamos los montes de duraznos, podremos considerarnos a salvo —respondió Francisco—. Hasta entonces, conviene apurar el paso aunque, si no se encuentra bien, aquí cerca hay un pequeño refugio de piedras.
La estaba forzando demasiado, tomando en cuenta su estado y las necesidades naturales de una dama.
—¿Duraznos?
La voz de Elizabeth sonó ansiosa. Sin duda, añoraría alguna fruta fresca después de la epopeya vivida. Fran lamentó no poder ofrecerle nada semejante. Llevaban sólo agua y los víveres proporcionados por los tehuelche, no muy refinados para una dama.
—En toda esta tierra al sur del Salado hay montes de duraznos. El gobierno ordenó plantarlos hace años y proveyó las plantas, sin cargo alguno. Fue una manera de obligar a los estancieros a civilizar la región.
La respuesta de Fran aclaraba la razón del nombre de la estancia de los Zaldívar.
—¿Y dónde está ese refugio de piedras? —aventuró ella.
Fran ocultó su sonrisa. Terca como mula, no iba a pedirle que se detuvieran, sino a sugerirlo de modo casual, con su vocecita inocente. Decidió ceder, por esa vez.
—Aquí nomás, a la izquierda. Voy a ensillar el otro caballo mientras usted se refresca.
Elizabeth se recogió las faldas de cuero prestadas y casi se arrastró hacia la hondonada que formaban las rocas. La ropa india era más cómoda para atender a sus necesidades en plena pampa que sus enaguas y faldas con metros de tela, botones y lazos. Al salir del hueco, observó que el hombre ya había traspasado los arreos al caballo de remonta y fumaba un cigarro con indolencia. La pose arrogante, aun en medio de la situación lastimosa en que se encontraban, alimentó un pensamiento inquietante que se había ido formando en su cabeza desde hacía tiempo.
—Santos.
Él se volvió, respondiendo con naturalidad al nombre.
—Me preguntaba...
Fran aguardó, mientras evaluaba el estado de Elizabeth después de tan ardua travesía. Sus ropas eran una mezcla andrajosa de quillango y chaqueta de dama. Y las botitas, destrozadas, se hallaban sujetas al pie por unas tiras de cuero que Huenec había improvisado. Así y todo, Fran la encontraba cautivante.
—Me preguntaba si usted vería bien el camino sin sus gafas.
Por un momento, él mantuvo la mirada fija en ella, como si dudara de sus intenciones, y al fin soltó un suspiro, resignado.