Elizabeth se estaba convirtiendo en un enigma.
—No deseo volver a la ciudad —dijo, distante.
Fran observó que miraba hacia el horizonte, donde la caída del sol teñía de rosa las nubes.
—Perdona si te parezco atrevido —respondió, siempre en su papel de Santos, el naturalista—. ¿No hay nadie a quien le importe tu ausencia? Deben extrañarte los que te conocen, sin saber de ti durante tanto tiempo. Recuerdo que me hablaste de un matrimonio llamado...
—Miranda —aclaró ella, con un matiz cálido al recordarlos.
—Los Miranda, sí. Y el sacerdote de la capilla. ¿Acaso no esperaban verte de nuevo? Hasta mi hermano, pese a su enfermedad, podría preocuparse al saber que hubo un pequeño malón en las cercanías.
La mención del hombre de la laguna provocó en Elizabeth una reacción que no pasó desapercibida a Francisco: se puso rígida, apretando los bordes del poncho sobre sus hombros. La calidez huyó de su mirada.
—Sé que mi hermano actúa de modo desconcertante, pero sin duda se preocuparía por tu salud si supiese que has estado enferma.
Elizabeth notó la confianza con que ese hombre se dirigía a ella, olvidando el trato respetuoso y cortés que había mantenido en la ciudad. Claro que acababan de compartir algo más que un té y paseos junto al río. Lo miró con ojo crítico antes de responder:
—Su hermano está aún más enfermo que yo. Y no ha recibido el tónico que puede curarlo. ¿Lo tiene usted todavía?
Fran se sintió incómodo ante el giro de la conversación. Del remedio quedaba apenas un poco y él había tenido buen cuidado de no usarlo en público, para no levantar sospechas.
—Lo tengo, sí, aunque no sé si es buena idea seguir adelante con el plan. Tu estado de salud es delicado.
Elizabeth se enderezó más aún.
—Me repondré. Gozo de una excelente salud irlandesa. Creo que su hermano necesita más cuidados que yo.
Se incorporó para reforzar lo dicho, pisando el extremo de la ruana, lo que la hizo trastabillar. Francisco se apresuró a detener su caída. Al tocarla, notó la delgadez de la muchacha y masculló una maldición.
—Disculpe si tropecé con usted al caer —dijo ella con sequedad.
—No es eso y lo sabes, Elizabeth. Me enfado al ver que no te recuperas lo suficiente como para salir de aquí. No comes como debes, estás hecha un manojo de huesos.
—Vaya, gracias. Veo que usted y su hermano se parecen más de lo que creí. Ninguno se destaca por su galantería.
La mordacidad en la voz de la joven espoleó el carácter de Francisco. Ella se tomaba a la ligera el estado de salud cuando era imperioso que se cuidase, no sólo por sí misma sino también por el bebé. Decidió que era el momento de aclarar esa cuestión.
—Esto es algo serio, Elizabeth. La esposa del Calacha te cuida con guante fino, como si fueses de porcelana. ¿Hay algún problema que yo no sepa?
—¿Desde cuándo nos tratamos con tanta familiaridad, señor Santos? No lo recuerdo —respondió ella, ignorando la pregunta.
Francisco suspiró, exasperado.
—Pensé que habíamos superado las barreras formales después de sobrevivir ambos a un ataque indio, señorita O'Connor. Elizabeth contrajo el rostro en una mueca de dolor.
—Así es, ambos hemos sobrevivido, no todos.
La referencia a Julián provocó en Fran un sentimiento ambiguo: dolor por el amigo perdido y celos por la melancolía con que lo recordaba Elizabeth.
—No puedo cambiar lo sucedido, aunque lo deseo de corazón —dijo con voz estrangulada—. Julián sería el primero en querer verla recuperada y en honor a él debería intentarlo, señorita O'Connor.
Elizabeth lo miró de reojo, mientras ambos caminaban hacia el toldo donde Huenec estaría preparando una sopa sustanciosa para ella. Al llegar a la fogata, se volvió hacia el hombre fornido que se había convertido en su escolta.
—Por Julián me esforzaré, entonces. Y puede volver al trato familiar, Santos. Ya me había acostumbrado.
Después, se inclinó bajo la cortina de cuero y desapareció tras el resplandor del fuego.
Transcurrieron varios días, cruciales para la recuperación de Elizabeth. La muchacha parecía haber tomado una decisión y comenzó a alimentarse y a ejercitar su cuerpo a conciencia. Una joven de la toldería le regaló prendas que le permitían moverse con libertad y aprovechó esa ventaja para dar largos paseos al sol, a veces acompañada por Tayin, otras por Francisco y, pese al disgusto de éste, algunas veces por Eliseo, que aún residía en la vivienda familiar. El contacto con su antiguo alumno le devolvía la ilusión de retomar su puesto de maestra. Muchas de sus enseñanzas seguían latentes en el joven rebelde y saberlo le producía la satisfacción del deber cumplido. Y también añoranza por aquellos que había dejado en la estacada al partir. Huenec le aseguró que el hijo de sus entrañas crecía sano y fuerte y esa certeza la inundó de gratitud. Dios no la había desamparado del todo.
Al cabo de una semana, le anunció a Francisco su decisión.
—Estoy dispuesta a emprender el viaje, Santos. Me encuentro mucho mejor.
Pese a esperar con ansias ese momento, Francisco se preocupó, pues la travesía era dura, más aún en el estado de Elizabeth, un estado que ella no había confesado en ningún momento.
—¿Qué dice Huenec sobre eso? —inquirió.
—Que podría haber partido mucho antes, pero prefirió esperar a que su hijo pudiera acompañarnos parte del camino.
Esa revelación picó a Francisco. Eliseo no era tan niño como para no sentir algo por la joven maestra, sentimiento que, unido a la admiración que le despertaba Elizabeth y al recelo que le provocaba él, auguraban un viaje conflictivo.
—¿Hasta dónde? —preguntó.
Elizabeth se encogió de hombros. No conocía la geografía del lugar.
—Creo que las distancias se miden aquí por tiempo más que por kilómetros, así que haga el cálculo, tomando en cuenta que Eliseo dijo que viajaría dos días con nosotros.
Dos días. Un infierno.
—Supongo que es mejor cruzar el desierto de a tres, sobre todo si uno de los tres es indio. Un seguro para el caso de encontrar rebeldes.
Elizabeth lo miró con la severidad de maestra que él recordaba.
—No es bueno desmerecer la ayuda que se recibe, señor Santos.
—Veo que hemos vuelto al trato formal.
—Nunca me alejé de él, señor Santos, al menos yo.
Y la joven le volvió la espalda, dejando a Francisco malhumorado. Si ella quería imponer distancia, no la defraudaría. El también tenía su orgullo.
La partida de los toldos fue conmovedora. Huenec había entablado una verdadera amistad con la maestra de la laguna, reforzada por el sentimiento de ambas mujeres hacia Eliseo. Tayin y otras muchachitas indias que veneraban a Elizabeth por su dulzura y por haberles enseñado algunos palotes de escritura la abrazaron sin pudor y derramaron lágrimas al pie del carretón donde la maestra viajaría.
El Calacha no acudió a la despedida. Vigilaba desde lo alto de un montículo de rocas, inmóvil como una de ellas, la vista fija en el horizonte que aguardaba a los viajeros. Si alguna lágrima se deslizó por las curtidas mejillas del cacique tehuelche antes de que el viento pudiese secarla, nadie lo supo.
La carreta, tirada por un par de mulas y escoltada por Gitano, el alazán y otro caballo de remonta, emprendió el largo camino hacia el sudeste, dejando atrás el humo de los fuegos que apenas se distinguían en la inmensidad.
Eliseo cabalgaba con ligereza, aproximándose a la maestra cada tanto para preguntar si estaba cansada, si deseaba agua, si prefería detenerse... Francisco montaba en la retaguardia, vigilando las espaldas de la caravana y también al atrevido muchacho.
Elizabeth había decidido al fin refugiarse en El Duraznillo, sin duda influida por su alma de samaritana, para acompañar a los Zaldívar en su duelo. Fue esta decisión lo que engendró una idea en Fran, tan desgarradora como apropiada a las circunstancias. Amaba a Elizabeth tanto como para sacrificarse por ella, y el recuerdo de su amigo muerto, un alma pura y noble, acabó por decidirlo. El no merecía a ninguno de los dos. Les haría un favor a ambos, para luego desaparecer. Mentiría sobre la paternidad del niño que aguardaba Elizabeth, lo haría pasar por hijo de Julián. Se lo debía a su amigo, para que sus padres tuviesen el consuelo de un nieto. Y a ella, para que cuando él muriese quedase amparada por un apellido y una familia. En cuanto a él... apretó los dientes para contrarrestar la angustia que le produjo pensar en su hijo criado por otros. Un latido y una puntada lo llevaron a palpar sus ropas en procura del tónico. Destapó el corcho y bebió de golpe lo que restaba. Al diablo con todo. Podía morirse tranquilo, la mujer que amaba estaría a salvo.
"Por ti, Julián", murmuró, y cerró los ojos, transido de dolor. Fiel a su carácter, no tuvo en cuenta la voluntad de Elizabeth. Haría lo que debía hacerse. Ella entendería que era su única oportunidad para rehacer su vida. Como madre del hijo de Julián Zaldívar, pertenecería a la sociedad de la que él había sido expulsado; sería respetada. Los Zaldívar eran poderosos, podrían convencer a todos de que Julián se había casado antes de su muerte.
Acamparon bajo la carreta, donde Fran improvisó un lecho para Elizabeth. Montarían guardia por turnos, pues si bien no esperaban ataques de indios durante la noche, forajidos de toda calaña recorrían el arenal y no podían descuidarse. Luego de su guardia, se acomodó a escasos metros de la carreta, envuelto en su poncho y apoyando la cabeza en el recado. Había pasado gran parte de su período de vigilancia perdido en pensamientos acerca del futuro de Elizabeth y rumiando planes de venganza sobre Jim Morris. Se preguntaba dónde estaría, pues ella parecía no recordar nada después del ataque a la galera, sólo haberse despertado en medio de la toldería. Hasta ahora, él no podía asegurar que el forastero no la hubiese violado, o que no lo hubiesen hecho todos los salvajes que atacaron la caravana. Tal vez fuera eso lo que le había causado semejante fiebre. Tales pensamientos agitaban su sangre y hacían peligrar su cordura, por eso los evitaba cuanto podía. De pronto, percibió un sonido ahogado. Se incorporó y aguzó la vista para penetrar la oscuridad que los separaba. No cabía duda, Elizabeth lloraba y trataba de contener sus sollozos. Fran se arrastró hacia ella y metió la cabeza bajo la carreta.
—Elizabeth, soy yo. ¿Sucede algo? ¿Se siente mal?
Maldijo ante la posibilidad de que ella tuviese una recaída en esos momentos, cuando atravesaban la llanura, sin auxilio médico. La muchacha hizo un ruidito de sorpresa al verse descubierta y no respondió.
—Sé que está acongojada. Sabe que puede decírmelo. O a Eliseo, si no me tiene confianza —masculló.
—No estoy enferma, sólo triste.
La confesión traspasó el corazón de Francisco. ¿Qué consuelo podía ofrecerle, si él mismo era un despojo? Sin embargo, intentó tranquilizarla.
—Los caminos son duros y las noches nos obligan a enfrentarnos con nuestros fantasmas, Elizabeth. Le aseguro que no bien arribemos se sentirá mejor. ¿Es seguro que no le duele nada?
Vio que la joven negaba con la cabeza.
—Bien, eso es lo principal. ¿Tiene miedo?
Nuevo movimiento, esta vez afirmativo.
—Eliseo y yo estamos acostumbrados a los peligros, así que no debe temer. Con suerte, pronto entraremos en un territorio que los indios no transitan. Eliseo seguirá su rumbo, lo sabe.
Elizabeth asintió.
—No deseo que se vaya.
Fran carraspeó, molesto.
—Él tiene sus propios designios.
—Es sólo un niño —comentó Elizabeth.
Fran no respondió a eso.
—¿Santos?
—Sí, Elizabeth, dígame lo que quiera.
—¿Qué diría usted si...? —comenzó la joven, y le falló la voz.
—Diga lo que sienta, Elizabeth. Aunque somos casi extraños, hemos compartido cosas importantes y puede confiarme sus temores.
Fran intentó no pensar en las cosas importantes que habían compartido.
La vocecita de Elizabeth sonaba amortiguada entre las mantas:
—¿Qué pensaría si le dijese que no soy tan buena como todos creen?
—Diría que se equivoca, por supuesto. Salta a la vista que es una buena persona.
—No en ese sentido, sino como mujer —aclaró, algo fastidiada por no ser comprendida de inmediato.
—¿Como mujer? No entiendo.
Sin embargo, Fran creía entrever hacia dónde se dirigían los temores de Elizabeth. No intentó facilitárselo, por miedo a develar sus propios sentimientos.
—Olvídelo, Santos. Es complicado explicar ciertas cosas a un hombre. Por lo menos, a ciertos hombres.
—Entiendo que no soy la clase de hombre en quien se puede confiar —dijo con voz fría Francisco.
—No se ofenda, es que no nos conocemos tanto como para que le confíe mis intimidades igual que a... —y Elizabeth se interrumpió, como si temiese pronunciar un nombre.
Esa reserva encendió el temperamento de Francisco.
—¿Quiere decir como a Julián, por ejemplo? Porque entiendo que mi hermano no fue digno de su confianza tampoco, tan brutal como es.
—Julián fue un buen amigo —murmuró ella en tono nostálgico.
—¿Nada más que eso?
—No es poca cosa —retrucó ella.
—Sabe a qué me refiero.
—Si lo que quiere saber es si amaba a Julián, déjeme decirle que hice un gran esfuerzo por amarlo mientras fue mi amigo, pues he visto pocos hombres tan encantadores. Sin embargo...
—¿Sí?
—No es algo que se pueda ordenar al corazón.
Francisco no contestó. Su propio corazón latía frenético ante las intimidades que le contaba Elizabeth. ¿Qué más podría confiarle en esa noche estrellada donde no se veían las caras y apenas se percibían como sombras?
—Santos, quiero que sepa algo, por si ocurre lo peor.
—Nada va a ocurrirle, Elizabeth.
—No, no, déjeme decirle ahora lo que negaré por la mañana —insistió la muchacha, presa de cierta desesperación—. Estoy encinta.
A pesar de saberlo ya, la confesión golpeó las entrañas de Francisco como una revelación. Por fin, Elizabeth admitía esperar un hijo suyo.
Lo que dijo a continuación lo dejó helado:
—No sé quién es el padre.
—¿Cómo dice? —casi aulló, provocando que Eliseo se volviese a mirarlos desde su puesto de vigía.
—Sabía que me juzgaría mal —empezó a decir Elizabeth.
—No entiendo —protestó Fran, intentando controlar su voz—. ¿Cómo que no conoce al padre?