La Maestra de la Laguna (70 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Tú —dijo con voz clara, muy diferente de la que usaba para sus letanías— serás el sacrificador.

Francisco no entendía qué se esperaba de él y su mano se dirigió en un impulso hacia el puñal que escondía bajo el poncho, pues la palabra "sacrificio" lo había puesto en guardia. No permitiría que aquellos salvajes tocasen un solo pelo de Elizabeth. Antes, deberían matarlo y, aún agonizante, se llevaría a varios al infierno. La expresión de Huenec lo tranquilizó en parte: esa mujer había cuidado de Elizabeth y parecía desearle el bien. No obstante, dejó que su mano descansara sobre el mango del cuchillo a través de la tela.

La vieja insistía e instó a Francisco a que les procurara el animal del sacrificio. Viendo que el hombre dudaba, lo empujó con energía hacia la puerta. Al salir al frío nocturno, Fran alcanzó a escuchar la exclamación de Eliseo ante la palabra
kahuej,
pronunciada por la anciana.

Las otras tiendas estaban cerradas. Cada familia disfrutaba de su intimidad, ajena a los sufrimientos de la joven blanca que luchaba por sobrevivir. Sólo los fuegos ardían, como antorchas vigilantes, y alguna que otra silueta masculina se movía furtiva entre las sombras. Si bien aquel asentamiento pertenecía a la gente de Catriel, que convivía en paz con los blancos, las nuevas circunstancias impedían fiarse de nadie. El mismo Calfucurá podía ordenar un ataque a las tribus amigas del gobierno. Francisco acariciaba el puñal mientras trataba de imaginar qué se esperaba que hiciera. No le agradaba dejar sola a Elizabeth en la tienda, rodeada de indios, aunque debía reconocer que se preocupaban por ella. Y saber que la familia de Eliseo la albergaba en su propia casa era una garantía, pues los alumnos de la laguna amaban a la maestra. "Tal vez más de la cuenta", pensó, sarcástico, al recordar que Eliseo se había vuelto hombre en esos meses.

Deambuló en círculos, esperando ver alguna sabandija de la noche y no tener que sacrificar a uno de los muchos perros que poblaban la toldería, cuando escuchó pasos y se volvió, presto a defenderse. Era Eliseo. Francisco no simpatizaba con el muchacho más que éste con él, sin embargo, en ese momento Eliseo parecía compadecerlo por algo. Un relincho cortó el silencio y el joven indio miró hacia donde descansaban sus cabalgaduras.

—La abuela ya eligió.

Francisco lo miró sin comprender, hasta que Eliseo se dirigió hacia la oscuridad, más allá del resplandor de las llamas, y desenganchó al alazán.

—¿Qué haces? —exclamó Fran, interponiéndose.

—Éste es el elegido —repuso con sencillez Eliseo, aunque en sus ojos se leía la pena por tener que sacrificar a tan espléndido animal.

—Déjalo.

Eliseo se encogió de hombros.

—La abuela dijo que debía ser un animal suyo.

—Este caballo no me pertenece, lo traje porque perdí el mío.

Eliseo dudó ante esa confesión y acarició el cuello del alazán con reverencia.

—Creo que quiere que haga usted un sacrificio.

—¿Yo debo matarlo? —se horrorizó Francisco.

Eliseo levantó la barbilla, desafiante.

—¡Qué! ¿No haría eso por Misely?

Francisco entrecerró los ojos, calibrando el orgullo del muchacho y tratando de ver si había algo de enamoramiento en su actitud.

—Daría la vida por ella, por eso vine. Pero no veo la razón de matar a un animal tan valioso cuando cualquier bicho que camine puede servir.

Eliseo movió la cabeza con tristeza.

—La curación requiere un gran sacrificio de parte de alguien que ame a la señorita.

Ambos permanecieron silenciosos. Francisco no confiaba en la medicina de la vieja y desde el principio tuvo la intención de llevarse a Elizabeth rumbo al fortín más cercano donde hubiese un médico, aunque no vio nada malo en dejar que esa gente hiciese su ritual, mientras tanto. Elizabeth le había contado que la esposa del Calacha sabía curar con hierbas y que se había mostrado muy eficaz cuando él sufrió aquel ataque. Qué ironía haber estado ambos en el mismo lugar y con la misma gente, procurándose la salud que les era esquiva. Eliseo tampoco estaba de acuerdo con sacrificar al noble animal. Era corriente que los sacrificios se hiciesen con alguna yegua vieja cuya sangre se daba a beber en un cuerno de toro. Sin embargo, el alazán...

—La abuela no sabe cuál es su caballo —dijo el muchacho de pronto.

—¿Qué sugieres?

—Mate a cualquier otro. El que monté cuando vine puede servir.

—¿Sacrificarías a tu propio caballo?

—No lo haría gratis, señor —sonrió con astucia Eliseo.

Francisco leyó la intención en los ojos negros del muchacho y sonrió, a su vez. Con razón se sentía incómodo el hijo del Calacha entre los niños de la escuelita. Era casi un hombre cuando la maestra lo convocó a su aula, y sin un pelo de tonto. Fran tendió la mano hacia el joven indio. Renunciaría al alazán y así, el sacrificio personal se cumpliría sin necesidad de matar al animal.

—Trato hecho. Pero tendrás que proporcionarme un caballo, aunque sea viejo, para la señorita O'Connor. Y me llevaré a Gitano, que la trajo hasta aquí —dijo, sorprendiendo a su vez a Eliseo.

Ni lerdo ni perezoso, Fran había descubierto a su tordillo entreverado con la tropilla de la toldería. Faltaba saber en qué circunstancias lo habían encontrado, aunque eso podía esperar. Eliseo apretó la mano ofrecida con firmeza y entre ambos hombres se selló un pacto que no era amistoso, sino de respeto. Juntos, buscaron al cansado caballo de tiro para arrancarle el corazón.

Elizabeth escuchaba cánticos y aspiraba extraños vapores que le picaban en la nariz. Muchas veces intentó abrir los ojos, pero fue en vano: el sueño era profundo y le costaba salir de él. Una voz entre todas distrajo su atención. Profunda, hueca, murmuraba palabras que jamás había escuchado antes:

—Mi amor... Debes curarte... Voy a cuidar de ti...

Su sonido era dulce y ella se sintió confortada, a pesar de no saber quién las pronunciaba. Varias veces cayó en un sopor sin sueños y otras tantas percibió lo que la rodeaba sin verlo hasta que, al cabo de mucho tiempo, una mano fresca tocó su frente y su mejilla.

—Mejora —oyó decir.

Los cánticos prosiguieron y el golpeteo de unos cascabeles también. Sintió algo viscoso y desagradable que rozaba su cara y la exclamación ahogada que acompañó a esa sensación. Luego, la voz profunda se dedicó a consolarla.

—No temas... Ya pasará...

Le parecía flotar sobre el camastro donde la acostaron, como si su cuerpo fuese etéreo; la cabeza le daba vueltas con un vértigo que la asustaba, y la voz estaba siempre ahí, a su lado, brindándole apoyo. A ella se agregó el contacto de una mano fuerte y caliente que tomó la suya y la envolvió por completo. Habría jurado que la mano se apoyó un instante sobre su vientre, a través de la manta que la cubría. En ese momento, sus ojos cerrados se llenaron de lágrimas que se derramaron por sus mejillas.

—Shhh... Todo va a salir bien.

Varios sueños más tarde, Elizabeth levantó los párpados pesados y recibió el impacto de la claridad filtrándose por las aberturas del toldo. Bañados en esa luz lechosa, los objetos se veían más deslucidos. Una presencia a su derecha llamó su atención: una viejecita consumida como pasa de uva, encogida en postura fetal, balanceándose con cierto ritmo y acunándose con una letanía murmurada. Elizabeth reconoció la voz de los cánticos. La mujer tenía los ojos fijos en su vientre y, de modo instintivo, Elizabeth protegió a su bebé con una mano que sacó de abajo de la manta. La mujer la miró y lanzó un gemido agónico, contorsionándose de manera espasmódica. A la izquierda del lecho, otra presencia irrumpió de pronto: una figura corpulenta de aspecto desgreñado. Con sus manos tanteó sobre el cuerpo de Elizabeth y se inclinó hacia su rostro.

—¿Estás bien?

Elizabeth abrió más los ojos y los fijó en aquel hombre de cabello enmarañado y barba crecida. La miraba con sus ojos dorados, taladrándola. Llevaba una vincha y un poncho de lana que lo cubría casi por completo. No era un indio. Parecía... parecía...

—¿Santos? —murmuró, conmocionada, Elizabeth.

Su voz fue apenas un murmullo que bastó para provocar una sonrisa avasalladora en el hombre.

—Estás despierta.

¿Lo estaba? ¿No era acaso el sueño más extraño de todos? Se encontraba enferma en la toldería, sin saber cómo había llegado allí, y ahora se presentaba ante ella el hombre menos pensado, el naturalista Santos Balcarce, hermano del señor de la laguna. ¿O era acaso el otro, el mismísimo Francisco Peña y Balcarce el que se inclinaba sobre ella con expresión atenta y cariñosa? Imposible. Jamás descubriría semejante actitud en el hombre bestial que había conocido.

—Santos...

—Shhh, no hables por ahora. Ya podrás hacerlo cuando bebas algo caliente. Hace días que no comes.

No comía desde hacía tiempo, era cierto. Su estómago se lo recordaba con rugidos poco delicados. El hombre sonrió de nuevo.

—Veré si puedo conseguirte un caldo —dijo.

La voz. Era la misma que la había consolado durante las fiebres. La reconocía. La viejecita se incorporó y pasó por la cara de Elizabeth una mano flaca que olía a hierbas.

—Ya está.
Nguenechén
estuvo aquí y te salvó, niña.

La mujer parecía satisfecha con lo que veía, pues se puso a palmear y a brincar, desmintiendo los años que aparentaba tener. Ante tanto jolgorio, varias personas entraron al toldo. Elizabeth reconoció a la hermosa Huenec y le dedicó una débil sonrisa. La mujer corrió a llamar a su esposo y a una jovencita tímida que vestía quillango como el resto. Entre los que entraron, agolpándose alrededor de su lecho, Elizabeth distinguió un rostro muy querido.

—Eliseo —dijo con voz ronca por la emoción.

—Misely —respondió el muchacho, arrodillándose a su lado—. Yo fui a buscar a la abuela para que la curase.

En un arrebato infantil, Eliseo quiso que su maestra supiera que había hecho algo por los demás, como ella le decía tantas veces. Elizabeth levantó su mano enflaquecida y acarició la cabeza del guerrero como si en él viese todavía al niño rebelde que tanto trabajo le daba.

—Gracias —murmuró—. Siempre supe que eras bueno.

Huenec contempló la emoción que afloraba al rostro de su hijo y sintió que también adentro de ella se ablandaba algo. Tal vez, el muchachito que había criado con tanto amor no estuviese perdido del todo.

CAPÍTULO 31

—¿Tienes frío?

Se hallaban sentados sobre mantas al sol de la tarde, a cierta distancia de las casas. Elizabeth tenía un poncho pampa sobre los hombros, a manera de chal, y las piernas cubiertas por una ruana tejida. La palidez de los primeros días había sido sustituida por un dorado que acentuaba las pecas de la nariz. Estaba delgada, pese a las atenciones de Huenec, y eso preocupaba a Francisco.

La joven se arrebujó más en su poncho.

—Un poco. El sol ya casi no calienta.

—Entremos entonces —propuso Fran, y se aprestó a levantarla en brazos.

—Puedo caminar —protestó Elizabeth—. No es necesario que me carguen a cada momento.

Fran la contempló en silencio. Algo que Elizabeth no había recuperado durante su convalecencia era el buen humor. Pasaba muchos ratos ensimismada y él no encontraba la manera de distraerla. La gente de la toldería ya se había acostumbrado a la callada presencia de la joven, considerándola normal. La rutina se instaló de nuevo en la toldería, como si nada fuera de lo común hubiera sucedido. Los días transcurrían sin nada que hacer salvo madrugar, caminar para que Elizabeth ejercitara sus músculos, comer carne de armadillo, avestruz o guanaco, en el mejor de los casos, y beber las tisanas preparadas por Huenec, que vigilaba de cerca a la muchacha. La vieja curandera había regresado a su vivienda del monte, después de recomendar a Francisco que bebiese la sangre del caballo sacrificado. Le regaló un cuerno vaciado para ese fin y palmeó el vientre de Elizabeth. Ella se había ruborizado, sin atreverse a mirar a la cara al hombre que, desde su llegada, se había convertido en su protector.

Francisco no tenía muchas ocasiones de hablar en la intimidad con ella. La vida en las tolderías era muy compartida. En algunos toldos hasta se levantaban las cortinas de cuero para poder ir y venir de una tienda a la otra, ampliando la convivencia a dos familias completas. No veía el momento de alejarse de allí cuando Elizabeth estuviese recuperada. A decir verdad, no sabía por qué no lo estaba ya. La esposa del Calacha aseguraba que todo iba bien, aunque se mostraba remisa a autorizar la partida de la muchacha. Francisco sospechaba que se debía al deseo de tener una compañía femenina nueva. Huenec era la única capaz de arrancar una sonrisa o una conversación a Elizabeth.

Esa mañana, Francisco había ido con el Calacha a visitar el corral para elegir un caballo y el jefe indio insistió en darles también un carro para que la muchacha
huinca
viajase cómoda. Francisco aceptó, pues sabía que esa gente se ofendía si rechazaban sus regalos. Recordó la yegua que el mismísimo Catriel había obsequiado a Elizabeth. ¡Qué bien les vendría ahora ese animal, joven y brioso! Deberían conformarse con uno de los flacos caballos de la tribu para la remuda. El invierno y la sequía habían mermado en mucho la carne de los animales, causando la muerte de algunos. Le había contado a Elizabeth el proyecto de partir en breve, sin que la joven mostrara interés.

—¿Adonde iría? —preguntó sin entusiasmo.

—A Buenos Aires, por supuesto —respondió él, desconcertado—. Te repondrás mejor en la casa de tus tíos.

El silencio de Elizabeth fue elocuente. No deseaba volver con sus tíos. Tampoco quería retornar a El Duraznillo, donde la ausencia de Julián sería un motivo más de infelicidad. El rancho de los Miranda estaba descartado, los pobres no podrían cargar con una mujer embarazada y sola, que ni siquiera contaba con fondos para sostenerse. La única alternativa era regresar a Boston, y aun eso se complicaba, sin dinero ni acompañante. Ya no era la joven intrépida del viaje de llegada, ahora aguardaba un hijo y estaba convaleciente de una grave fiebre. Esperaba que no hubiese afectado al bebé. En un movimiento inconsciente, se palpó el vientre al pensar en el niño. Francisco la vio y contuvo un suspiro de exasperación. ¿Cuándo le confesaría ella su estado? No sabía a ciencia cierta si lo creía Santos Balcarce o estaba fingiendo. A menudo la sorprendía mirándolo con fijeza y, al verse descubierta, desviaba la vista con rapidez.

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