La luz en casa de los demás (3 page)

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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

BOOK: La luz en casa de los demás
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—¿Qué pasa, pequeñita? —me preguntó Tina.

—Mamá —dije yo. Y del bolsillo del abriguito me saqué una carta.

25 de octubre de 1993

Vida mía:

Te he visto apenas un momento, antes de que una enfermera te llevara a otro sitio. Tenía tantas, tantísimas ganas de conocerte que, por supuesto, tú lo has notado y has venido al mundo dos meses antes de lo previsto.

Minúscula como una almendra
[1]
, dice el médico.

Por eso ahora tendrás que estar un tiempo en una cajita de cristal: ¡para que dejes de ser una almendra y te transformes en una niña de verdad! El médico me asegura que todo irá bien, pero ¿qué pinto yo en esta cama de hospital si tú no estás conmigo?

Por eso te escribo.

Porque no consigo pensar en nada más que en ti.

Y porque son tantas las cosas que me gustaría darte, desde este mismo momento hasta siempre, y tengo tanto miedo de no ser capaz que, al menos, si algún día lees esta carta, sabrás que lo habré intentado con todas, todas, todas mis fuerzas.

Me gustaría que estuvieras aquí conmigo ahora, pero eso ya te lo he dicho.

Me gustaría, me gustaría, me gustaría.

Me gustaría encontrar para ti un nombre perfecto, uno de esos nombres que, cuando la gente te pregunta «¿Cómo te llamas?», al contestarles tú «Me llamo tal», te dicen: «Pero ¡qué bien te queda ese nombre! ¡Parece hecho a propósito para ti!»

Me gustaría, me gustaría, me gustaría.

Me gustaría haber estudiado un poco mejor mi lengua y haber leído muchos libros bonitos para escribirte una carta con las palabras más hermosas del mundo: pero nunca me gustó mucho el colegio. Y luego, cuando murieron los abuelos, tuve que espabilarme y encontrar trabajo, así que ¡adiós a la cultura!, por no hablar del trabajo que encontré por fin, en la Gestoría de Administración de Fincas Poggio Ameno: siempre estoy lidiando con las cuentas y los impuestos que la gente paga o no paga, ¡vamos, que hago de todo menos utilizar palabras bonitas! Pero una chica a la que conocí gracias a este trabajo, que se llama Lidia, me dijo una vez una cosa que me dio que pensar: «Cuanto mejor sabes utilizar las palabras, en lugar de acercarte, más te alejas de lo que quieres expresar de verdad.» Así que, ¿sabes lo que te digo? ¡Me alegro de no saber escribir bien para decirte todo lo que me gustaría!

Me gustaría, me gustaría, me gustaría.

Darte todo el chocolate que quieras sin que engordes (está riquísimo, mi preferido es el que lleva leche).

Que si tus compañeros de clase se burlan de ti por la razón que sea, tú pienses que los que se equivocan son ellos, no tú.

Hacer muchos viajes contigo (yo ni siquiera tengo pasaporte, pero ahora me lo voy a sacar porque el mundo es enorme, y tú tienes que verlo todo, tienes que conocerlo entero).

Me gustaría que no te pusieras nunca enferma.

Que no te salieran las muelas del juicio (duele muchísimo cuando te las arrancan).

Que te gustaran los sombreros tanto como a mí, así podremos coleccionarlos juntas.

Me gustaría que tuvieras muchos amores tontos, de los que te ponen mariposas en el estómago y te hacen sentir que estás como en una nube: todo el mundo me dice y me repite que, en la vida, el amor no lo es todo, y por supuesto que tienen razón. Pero ¿qué quieres que te diga? Los días más felices de mi vida (sin contar el de hoy, claro), han sido aquellos en que he estado enamorada. A lo mejor de alguien que no valía en absoluto la pena, pero ¿qué más da? No hay nada más bonito en el mundo que despertarse en una cama en la que nunca habías dormido antes y pensar: en este preciso momento no necesito nada más de la vida.

Vamos, que me gustaría que vivieras tantas y tantas mañanas como ésas.

Pero claro, también me gustaría que luego, en un momento dado, encontraras a la persona adecuada (adecuada para ti, quiero decir). Yo no lo he conseguido, pero aún no he perdido la esperanza. El problema es que los hombres se quedan encandilados cuando ven por primera vez una jirafa en el zoo: pero luego en casa prefieren tener un perrito.

Por eso me gustaría que te convirtieras en una persona especial como una jirafa en la ciudad, pero con el instinto doméstico del perrito (que es algo que yo nunca he tenido).

Me gustaría, me gustaría, me gustaría.

Que te gustara bailar.

Que, en los momentos de desesperación, no te diera por envidiar la felicidad, o la suerte o los éxitos de los demás, las certezas, los resultados o la luz en casa de los demás: en todas partes hay cosas buenas y cosas malas.

Me gustaría pensar que siempre serás más fuerte que lo que te pueda pasar en la vida.

Me gustaría enseñarte a cocinar.

Me gustaría enseñarte a conocer los nombres de las plantas (incluso las raras).

Me gustaría que encontraras un amigo, como lo es para mí mi amigo Michelangelo, alguien que, mientras todo lo demás gira y cambia, se quede quieto y esté siempre ahí.

Que aprendieras al menos un idioma extranjero (yo no conozco ninguno y me siento estúpida).

Me gustaría que leyeras esta carta siempre que lo necesites, para que pueda hacerte bien, como a mí hoy me está haciendo bien escribirla.

Me gustaría que, hasta entonces, la guardes siempre, dentro de un sobre, como una especie de amuleto mágico que te protegerá de todas las cosas malas del mundo.

Me gustaría, me gustaría, me gustaría.

Que nos peleáramos el mínimo necesario para entender lo importantes que somos la una para la otra.

Que tuvieras el pelo liso (dicen que tenerlo rizado es un rollo).

Me gustaría que tu padre fuera un astronauta que se pasea por la Luna pero que siempre está pensando en nosotras, y no un hombre como tantos otros, un hombre que vive en la calle Grotta Perfetta 315 y, una tarde de marzo, quizá por aburrimiento, quizá por curiosidad, hizo el amor conmigo en el antiguo lavadero del sexto piso.

Me gustaría, me gustaría, me gustaría.

Que las enfermeras te trajeran aquí cuanto antes.

Porque sé que todos los días nace alguien, pero también, por desgracia, muere alguien. Qué se le va a hacer. Cuando te toca a ti te crees que es la primera vez que ocurre, la primera vez en absoluto. Y hoy me parece que ninguna mujer, aparte de mí, ha sido nunca

Mamá

• • •

En el antiguo lavadero del sexto piso, la última palabra de esa carta se agitaba como una mosca en una trampa, una mosca que, cuanto más pugna por liberarse, más ruido hace y más llama la atención sobre su presencia.

El silencio general no hacía sino darle cancha, conseguir que se la viera con más nitidez: existía, de manera inevitable. Y, con ella, esas cuatro líneas de igual modo inevitables. Ahora ya existían también.


¿Quieren… quieren que se la vuelva a leer? —preguntó Tina Polidoro.

Rompió el silencio un llanto ahogado. Era de la señora Barilla. O quizá de Lidia. Tanto da. Las dos se pusieron a sollozar bajito.


¿Quieren que vuelva a leerla? —repitió Tina Polidoro.

Y, de nuevo, no hubo respuesta: lo cual para Tina no hacía sino afianzar el vago malestar que había empezado a invadirle desde el principio de esa reunión de junta de propietarios improvisada la tarde misma del funeral, como si fuera culpa suya que Mandorla le hubiera entregado esa carta, como si ella hubiera podido evitar que Maria la escribiera, seis años antes, que Maria ya no estuviera ahí, que María, aquella tarde de marzo…

Porque Tina Polidoro era así. Habría podido perfectamente echarle la culpa de sus desgracias a su familia, a la suerte, a Dios o a quien fuera.

Pero ni se le pasaba por la cabeza.

Si los seres humanos pueden dividirse en dos categorías, los que piensan que tienen derecho a existir, y los que, por el contrario, piensan que tienen el deber de hacerlo, ella, sin duda alguna, estaba entre estos últimos. Le resultaba del todo imposible considerar una injusticia que su vida, bien mirada, se asemejara a una larga e ininterrumpida serie de problemas e incordios: qué va, al contrario. Se sentía afortunada incluso de no haberse topado jamás con el escollo de una esperanza, para poder acostumbrarse sin distracciones inútiles a la soledad que de inmediato se había plantado en su vida para germinar en días, meses y años, hasta un total de sesenta y nueve.

No pensaba merecer que le ocurriera nada bueno, eso es todo, y no porque hubiera hecho algo malo. Eso no. Simplemente porque están por un lado los que vienen al mundo de cabeza, y luego están, que no son muchos, los que vienen al mundo de nalgas: Tina había venido así. Causando dificultades, desde el primer momento, a la ginecóloga y a la pobrecita de su madre, que durante toda su vida no había dejado de echárselo en cara.

«Si hubieras nacido de una manera normal, como el resto de tus hermanos, a estas alturas a lo mejor todavía me cabría la ropa de cuando tenía veinte años», decía entre dientes, con casi noventa años y otros tantos kilos desparramados en un sofá de la residencia de ancianos donde Tina se había visto obligada a ingresarla, cuando ya no daba abasto para vigilar que su madre no le vaciara regularmente la nevera, la despensa, el aparador del salón donde guardaba las chocolatinas y, a falta de algo mejor, se lanzara al asalto de las cajas de comida para gatos.

«Y tu padre no me habría abandonado, si me hubiera cabido esa ropa», añadía al final, cuando Tina estaba a punto de irse, y fingía hablar sola, cuando en realidad estaba muy atenta a que su hija pudiera oírla, tanto que algunas veces hasta sentía la necesidad de repetírselo: «Tu padre no me habría abandonado si no llega a ser por ti.»

Y Tina volvía a casa, en el primer piso de ese edificio estrecho y bajo, rosa y verde de Poggio Ameno
[2]
, que vaya nombrecito divertido, parecía hecho aposta, el barrio de la periferia de Roma donde había nacido (de nalgas) y crecido, y donde por fin ahora envejecía, en la calle Grotta Perfetta, para más inri.

Volvía a casa y se calentaba ocho
tortellini
cada noche: por la mañana, a las seis y media, a la vez que el café ponía al fuego una olla con agua y cocía dieciséis. Era una costumbre de cuando era profesora, antes de jubilarse, para poder volver a casa aunque fuera a las dos de la tarde, si había reunión de padres, y encontrarse la comida lista. Bastaba con que se calentara luego los dieciséis tortellini. Y los ocho que quedaban después del almuerzo le aseguraban la cena.

A veces les echaba salsa de tomate, otras veces sólo mantequilla. Según. Había días en que sentía que se contaba entre los que piensan que si un primer plato no lleva salsa de tomate entonces no es un primer plato, y días en que se incluía entre los que opinan que tanto da el aliño mientras haya algo que llevarse a la boca.

Establecer de vez en cuando dos categorías en las que dividir el mundo era la única manera que había tenido siempre de entender mínimamente las cosas que le pasaban, lo que la rodeaba y, sobre todo, de entenderse a sí misma.

Razonar así le hacía sentir que era una más entre tantos, que no estaba sola.

Por ejemplo, si hay hombres que delegan todo en el destino, y otros que deciden su destino, una mañana de septiembre, de improviso, su padre había pasado de la primera a la segunda categoría.


Pero ¿qué quiere decir ser parmesano? —preguntaba la pequeña Tina.


Se dice partisano, estúpida —le contestaba su madre, y ahí terminaba la conversación.

Con los gemelos también era imposible hablar. Sólo les sacaba un par de años, pero enseguida habían hecho entre ellos una especie de alianza secreta que excluía al resto del mundo y que los llevó, nada más terminar el bachillerato, a montar una empresa constructora en Santo Domingo que suscitó un gran orgullo por parte de su madre, pero una gran perplejidad también por parte de la Interpol, que poco tiempo después los detuvo, obligando a Tina a despedirse de los ahorros familiares, que hasta ese momento había administrado ella, a dar clases particulares de matemáticas todas las tardes y a limpiar los baños de la estación Termini los fines de semana, además de seguir ejerciendo de maestra en la escuela primaria de Poggio Ameno.

Pero, por suerte, al final todo se había solucionado.

Los gemelos habían salido de la cárcel, y hacía cerca de tres años que Tina ya no recibía noticias suyas, desde cuando le habían mandado una postal desde Sihanoukville, una playa de Camboya en la que, según contaban, habían abierto un restaurante italiano y eran felices.

Desde entonces no habían vuelto a dar señales de vida. Pero si se hubieran metido en problemas me habría enterado, pensaba Tina, porque yo sería la primera persona con la que se pondrían en contacto para que les sacara las castañas del fuego. Y, misteriosamente, en lugar de enfadarla, esa certeza le producía cierto alivio.

Además los gemelos y su madre eran lo único en el mundo que podía definir como suyo, aparte de la casa de Poggio Ameno, y sin tener en cuenta a
Naranja,
el gato que, cada noche, trepaba a su balcón para cenar pero que, el resto del día, vivía como un vagabundo por el barrio: tanto es así que Tina le tenía cariño, sí, pero no sentía que tuviera con él la confianza suficiente como para poder tutearlo.

«¿Tiene hambre? —le preguntaba, en cuanto el hociquito egoísta aparecía entre los geranios. Y luego añadía—: «La señorita Celeste y el señor Naranja —decía canturreando, mientras le llenaba el cuenco con comida—, cuántos colores en una sola canción.»

Porque su nombre, en el pasado, había sido Celeste. O bueno, mejor dicho: en el registro seguía figurando así.

Pero claro, desde que su padre había desaparecido en la guerra —y las personas que lo conocían se dividían en dos categorías: quienes lo consideraban un héroe, desaparecido misteriosamente en el valle Sangone, y quienes, por el contrario, decían que era un cabrón porque aseguraban haberlo visto por las calles de París del brazo de una rubia de bote con un tremendo escote y un trasero generoso—, ya nadie la había llamado así: su madre y los gemelos, evidentemente, siempre habían pensado que Tina pegaba más con ella.

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