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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La luna de papel (23 page)

BOOK: La luna de papel
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Había llegado el momento. Montalbano hizo acopio de todo aquello de lo que podía hacer acopio en su interior, músculos, aliento, nervios. Un saltador de trampolín un momento antes de lanzarse. Y saltó.

—Angelo sólo tendría que haberla amado a usted, ¿verdad?

—Sí.

Ya estaba. Entrar en aquel oscuro sotobosque formado por raíces entrelazadas, serpientes, tarántulas, nidos de víbora, hierbas silvestres, espinosos matorrales, había sido muy fácil. Penetrar en la selva oscura no había ofrecido ninguna dificultad. Pero abrirse camino a través de ella exigía valor.

—Pero ¿usted no tuvo un novio? ¿No se enamoró?

—Sí. Pero Angelo…

Allí estaba, bajo un árbol, la planta maligna. Muy bonita a la vista, pero, si te metes una hoja en la boca, letal.

—Angelo se encargó de eliminarlo. ¿Es así?

—Sí.

No tiene confines esta selva enferma que huele a muerte. Y cuanto más te adentras en ella, más te espera al acecho el horror que no quisieras ver ni sentir.

—Y cuando Teresa se quedó embarazada, ¿fue usted quien convenció a Angelo de que le practicara un aborto tendiéndole una trampa?

—Sí.

—Nadie tenía que entrometerse en su… en su…

—¿Qué ocurre, comisario? —preguntó ella en un susurro—. ¿No encuentra la palabra adecuada? Amor,
dottor
Montalbano. La palabra es amor.

Abrió los ojos y volvió a mirarlo. Ahora sobre la superficie del líquido amarillento se estaban formando unas ampollas de gran tamaño que estallaban como a cámara lenta. Montalbano se imaginó el hedor que despedían: el olor dulzón de la descomposición, los huevos podridos, las emanaciones de lagunas enfermas.

—¿Cómo se enteró de que habían matado a Angelo?

—Me llamaron por teléfono. El mismo lunes, hacia las nueve de la noche. Me dijeron que habían ido a hablar con él, pero que lo habían encontrado muerto. Me ordenaron deshacerme de todo lo que permitiera descubrir el trabajo que hacía Angelo por cuenta de ellos. Y yo obedecí.

—No sólo obedeció. Sino que subió al cuarto donde su hermano acababa de ser asesinado y creó unas pruebas falsas contra Elena. Fue usted quien preparó todo el montaje de las bragas en la boca, los vaqueros abiertos y el sexo fuera.

—Sí. Quería asegurarme, tener la certeza de que Elena fuese acusada del delito. Porque fue ella. Ésos a Angelo ya lo encontraron muerto.

—Eso ya lo veremos. Pueden haberle mentido, ¿sabe? Entretanto, dígame una cosa: ¿conocía a la persona que la llamó para informarle de la muerte de su hermano?

—Sí.

—Dígame su nombre.

Michela se puso en pie muy despacio. Estiró los brazos como si se desperezara.

—Vuelvo enseguida. Voy a beber un poco de agua.

Fue a la cocina, arrastrando los pies y con los hombros todavía más encorvados.

Montalbano no supo ni el cómo ni el porqué, pero de pronto se levantó y corrió a la cocina. Michela no estaba. Se asomó al balcón abierto. Una bombilla encendida iluminaba la explanada delante del garaje, pero su pálida luz bastó para permitirle ver una especie de saco negro, inmóvil en el suelo. Michela se había arrojado al vacío sin decir una palabra, sin emitir un grito. Y el comisario comprendió que la tragedia, cuando se interpreta en presencia de terceros, adopta poses y habla en voz alta, pero cuando es profundamente auténtica, habla en voz baja y sus gestos son humildes. Claro, la humildad de la tragedia.

Tomó una rápida decisión: aquella noche, él no había estado en el apartamento de Angelo. Cuando descubrieran el cuerpo, creerían que se había matado porque no conseguía superar la pérdida de su hermano. Y así tendría que ser.

Cerró muy despacio la puerta del apartamento temiendo que su majestad lo sorprendiera, bajó por los peldaños muertos, salió a la calle, subió a su automóvil y se fue a Marinella.

Dieciocho

En cuanto entró en su casa, se sintió muy cansado y experimentó un profundo deseo de acostarse, tirar de la colcha hacia arriba, cubrirse la cabeza y permanecer allí con los ojos cerrados en un intento de borrar el mundo.

Eran las once de la noche. Mientras se quitaba la chaqueta, la corbata y la camisa, consiguió, cual si fuera un prestidigitador, marcar el número de Augello.

—Salvo, pero ¿es que te has vuelto loco?

—¿Por qué?

—¡Llamar a estas horas! ¡Despertarás al chiquillo!

—¿Lo he despertado?

—No.

—Pues entonces, ¿por qué me rompes los cojones? Tengo que decirte una cosa importante. Ven inmediatamente a mi casa, a Marinella.

—Pero, Salvo…

Colgó. Llamó a Livia, pero nadie contestó. A lo mejor se había ido al cine. Se desnudó por completo, se situó bajo la ducha, gastó toda el agua del primer depósito, soltó una maldición, hizo ademán de abrir el segundo de reserva, pero se detuvo. Y si por la noche no daban el agua, ¿cómo se lavaría por la mañana? Mejor ser prudente.

Mientras esperaba a Mimì, decidió cortarse las uñas de manos y pies. Cuando terminó y llamaron a la puerta, fue a abrir desnudo tal como estaba.

—¡Pero es que yo estoy casado! —exclamó escandalizado Mimì—. ¿No me habrás invitado para enseñarme tu colección de mariposas?

Montalbano le dio la espalda y fue a ponerse unos calzoncillos y una camisa.

—¿La cosa será larga? —preguntó Mimì.

—Más bien sí.

—Pues entonces sírveme un whisky.

Se sentaron en la galería. Antes de tomar el primer sorbo, Montalbano levantó el vaso.

—Enhorabuena, Mimì.

—¿Por qué?

—Has resuelto el caso del camello al por mayor. Mañana podrás presumir exhibiéndote con Liguori.

—¿Estás de guasa?

—Para nada. Lástima que lo hayan matado, había traicionado la confianza de la familia Sinagra.

—¿Quién era?

—Angelo Pardo.

—¿Ese que encontraron muerto de un disparo con la polla al aire?

—Exactamente.

—Estaba convencido de que era un delito pasional, una historia de mujeres.

—Eso es lo que querían que nos tragáramos.

Augello torció la boca.

—Salvo, ¿estás seguro de lo que dices? ¿Dispones de pruebas?

—Las pruebas están en una caja blindada dentro del ataúd de Angelo Pardo. Pides las autorizaciones, abres el ataúd, sacas la caja, la abres también con la llave que ahora mismo voy a darte, y dentro encontrarás no sólo la cocaína sino también la otra sustancia que la convirtió en veneno.

—Perdona, Salvo, pero ¿quién metió la caja blindada en el ataúd?

—Su hermana Michela.

—¡Pues entonces es cómplice!

—Te equivocas. Ella no sabía nada de los manejos de su hermano. Pensó que la caja, cuyas llaves no tenía, contenía cosas personales de Angelo, y la colocó dentro del ataúd.

—¿Por qué?

—Porque de esa manera, en la eternidad, el muerto podría abrirla de vez en cuando y, contemplando sus cosas, podría recordar los buenos tiempos de cuando vivía.

—¿He de creérmelo?

—¿La historia del muerto que de vez en cuando abre la caja?

—Me refiero al hecho de que la hermana no supiera nada de las andanzas de su hermano.

—No. Tú no. Pero los demás sí. Tienen que creerlo.

—¿Y si Liguori la interroga y ella se contradice?

—No te preocupes, Mimì. No será interrogada.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Lo sé y basta.

—Pues entonces cuéntamelo todo desde el principio.

Se lo contó casi todo, de la misa la media. No le dijo que Michela estaba metida hasta el cuello en aquella mierda, sino sólo hasta las rodillas, le explicó que la necesidad de dinero de Angelo se debía al vicio del juego, dejando así discretamente en la sombra a Elena, y le comunicó que el comandante de la Policía Judicial Laganà y un compañero suyo podrían facilitarle a él y a Liguori unos útiles elementos.

—Pero ¿cómo es posible que Pardo conociera a la familia Sinagra?

—El padre de Angelo era un firme partidario político del senador Nicotra. Y el senador debió de presentar a Angelo a alguien de los Sinagra. Y éstos, al darse cuenta de que Angelo andaba escaso de dinero, debieron de contratarlo. Angelo traicionó su confianza y ellos mandaron pegarle un tiro.

—Me parece haber oído que en la boca del muerto encontraron un par de hilos de un tejido…

—Todo teatro, Mimì, una puesta en escena para enturbiar las aguas.

Hablaron unos momentos más, Montalbano le entregó el llavero de Angelo y cuando Mimì se marchaba, sonó el teléfono.

—¿Livia? ¿Cariño? —dijo el comisario.

—Lamento decepcionarlo,
dottore.
—Era la voz de Fazio—. Pero es que acaban de comunicarme que han encontrado el cuerpo de Michela Pardo. Se ha suicidado arrojándose desde el balcón de la casa de su hermano. Estoy en la comisaría, pero he de ir para allá. ¿Las llaves del apartamento las tiene usted?

—Sí, te las mando con el
dottor
Augello que casualmente está aquí conmigo. —Colgó—. Michela Pardo se ha suicidado.

—¡Pobrecita! ¿Digamos que no ha resistido el dolor? —preguntó Augello.

—Digámoslo.

En los cuatro días siguientes no ocurrió nada. El señor jefe superior aplazó a una fecha todavía por concretar su entrevista con Montalbano.

Y ni siquiera Elena lo llamó.

Y eso era algo que, en cierto sentido, le desagradaba. Creía haber entendido que la chica le había echado el ojo y que aplazaba el ataque hasta el final de la investigación. «Para no crear equívocos», había dicho. O algo por el estilo.

Y tenía razón: si en aquellos momentos hubiera puesto en práctica sus poderes de seducción, Montalbano habría pensado que lo hacía para ganarse su amistad y complicidad. Pero ahora que hasta Tommaseo la había exculpado, la posibilidad de un equívoco ya no existía. ¿Pues entonces?

¿Y si la presa a la que la pantera había echado el ojo era otra? ¿Y si el que había creado un malentendido era él? Supongamos que un conejo ve una pantera que lo persigue y, muerto de miedo, se lanza a correr para escapar. De repente el conejo ya no oye a su espalda a la bestia feroz. Se gira y ve que la pantera se ha puesto a perseguir a un cervatillo. La pregunta es: ¿por qué el conejo, en lugar de alegrarse, habría de decepcionarse por el hecho de haber dejado de ser la presa?

Al quinto día, Mimì Augello detuvo a Gaetano Tumminello, hombre de la familia Sinagra y sospechoso de cuatro homicidios, bajo la acusación de haber matado a Angelo Pardo.

Durante veinticuatro horas Tumminello sostuvo que jamás había estado en casa de Angelo, es más, juró que ni siquiera sabía dónde vivía. La fotografía del presunto asesino apareció en la televisión. Entonces se presentó ante Mimì en la comisaría el
commendatore
Ernesto Laudadio, alias S. M. Víctor Manuel III, para declarar que la noche de aquel lunes él no pudo entrar en su garaje porque delante había un coche aparcado que jamás había visto anteriormente y cuyo número de matrícula anotó. Entonces se puso a tocar el claxon, y al poco rato apareció el propietario, sí señor, el hombre de la fotografía que habían mostrado en la televisión, ni más ni menos que él, el cual, sin decir ni pío, subió al coche y se fue.

Como consecuencia de ello, Tumminello tuvo que cambiar su versión. Dijo que había acudido a casa de Angelo Pardo para hablarle de un negocio, pero que ya lo encontró muerto. No sabía nada de unas bragas metidas en la boca de Pardo. Y puntualizó que cuando él lo vio, la cremallera de los vaqueros de Pardo estaba cerrada. Hasta el punto de que, al oír decir que a Pardo lo habían descubierto en posición obscena (lo dijo exactamente así, «posición obscena»), él, Tumminello, se escandalizó.

Como es natural, nadie lo creyó. No sólo había matado a Pardo porque éste había distribuido una cocaína mortal, con riesgo de provocar una matanza, sino que además había tratado de desviar el curso de la investigación. Los Sinagra lo dejaron tirado, y Tumminello, siguiendo la tradición, exculpó a los Sinagra: sostuvo que la idea de la droga había sido suya y sólo suya, como suya había sido también la idea de fichar a Pardo, al que sabía necesitado de dinero, y que la familia que le había concedido el honor de acogerlo como un hijo fiel y respetuoso lo ignoraba todo. Pero insistió en que él, cuando fue a ver a Pardo para hablarle de la grandísima putada que había hecho con la cocaína mal cortada, lo encontró ya muerto de un disparo.

—¿Ir a hablar es un amable eufemismo para decir que había ido a casa de Pardo para matarlo? —le preguntó el fiscal.

Tumminello no contestó.

Entretanto, el comandante Melluso, compañero de Laganà, había conseguido descifrar la clave de Angelo, y las nueve personas que figuraban en la lista se vieron metidas de lleno en el fregado. En realidad, los nombres de la lista eran catorce, pero los cinco restantes (entre ellos el ingeniero Fasulo, el senador Nicotra y el honorable Di Cristoforo) pertenecían a personas a las que, gracias a las escasas aptitudes químicas de Angelo, ya no era posible acusar.

Una semana después, Livia se presentó para pasar tres días en Vigàta. No se pelearon ni una sola vez. La madrugada del lunes, Montalbano la acompañó al aeropuerto de Punta Raisi, y tras verla marcharse, subió al coche para regresar al pueblo. Pero como no tenía nada que hacer, decidió seguir una carretera interior en muy mal estado, por cierto, pero que le permitiría disfrutar de unos cuantos kilómetros más del paisaje que a él le gustaba, el que estaba hecho de tierra requemada y casitas blancas. Se pasó tres horas circulando con la cabeza vacía de pensamientos. De pronto se dio cuenta de que se encontraba en la carretera que desde Giardina llevaba a Vigàta, lo cual significaba que le faltaban pocos kilómetros para llegar. Pero ¿no estaba algo más arriba el surtidor de gasolina donde la noche del lunes Elena había hecho el amor con el empleado de allí? Cómo se llamaba… ah, sí, Luigi.

«Ea pues, vamos a conocer a ese Luigi», se dijo.

Circuló todavía más despacio, mirando a derecha e izquierda. Y al final vio la gasolinera. Una techumbre parcialmente rematada por unos tubos de neón apagados, bajo la cual había tres surtidores. Y nada más. Entró en la explanada y se detuvo. La garita del empleado era de obra y estaba casi enteramente escondida por el tronco de un acebuche milenario. Desde la carretera resultaba casi imposible verla. La puerta estaba cerrada. Tocó el claxon, pero no apareció nadie. ¿Cómo era posible? Bajó y fue a llamar a la puerta de la garita. Nada, silencio. Se giró para regresar al coche y vio, justo al borde de la explanada, junto a la carretera, la parte posterior de un rectángulo metálico mantenido en su sitio por una barra de hierro. Un letrero. Se colocó delante de él, pero no pudo leerlo porque estaba cubierto en tres cuartas partes por una mata de hierba silvestre, la cual echó abajo a patadas. El letrero había perdido el barniz, una mitad estaba manchada de herrumbre, pero las letras todavía se distinguían con claridad: «Los lunes, cerrado».

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