La luna de papel (16 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

BOOK: La luna de papel
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—¿Y yo qué tengo que ver con la política?

—Tienes que ver aunque no lo sepas. En un asunto como éste, ¿te das cuenta de lo que tú representas?

—¿Qué represento?

—El proveedor de mierda.

—Me parece excesivo.

—¿Excesivo? Después del descubrimiento de que Nicotra y Di Cristoforo consumían droga y han muerto por eso, se produce un unánime repudio de su memoria que corre parejo con la alabanza no menos unánime de tu persona, que ha sido la que ha detenido al camello. Al cabo de tres meses como máximo, alguien, desde el mismo bando político de Nicotra y Di Cristoforo, empieza por revelar que Nicotra consumía ínfimas cantidades de droga con fines terapéuticos y que Di Cristoforo hacía lo mismo porque tenía encarnada la uña del dedo gordo del pie. O sea que no se trataba de vicio, sino de medicamento. Poco a poco la memoria de ambos se rehabilita, y se empieza a decir por ahí que eres tú el que ha arrojado barro sobre los dos pobres difuntos.

—¡¿Yo?!

—Tú, sí señor, tú, porque has practicado una detención cuando menos imprudente.

Augello se quedó mudo y Montalbano remató la faena.

—¿Has visto lo que les está ocurriendo a los jueces de Manos Limpias? Se les reprocha ser culpables de los suicidios y las muertes por infarto de algunos acusados. Se pasa por alto el hecho de que los acusados eran corruptos o corruptores y merecían la cárcel; según estas bondadosas almas, el verdadero culpable no es el culpable que, en un momento de vergüenza, se suicida, sino el juez que lo ha hecho avergonzarse. Y ahora ya basta de hablar de esta historia. Si la has entendido, la has entendido. Si no la has entendido, ya no tengo ganas de volver a explicártela. Y ahora déjame trabajar.

Sin abrir la boca, Mimì se levantó y abandonó el despacho con la cara más negra que antes. Y Montalbano se quedó estudiando cuatro hojas llenas de números de los cuales no conseguía deducir nada de nada.

A los cinco minutos apartó las hojas asqueado y llamó a la centralita. Le contestó una voz que no conocía.

—Oye, tienes que buscarme el teléfono de un empresario de Palermo, Mario Sciacca.

—¿El de su casa o el de la empresa?

—El de su casa.

—Muy bien.

—Oye, el número sólo tienes que facilitármelo, ¿está claro? Si en los teléfonos no consta el número de la casa, ponte en contacto con los compañeros de Palermo. Después yo llamaré directamente.

—Comprendido,
dottore.
No quiere que se sepa que quien llama es la policía.

Experto y rápido el chaval.

—Dime el apellido.

—Sciacca,
dottore.

—No; el tuyo.

—Amato,
dottore.
Estoy sirviendo aquí desde hace un mes.

Decidió hablar con Fazio de aquel Amato, a lo mejor era un muchacho merecedor de ingresar en la brigada. Al poco rato sonó el teléfono. Amato le había encontrado el número del domicilio particular de Mario Sciacca. Lo marcó.

—¿Quién habla? —preguntó una voz de anciana.

—¿Casa de los señores Sciacca?

—Sí.

—Soy Antonio Volpe, quisiera hablar con la señora Teresa.

—Mi nuera no está.

—¿Ha salido?

—No; está en Montelusa. Su padre no se encuentra bien.

—Gracias, señora. Ya volveré a llamar.

¡Menuda suerte! A lo mejor igual se ahorraba un molesto viaje a Palermo. Buscó el número en la guía. Figuraban cuatro Cacciatore. Tendría que marcarlos todos, armándose de paciencia.

—¿Casa de los señores Cacciatore?

—No; casa Mistretta. Oiga, esta historia ya empieza a tocarme los cojones —dijo una enfurecida voz masculina.

—¿Qué historia, perdone?

—Eso de que sigan llamando cuando hace años que los Cacciatore cambiaron de casa.

—¿Y podría decirme su número por casualidad?

El señor Mistretta colgó sin contestar siquiera. No cabía duda de que la cosa comenzaba bien. Montalbano marcó el segundo número.

—¿Casa Cacciatore?

—Sí —contestó una agradable voz femenina.

—Señora, soy Antonio Volpe. He buscado en Palermo a la señora Teresa Sciacca y me han dicho que…

—Teresa Sciacca soy yo.

Montalbano se quedó casi sin habla, pillado por sorpresa por aquel exceso de buena suerte.

—¿Oiga? —dijo Teresa Sciacca.

—¿Cómo está su padre? Me han dicho que…

—Está bastante mejor, gracias. Tanto es así que mañana por la mañana regreso a Palermo.

—Tengo que hablar urgentemente con usted antes de que se vaya.

—Señor Volpe, yo…

—No me llamo Volpe, soy el comisario Montalbano.

Teresa Sciacca emitió una especie de hipido a medio camino entre el temor y el asombro.

—¡Oh, Dios mío! ¿Le ha ocurrido algo a Mario?

—Tranquilícese, señora, su marido está perfectamente bien. Tengo que hablar con usted sobre una historia que le concierne.

—¡¿A mí?!

Teresa Cacciatore pareció sorprenderse en serio.

—Señora, ¿se ha enterado de que Angelo Pardo ha sido asesinado?

Una larga pausa. Después un «sí» que fue un soplo, un suspiro.

—Puede creerme, habría preferido no tener que hurgar en recuerdos desagradables, pero…

—Lo comprendo.

—Le garantizo que se trata de un encuentro que tendrá carácter reservado, y, además, le doy mi palabra de honor de que jamás utilizaré su nombre en esta investigación por ningún motivo.

—No veo en qué puedo serle útil. Hace años y años que… En cualquier caso, no puedo recibirlo aquí.

—Pero ¿usted puede salir?

—Sí. Durante una horita podría ausentarme.

—Pues entonces dígame dónde quiere que nos veamos.

Teresa mencionó un café situado en una calle de la parte alta de Montelusa. A las cinco y media. El comisario consultó el reloj, tenía el tiempo justo para subir al coche y salir. El camino, para llegar a tiempo, debería recorrerlo al insensato promedio de sesenta-setenta kilómetros por hora.

Teresa Cacciatore, Sciacca de casada, tenía treinta y ocho años y toda la pinta de ser una buena madre de familia, una pinta que enseguida se comprendía que no era pura apariencia, sino auténtica realidad. La cita la turbaba profundamente y Montalbano acudió de inmediato en su ayuda.

—Señora, dentro de diez minutos como máximo podrá regresar a su casa.

—Se lo agradezco, pero no veo qué relación puede haber entre lo que ocurrió hace veinte años y la muerte de Angelo.

—En efecto, no la hay. Pero me es indispensable conocer ciertos comportamientos, ¿comprende?

—No, pero pregúnteme.

—¿Cómo reaccionó Angelo cuando usted le contó que esperaba un hijo?

—Se alegró. Y hablamos enseguida de casarnos. Tanto que yo, al día siguiente, empecé a buscar casa.

—¿Su familia lo sabía?

—Mi familia no sabía nada, ni siquiera conocía a Angelo. Después, una noche él me dijo que lo había pensado mejor, que casarnos era un disparate que le estropearía la carrera. Era un médico muy prometedor, eso es cierto. Y empezó a hablar de aborto.

—¿Y usted?

—Yo reaccioné muy mal. Tuvimos una pelea espantosa. Cuando nos calmamos, le dije que iba a contarlo todo en casa. Él se asustó mucho, papá es un hombre con quien no se pueden gastar bromas, y me suplicó que no lo contase. Le di tres días de tiempo.

—¿Para qué?

—Para que lo pensara. Me llamó la tarde del segundo día, un miércoles, lo recuerdo muy bien, y me pidió que me reuniera con él. Cuando nos vimos, me dijo que había encontrado una solución y que era necesario que yo lo ayudara. La solución era ésta: al domingo siguiente él y yo nos presentaríamos ante mis padres y se lo contaríamos todo. Después Angelo les explicaría los motivos por los cuales no podía casarse conmigo enseguida. Necesitaba estar por lo menos dos años libre de cualquier atadura: una lumbrera de la medicina lo quería como ayudante, pero tendría que pasarse dieciocho meses en el extranjero. En resumen, tras dar a luz, yo debería quedarme a vivir en casa de mis padres hasta que se arreglara la situación. Me dijo también que estaba dispuesto a reconocer su paternidad para tranquilizar a mis padres. O sea que en cuestión de dos años nos casaríamos.

—¿Y usted cómo se lo tomó?

—Me pareció una buena solución. Y se lo dije. No tenía ningún motivo para dudar de su sinceridad. Entonces él me propuso celebrarlo también con su hermana Michela.

—¿Ya se conocían ustedes?

—Sí, nos habíamos visto alguna vez, aunque ella no daba muestras de tenerme demasiada simpatía. La cita sería a las nueve de la noche en la consulta de un compañero de Angelo, una vez finalizadas las visitas.

—¿Por qué no en la suya?

—Porque no la tenía. Trabajaba en un cuartito que le había cedido ese compañero. Cuando llegué, el compañero ya se había ido y Michela aún no había llegado. Angelo me ofreció un zumo de naranja amargo. Me lo bebí y todo empezó a parecerme borroso, confuso, no podía moverme ni reaccionar… Recuerdo que Angelo llevaba puesta la bata y… —Siguió haciendo un esfuerzo por contarlo hasta que Montalbano la interrumpió.

—He comprendido. No siga.

Se encendió un cigarrillo. Teresa se enjugó los ojos con un pañuelo.

—¿Qué recuerda después?

Tengo recuerdos muy vagos. Michela con bata blanca como si fuese una enfermera y Angelo que decía algo… Después recuerdo que estaba en el coche con Angelo… Me encuentro en casa de Anna, una prima mía que lo sabía todo de mí… Dormí en su casa… Anna había llamado a mis padres diciéndoles que yo pasaría la noche con ella… Al día siguiente sufrí una terrible hemorragia, me llevaron al hospital y tuve que contárselo todo a papá. Y papá presentó una denuncia contra Angelo.

—¿O sea que usted jamás vio al compañero de Angelo?

—Jamás.

—Gracias, señora. Eso es todo —dijo Montalbano levantándose.

Ella dio la impresión de estar sorprendida y aliviada. Le tendió la mano para despedirse. Pero el comisario, en lugar de estrechársela, se la besó.

Trece

Llegó con un poco de adelanto a su cita con el comandante Laganà.

—Lo veo muy bien —dijo el comandante, mirándolo.

Montalbano se inquietó. Últimamente le ocurría que aquella frase le sonaba mal. Si alguien te dice que te ve bien, eso significa de modo implícito que esperaba verte peor. ¿Y por qué lo esperaba? Porque has llegado a una edad en que lo peor puede pasarte de la noche a la mañana. Sólo por poner un ejemplo: hasta cierto día de tu vida, resbalas, caes, te levantas y no te has hecho nada, pero después llega un día en que resbalas, caes y ya no puedes levantarte porque te has roto el fémur. ¿Qué ha sucedido? Ha sucedido que has traspasado el confín invisible de una edad a otra.

—Yo a usted también lo veo muy bien —mintió con cierta satisfacción.

A sus ojos, Laganà había envejecido considerablemente desde la última vez que lo viera.

—Estoy a su disposición —declaró el comandante.

Montalbano le habló del homicidio de Angelo Pardo y le dijo que el periodista Nicolò Zito, en el transcurso de una conversación privada, había suscitado en él la sospecha de que el móvil del asesinato pudiera estar relacionado con el trabajo que desempeñaba Pardo. Se lo estaba tomando con calma, pero Laganà lo comprendió todo al vuelo y lo interrumpió:

—¿Compadreo?

—Podría ser una hipótesis —dijo precavido.

Y le habló de los regalos muy superiores a sus ingresos que le hacía a su amante, de la desaparición de la caja fuerte blindada, de la cuenta corriente que debía de tener en algún banco que él no había conseguido localizar. Y al final sacó del bolsillo las cuatro hojas impresas del ordenador y el librito-clave, y los depositó en la mesa.

—No puede decirse que la transparencia fuera muy del gusto de este señor —fue el comentario del comandante tras haberlo examinado todo.

—¿Puede ayudarme?

—Pues claro, pero no espere un resultado rápido. No obstante, para actuar necesito algunos datos elementales pero esenciales. ¿Por cuenta de qué empresas trabajaba Pardo? ¿Con qué médicos y farmacias estaba en contacto?

—Tengo en el coche una gruesa agenda suya, de la cual se puede obtener buena parte de lo que a usted le interesa.

Laganà lo miró sorprendido.

—¿Y por qué la ha dejado en el coche?

—Primero quería asegurarme de que la cosa le interesaba. Voy por ella.

—Bien, entretanto yo hago una fotocopia de estas hojas y del cancionero.

O sea que, recapituló mientras regresaba a Vigàta, la señora, perdón, la señorita Michela Pardo no sólo le había contado de la misa la media con respecto al aborto practicado a Teresa Cacciatore, sino que, además, había omitido también el papel que ella desempeñó como coprotagonista. Para Teresa debió de ser una escena de película de terror, primero el engaño y la trampa, después,
in crescendo,
el novio que se convierte en carnicero y empieza a hurgar en su interior, mientras ella, tumbada en cueros sobre la camilla, ni siquiera consigue abrir la boca, y la futura cuñada enfundada en una bata blanca prepara los instrumentos…

Pero ¿qué relaciones de complicidad había entre Angelo y Michela? ¿Desde qué retorcido instinto fraterno habían surgido y se habían consolidado? ¿Hasta qué extremo habían llegado a estrechar sus vínculos? Y si les daba igual una cosa que otra, ¿de qué otras barbaridades habían sido capaces?

Aunque, bien mirado, ¿todo eso qué tenía que ver con la investigación? De las palabras de Teresa, que no cabía duda de que decía la verdad, se deducía que Angelo era un canalla, y eso Montalbano ya hacía tiempo que lo pensaba, y que la hermanita no habría vacilado en matar con tal de complacer al hermanito también lo pensaba desde hacía tiempo. Lo que le había contado Teresa era una confirmación de la clase de personas que eran los Pardo, pero no le permitía avanzar ni un milímetro en la investigación.


¡Dottori,
ah,
dottori
! —gritó Catarella desde su trastero—. ¡Tingo que dicirli una cosa de importancia!

—¿Has derrotado al tercer guardia de paso?

—Todavía no, siñor
dottori.
Es complicado. Quería dicirle que ha tilifoniado el
dottori
Arquaraquà.

¿Qué ocurría? ¿Lo llamaba el jefe de la Científica? Se abren las tumbas, los muertos se levantan… como decía el himno de Garibaldi.

—Arquà, Catarè, se llama Arquà.

—Si llama como si llama,
dottori,
total, usía lo entiende lo mismo.

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