Read La luna de papel Online

Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La luna de papel (21 page)

BOOK: La luna de papel
4.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Aquí Montalbano lanzó un suspiro de satisfacción. Para hacer lo que le daba la gana, Michela había dispuesto de todo el tiempo que necesitaba antes de denunciar la desaparición de su hermano, y probablemente la noche que él le permitió pasar en el apartamento ella dormiría feliz y satisfecha, total, ya lo había hecho todo. Seguía siendo una bobada descomunal, pero sin consecuencias directas.

Pero ¿por qué Michela tenía la certeza de que Angelo estaba metido en algún negocio sucio? La respuesta era sencilla. Al enterarse de que su hermano le había hecho costosos regalos a Elena, comprendió que el dinero no había salido de la cuenta común y que Angelo tenía una cuenta secreta con bastante dinero, demasiado para haberlo ganado honradamente. La historia de las gratificaciones y las primas a la productividad que le contó a él, Montalbano, era una trola como una casa. Aquella mujer era demasiado inteligente para que la cosa no le oliese a chamusquina.

Pero ¿por qué se había llevado la caja blindada? Para eso también había una respuesta: porque no consiguió descubrir dónde estaba escondida la segunda llave, la que encontró Fazio pegada a la parte inferior del cajón. Además, si se consideraba…

La consideración empezó ahí y ahí terminó. De repente empezaron a cerrársele los ojos mientras inclinaba la cabeza hacia delante. Lo único que podía tomar en seria consideración era la cama.

Tuvo la suerte de despertar unos minutos antes de que sonara el despertador. Pensó que aquella mañana era la del entierro de Angelo Pardo. La palabra entierro le recordó la muerte… Se levantó de un salto, corrió a la ducha, se lavó, se afeitó, se bebió el café, se vistió con el frenético ritmo de una película de Jaimito, hasta el punto de que, en determinado momento, le pareció oír el saltarín sonido del inevitable piano de acompañamiento, salió de casa y recuperó finalmente su ritmo habitual en cuanto se vio circulando en dirección a Vigàta.

Fazio no estaba en la comisaría. Mimì se había ido a Montelusa porque lo había llamado Liguori. Catarella estaba muy taciturno porque todavía no se había recuperado de la impresión sufrida la víspera con el ordenador de Pardo, cuando los guardias de paso desaparecieron de golpe y él se quedó contemplando la pantalla en blanco como el famoso desierto de los tártaros de Dino Buzzati. En resumen, un aburrimiento mortal.

A media mañana se recibió la primera llamada.

—Mi queridísimo amigo, ¿todos bien en casa?

—Muy bien,
dottor
Lattes.

—¡Pues gracias sean dadas a la Virgen! Quería decirle que hoy, lamentablemente, el señor jefe superior no podrá recibirlo. ¿Pongamos para mañana a la misma hora?

—Pongamos,
dottore,
faltaría más.

Gracias a la Virgen, aquel día también se ahorraría la contemplación de la cara del señor jefe superior. Pero le había entrado curiosidad por saber qué deseaba el jefe de él. Seguro que nada importante, puesto que aplazaba la visita con tanta facilidad.

«Esperemos que consiga decírmelo antes de que yo me jubile o de que a él lo trasladen a otro sitio», pensó.

Inmediatamente después recibió la segunda.

—Soy Laganà, comisario. Mi amigo Melluso, aquel a quien le pasé las hojas para que las descifrara, ¿recuerda?…

—Lo recuerdo muy bien. ¿Ha conseguido averiguar cómo funciona la clave?

—Todavía no. Pero entretanto ha hecho un descubrimiento que me ha parecido importante para sus investigaciones.

—¿De veras?

—Sí. Pero quisiera hablarle de ello personalmente.

—¿Puedo pasar a verlo sobre las cinco y media de la tarde?

—De acuerdo.

A las doce y media se recibió la tercera.

—¿Montalbano? Soy Tommaseo.

—Dígame,
dottore.

—Esta mañana a las nueve he interrogado a la señora Elena Sclafani… ¡Dios mío! —De repente se quedó sin respiración.

Montalbano se preocupó.

—¿Qué le ocurre,
dottore
?

—Pero esa mujer es guapísima, es una criatura que… que…

Tommaseo estaba todavía alterado, no sólo le faltaba la respiración sino hasta las palabras.

—¿Qué tal ha ido?

—¡Estupendamente bien! —contestó el ministerio público—. ¡Mejor imposible!

En buena lógica, cuando un fiscal se declara contento y satisfecho después de un interrogatorio, significa que el acusado se encuentra en muy mala situación.

—¿Ha descubierto elementos de culpabilidad?

—¡Pero qué dice!

Pues entonces había que dejar a un lado la lógica: el ministerio público Tommaseo se había inclinado totalmente a favor de Elena.

—La señora se ha presentado con el abogado Traina. El cual vino acompañado del empleado de una gasolinera, un tal Luigi Diotisalvi.

—La coartada de la señora.

—Exactamente, Montalbano. No podemos por menos de envidiar a Diotisalvi e instalar también nosotros un surtidor de gasolina con la esperanza de que cualquier día de éstos la señora necesite poner gasolina, ja, ja, ja. —Soltó una carcajada, todavía alelado por la presencia de Elena.

—La señora tenía especial empeño en que el marido no llegara a enterarse de su coartada —le recordó el comisario.

—Claro. He tranquilizado ampliamente a la señora. Pero la conclusión es que hemos regresado a alta mar. ¿Qué hacemos, Montalbano?

—Nademos,
dottore.

A la una menos cuarto Fazio regresó del entierro.

—¿Había gente?

—Bastante.

—¿Coronas?

—Nueve. Sólo un centro, de la madre y la hermana.

—¿Has anotado los nombres de las cintas?

—Sí, señor. Seis son de personas desconocidas, pero tres son nombres conocidos.

Los ojos empezaron a brillarle. Signo inequívoco de que estaba a punto de soltar un bombazo.

—Adelante.

—Una corona era de la familia del senador Nicotra.

—No tiene nada de extraño. Ya sabes que eran amigos. El senador lo había defendido…

—Otra, de la familia del honorable Di Cristoforo.

Si Fazio esperaba que el comisario se sorprendiera, sufrió una decepción.

—Me consta que se conocían. El que presentó a Pardo al director del banco de Fanara fue el honorable Di Cristoforo.

—Y la tercera pertenecía a la familia Sinagra. Precisamente esos Sinagra que nosotros conocemos tan bien —disparó Fazio.

Y esta vez Montalbano se quedó estupefacto.

—¡Coño!

Si los Sinagra se habían expuesto hasta semejante extremo, significaba que Angelo era un amigo de mucha consideración. ¿Habría sido el senador Nicotra quien puso en contacto a Pardo con los Sinagra? Y así pues, ¿Di Cristoforo pertenecía a la misma camarilla? ¿Cristoforo-Nicotra-Pardo, un triángulo cuya área era la familia Sinagra?

—¿Has ido también al cementerio?

—Sí, señor. Pero no han podido enterrarlo, lo han dejado en el depósito por unos días.

—¿Por qué?


Dottore,
los Pardo tienen un panteón familiar, pero en el momento de introducir el ataúd en la fosa, no han podido. Tenía una tapa demasiado alta y habrán de agrandar la fosa.

Montalbano se quedó pensativo.

—¿Recuerdas cómo era Angelo Pardo?

—Sí, señor
dottore.
Aproximadamente un metro setenta y cinco y unos ochenta kilos.

—De lo más normal. ¿Y crees que para un muerto así se necesita un ataúd de tamaño extra?

—No, señor
dottore.

—A ver si lo entiendo, Fazio. ¿De dónde ha salido el cortejo?

—De la casa de la madre de Pardo.

—Lo cual significa que desde Montelusa ya lo habían trasladado aquí a Vigàta.

—Sí, señor, lo hicieron anoche.

—Oye, ¿puedes averiguar el nombre de la funeraria?

—Angelo Sorrentino e Hijos.

Montalbano lo miró con los ojos entornados.

—¿Y cómo es posible que ya lo sepas?

—Porque la cosa no me cuadraba para nada. Aquí dentro, policía no sólo lo es usted,
dottore.

—Pues entonces llama a ese Sorrentino, dile que te facilite el nombre de los que se han encargado materialmente del traslado desde Montelusa hasta aquí y después del entierro. A esas personas me las convocas aquí para las tres y media de la tarde.

En Enzo comió ligero, pues no tendría tiempo de dar el habitual paseo digestivo-meditativo por el muelle hasta el faro. Mientras comía, volvió a pensar en la coincidencia de que en el entierro de Angelo hubiera coronas de las familias Nicotra y Di Cristoforo, ambas afectadas también por un luto reciente. Tres personas que en cierto modo mantenían relaciones de amistad habían muerto en menos de una semana. Un momento. Estaba más que demostrado que el senador Nicotra era amigo de Pardo, y había descubierto que Di Cristoforo también era amigo de Pardo, pero ¿Nicotra y Di Cristoforo eran amigos? Pensándolo bien, puede que la situación fuera otra.

Después del desbarajuste de Manos Limpias, Nicotra se había pasado al partido del especulador inmobiliario milanés y había seguido dedicándose a la política, siempre, naturalmente, con el respaldo de la familia Sinagra. Di Cristoforo, ex socialista, se había pasado a un partido de centro contrario al de Nicotra. Y en más de una ocasión lo había atacado más o menos abiertamente por sus relaciones con los Sinagra. Por tanto, la situación era que Di Cristoforo estaba a un lado y Nicotra al otro, y el único punto en común entre ambos era Angelo. No era el triángulo que antes se había imaginado. Pues entonces, ¿qué representaba Angelo Pardo para Nicotra y qué para Di Cristoforo? Teóricamente, si era amigo de éste, no habría podido serlo de aquél. Y viceversa. El amigo de mi enemigo es mi enemigo, salvo que haga algo que resulte beneficioso tanto para los amigos como para los enemigos.

—Yo me llamo Filippu Zocco.

—Y yo Nicola Paparella.

—¿Sois vosotros los que habéis trasladado los restos de Angelo Pardo desde el depósito de Montelusa?

—Sí, señor —contestaron a coro.

Los dos sepultureros cincuentones iban vestidos con una especie de uniforme: chaqueta cruzada negra, corbata negra, sombrero negro. Parecían dos gánsteres de película americana excesivamente caracterizados.

—¿Cómo es posible que el ataúd no haya podido entrar?

—¿Hablo yo o hablas tú? —le preguntó Paparella a Zocco.

—Habla tú.

—La siñura Pardo llamó al jefe, el siñor Sorrentino, que fue a su casa para ponerse de acuerdo sobre el ataúd y los horarios. A las siete de ayer por la tarde fuimos al dipósitu, colocamos el muerto en el ataúd y lo llevamos a la casa de ista siñora Pardo.

—¿Es la costumbre?

—No, siñor cumisariu. Algunas veces si hace, pero no es costumbre.

—¿Y cuál es la costumbre?

—Nosotros recogemos el muerto en el dipósitu y lo llivamos directamente a la iglesia donde si celebra el funeral.

—Siga.

—Cuando llegamos, la siñura dijo que el ataúd li parecía bajo. Quería otro que fuera más alto.

—¿Y era bajo?

—No, siñor comisario. Pero a veces los parientes de los muertos se fijan en chorradas. Sea como fuere, la siñora habló con el jefe por tilífono y se pusieron de acuerdo. Al cabo de media hora llegó otro ataúd qui a la siñura le pareció bien. Entonces sacamos al muerto del primero y lo pusimos en el segundo. Pero la siñura no quiso que lo tapáramos. Dijo que quería velar toda la noche, pero no dilante de la caja cerrada. Nos dijo que volviéramos a las siete de la mañana siguiente para taparlo. Y nos dio cien euros a cada uno por la molestia. Y así lo hicimos. Esta mañana hemos vuelto y lo hemos tapado. Después ha ocurrido que en el ciminterio…

—Ya sé lo ocurrido. Esta mañana, al ir a cerrar la caja, ¿habéis observado algo raro?

—Comisariu, había una cosa rara que no era rara.

—No entiendo.

—A veces los familiares ponen cosas en el ataúd, cosas que li gustaban al muerto cuando vivía.

—¿Y en este caso concreto?

—En este caso concreto parecía que il muerto casi estuviera medio incorporado.

—¿O sea?

—La siñura le había colocado una cosa muy grande dibajo de la cabeza y los hombros. Una cosa invuelta en una sábana. En resumen, era como si li hubiera puesto una almohada.

—Una última curiosidad. En el primer ataúd, ¿el muerto habría podido estar en esa posición?

—No —contestaron nuevamente a coro Zocco y Paparella.

Diecisiete

—¡Ah, comisario! ¡Pero qué puntual es usted! ¡Tome asiento! —dijo Laganà.

Mientras Montalbano se sentaba, el comandante de los carabineros marcó un número.

—¿Puedes venir? —dijo y colgó.

—Bueno pues, mi comandante, ¿qué han descubierto? —preguntó el comisario.

—Si no le importa, prefiero que sea mi compañero quien se lo diga, puesto que el mérito es suyo.

Llamaron a la puerta. Vittorio Melluso era la viva imagen de William Faulkner en la época en que le concedieron el Nobel. La misma elegancia de caballero del Sur, la misma sonrisa cortés y distante.

—La clave basada en la colección de canciones ligeras es muy difícil de comprender precisamente porque está concebida de manera muy elemental y creo que para uso personal.

—No he entendido qué significa para uso personal.


Dottore,
una clave sirve en general para que dos o tres personas se comuniquen entre sí sin temor a que otras puedan llegar a comprender lo que se dicen. ¿De acuerdo?

—Sí.

—Por consiguiente, de dicha clave se hacen tantas copias como sean necesarias para las personas que han de intercambiar información. ¿Está claro?

—Sí.

—La clave que usted ha encontrado creo que sólo tiene una copia. Sólo le servía a la persona que se la había inventado para codificar unos nombres, los que aparecen en las dos listas que me dio Laganà.

—¿Ha conseguido comprender algo?

—Pues mire, creo que dos cosas. La primera es que cada apellido corresponde a una cifra, la de la columna de la izquierda. Las cifras están todas compuestas por seis números, mientras que los apellidos, si los contamos letra por letra, tienen longitudes distintas. Eso significa que cada número no corresponde a una letra. Probablemente en el interior de cada cifra haya unos números camuflados.

—¿O sea?

—Unos números que no sirven para nada o, por lo menos, para desviar la atención. En otras palabras, se trata de una clave dentro de una clave.

—Comprendo. ¿Y la segunda cosa?

BOOK: La luna de papel
4.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Backdraft by Cher Carson
Fabric of Fate by N.J. Walters
The Reckoning by Len Levinson
The Scarlet Gospels by Clive Barker
The Stiff Upper Lip by Peter Israel
Supreme Justice by Max Allan Collins