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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La luna de papel (17 page)

BOOK: La luna de papel
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—¿Y qué quería?

—No me lo ha dicho,
dottori.
Mi ha dejado dicho que si usía lo llamaba cuando volviera a la vuelta.

—¿Está Fazio?

—Mi parece que está.

—Búscalo y dile que vaya a mi despacho.

Mientras esperaba, llamó a la Científica de Montelusa.

—Arquà, ¿me buscabas? —No se caían bien; por consiguiente, de común y tácito acuerdo, cuando se veían y hablaban, prescindían de los saludos.

—Puede que sepas que el doctor Pasquano ha encontrado entre los dientes de Angelo Pardo dos hilos de tejido.

—Sí.

—Hemos analizado los dos hilos y hemos identificado el tejido. Se trata de crilicon.

—¿Viene de Krypton?

Le había salido la broma imbécil. Arquà, que evidentemente no leía cómics e ignoraba la existencia de Superman, se quedó perplejo.

—¿Qué has dicho?

—No, nada, déjalo. ¿Por qué te parece importante el detalle?

—Porque es un tejido especial que se utiliza principalmente para una prenda muy concreta.

—¿Cuál?

—Bragas de mujer.

Arquà colgó, pero Montalbano se quedó petrificado con el auricular en la mano.

¿Otra película de cine negro? Colgó mientras se imaginaba la escena.

AZOTEA CON CUARTO.
Exterior-interior noche.

Desde la azotea, la ce encuadra a través de la puerta abierta el interior del antiguo lavadero. Angelo está sentado en el brazo del sillón. La mujer, de espaldas pero de cara a él, deposita una bolsa encima de la mesa y, con movimientos muy lentos, se quita primero la blusa y después el sujetador. Estrechamiento del campo de la ce en el interior.

(Música sensual)

Angelo contempla con deseo a la mujer, que se desabrocha la falda y la deja caer al suelo. Angelo resbala del brazo del sillón, se hunde en el asiento y casi se tumba en él.

La mujer se quita las bragas, pero las conserva en la mano.

Angelo se baja la cremallera de los vaqueros y se prepara para el acto.

(Música muy sensual)

La mujer abre la bolsa y saca algo que no vemos. A continuación se sienta a horcajadas encima de Angelo, que la abraza.

Prolongado beso apasionado, las manos de Angelo acarician la espalda de la mujer. La cual en determinado momento se libra del abrazo y apunta con la pistola, que previamente había sacado de la bolsa, al rostro de Angelo.

PP de Angelo aterrorizado.

ANGELO: —¿Qué quieres hacer?

LA MUJER: —Abre la boca.

Angelo obedece mecánicamente la orden. La mujer le introduce en la boca las bragas que tenía en la mano.

Angelo intenta gritar, pero no lo consigue.

LA MUJER: —Ahora te voy a hacer una pregunta. Si quieres contestar, me haces una señal con la cabeza y yo te dejo libre la boca.

La cc sigue el movimiento de la mujer, que se inclina hacia delante y le susurra algo al oído al hombre.

Él abre enormemente los ojos y niega desesperadamente con la cabeza.

(Música dramática)

LA MUJER: —Te repito la pregunta.

Vuelve a inclinarse, acerca la boca a la oreja de Angelo, mueve los labios.

PP de Angelo, que sigue negando con la cabeza, presa de un terror irrefrenable.

LA MUJER: —Como quieras.

Se levanta, retrocede un paso, dispara contra el rostro de Angelo.

PP de la cabeza destrozada de Angelo, en lugar del ojo, un negro agujero sanguinolento.

(Música trágica)

DETALLE de la boca entreabierta de Angelo. Dos ahusados dedos penetran en esa boca y sacan las bragas. La mujer, para ponérselas, se da la vuelta hacia la cc, sólo que el encuadre está hecho con un ángulo que no permite verle el rostro. La mujer sigue vistiéndose sin ninguna prisa, en sus gestos no se advierte la menor señal de nerviosismo.

PP de la cabeza de Angelo, espectáculo espantoso.

FUNDIDO LENTO.

De acuerdo, era una pésima escenografía de una película erótico-policiaca de serie B. Pero igual habría alcanzado el éxito en la televisión, entre las distintas chorradas que se ofrecían. ¿Cómo las llamaban? Ah, sí, TV
movies.
Se consoló pensando que si tuviera que irse de la policía, podría probar con ese nuevo oficio.

Cuando desde su cine particular regresó a su despacho, Fazio estaba de pie delante del escritorio.

—¿En qué estaba pensando,
dottore
?

—Nada, estaba viendo una película. ¿Qué quieres?


Dottore,
es usted quien me ha llamado.

—Ah, sí. Siéntate. ¿Tienes novedades para mí?

—Usted me dijo que quería saber todo lo que consiguiera averiguar acerca del profesor Sclafani y de Angelo Pardo. A propósito del profesor, quisiera añadir otra cosita a lo que ya le dije.

—¿Qué es esa cosita?

—¿Recuerda que el profesor envió al hospital al amante de su mujer?

—Sí.

—Pues a él también lo enviaron al hospital.

—¿Quién lo hizo?

—Un marido celoso.

—¡Pero si no es posible! El profesor no…


Dottore,
le aseguro que es así. Le ocurrió antes de casarse por segunda vez.

—¿Un marido lo sorprendió en la cama con su mujer? —No acertaba a comprender que Elena le hubiera contado una mentira tan gorda, una mentira que volvía a ponerlo todo en tela de juicio.

—No, señor. No se trató de un asunto de cama. El profesor vivía en un gran edificio de apartamentos, dos ventanas daban al patio. ¿Usía recuerda una película…

¿Otra película? Pero bueno, ¡aquello ya no era una investigación, sino uno más de los muchos festivales cinematográficos que se organizaban por ahí!

—… donde hay un fotógrafo con la pierna rota que se pasa el rato mirando desde su ventana lo que ocurre en el patio y descubre el homicidio de una mujer?

—Sí,
La ventana indiscreta
de Hitchcock.

—El profesor se había comprado unos prismáticos muy potentes, pero sólo miraba hacia la ventana que tenía enfrente, donde había una recién casada veinteañera que, ignorando que la observaban, se paseaba por la casa casi en cueros. Sólo que un día el marido se dio cuenta de la intromisión, se presentó en el piso del profesor, y le partió la cara y los prismáticos.

Y entonces Montalbano tuvo casi la certeza de que Sclafani le exigía a su mujer un detallado informe de lo que hacía cada vez que se reunía con su amante. ¿Por qué Elena no se lo había dicho? ¿Quizá porque ese detalle (¡vamos a llamarlo detalle!) colocaba al marido bajo una luz distinta de la del impotente comprensivo y dejaba aflorar a la superficie todos los turbios sentimientos que el profesor albergaba en lo más hondo de su alma?

—¿Y de Angelo Pardo qué me dices?

—Nada.

—¿Cómo que nada?


Dottore,
nadie me ha dicho nada contra él. Por lo que respecta al presente, se ganaba bien el pan como representante, disfrutaba de la vida y carecía de enemigos.

Montalbano conocía demasiado bien a Fazio para pasar por alto el «por lo que respecta al presente».

—¿Y por lo que respecta al pasado?

Fazio le sonrió y el comisario le devolvió la sonrisa. Se habían entendido al vuelo.

—En su pasado hay dos cuestiones. Una usted ya la conoce y se refiere al asunto de la condena por el aborto.

—Pasemos a otra cosa, lo sé todo sobre el tema.

—La otra cuestión se remonta a más atrás. A la muerte del novio de su hermana Michela.

Montalbano experimentó una especie de sacudida a lo largo de la columna vertebral. Levantó las orejas.

—El novio se llamaba Roberto Anzalone. Estudiaba Ingeniería y le gustaba participar, como aficionado, en carreras de motociclismo. Por eso el accidente en que halló la muerte resultó un poco extraño.

—¿Por qué?

—Ay,
dottore,
¿le parece normal que un motorista tan experto como él, después de una recta de tres kilómetros, en lugar de seguir la carretera tomando la curva, siga todo recto hacia delante y vaya a caer a un precipicio de cien metros?

—¿Una avería mecánica?

—La moto estaba tan destrozada después de la caída que los peritos no consiguieron entender nada.

—¿Y la autopsia?

—Aquí viene lo bueno. Anzalone, cuando sufrió el accidente, acababa de comer en una
trattoria
con un amigo. La autopsia reveló que probablemente había abusado del alcohol o de algo parecido.

—¿Qué significa algo parecido? O era alcohol o no lo era.


Dottore,
el que practicó la autopsia no supo concretarlo. Escribió que había encontrado algo similar al alcohol.

—En fin. Sigue adelante.

—Sólo que, al enterarse, la familia Anzalone aseguró que Roberto era abstemio y exigió la realización de una nueva autopsia. Por si fuera poco, el camarero de la
trattoria
declaró que no había servido ni vino ni ninguna otra clase de bebida alcohólica en aquella mesa.

—¿Consiguieron que le hicieran la segunda autopsia?

—Sí, señor
dottore,
pero pasaron tres meses antes de eso. Es más, teniendo en cuenta todas las autorizaciones que se necesitaban, la cosa fue muy rápida. El caso es que esa vez el alcohol o lo que fuera ya no se detectó. Y por eso se cerró la investigación.

—Tengo una curiosidad. ¿Sabes quién era el amigo que comió con él?

Los ojos de Fazio destellaron. Le ocurría siempre cuando sabía que sus palabras iban a provocar un golpe de escena. Ya disfrutaba por adelantado.

—Era… —empezó.

Montalbano, que sabía ser un cabrón cuando se empeñaba, decidió joderle el efecto.

—Ya basta, lo sé.

—¿Cómo se las ha arreglado para comprenderlo? —preguntó Fazio, decepcionado y asombrado.

—Me lo han dicho tus ojos. Era su futuro cuñado, Angelo Pardo. ¿Lo interrogaron?

—Naturalmente. Confirmó la declaración del camarero en el sentido de que no habían tomado ni vino ni otras bebidas alcohólicas. De todos modos, y por si acaso, en sus tres declaraciones ante el juez fue acompañado siempre por su abogado, el cual era ni más ni menos que el senador Nicotra.

—¡¿Nicotra?! —se sorprendió el comisario—. Un personaje demasiado importante para una declaración de muy escasa trascendencia.

Fazio no supo jamás que, al mencionar el nombre de Nicotra, se había tomado la revancha por la decepción recién sufrida. Pero si alguien le hubiera preguntado a Montalbano por qué le causaba tanta impresión el hecho de descubrir que el senador Nicotra y Angelo se conocían desde hacía mucho tiempo, no habría sabido explicarlo.

—Pero ¿dónde encontraría Angelo el dinero para que un abogado como el senador Nicotra se tomara la molestia de representarlo?

—No le costó una lira,
dottore.
El padre de Angelo había sido, políticamente, un gran elector del senador, a tal punto que ambos se habían hecho amigos. Las familias mantenían tratos. Tanto es así que el senador lo defendió cuando lo denunciaron por el aborto.

—¿Hay algo más?

—Sí, señor.

—¿Me lo dices gratis o tengo que pagarte? —preguntó Montalbano al ver que Fazio no se decidía a continuar.

—No, señor
dottore;
está incluido en mi sueldo.

—Pues entonces, habla.

—Es una cosa que sólo me ha dicho una persona y no he podido confirmar en ningún sitio.

—Pues dímela por lo que pueda valer.

—Parece que desde hace un año Angelo había caído en el vicio del juego y perdía con regularidad.

—¿Mucho?

—Muchísimo.

—¿Puedes ser más concreto?

—Decenas de millones de liras.

—¿Tenía deudas?

—Parece que no.

—¿Dónde jugaba?

—En una timba de Fanara.

—¿Conoces a alguien de allí?

—¿De Fanara? No, señor
dottore.

—Lástima.

—¿Por qué?

—Porque me apuesto las pelotas a que Angelo tenía otro banco aparte del que nosotros conocemos. Ya que, por lo visto, no tenía deudas, ¿de dónde sacaba el dinero que perdía? ¿O el que necesitaba para hacerle regalos a la amante? Ahora, después de lo que me has dicho, creo que este misterioso banco está precisamente en Fanara. A ver si se te ocurre algo.

—Lo intentaré.

Fazio se levantó. Cuando llegó a la puerta, Montalbano dijo en voz baja:

—Gracias.

Fazio se detuvo, se volvió y lo miró.

—¿Por qué? Todo está incluido en el sueldo,
dottore.

Regresó a toda prisa a Marinella. El salmón que le había enviado Ingrid lo esperaba con ansia.

Catorce

Estaba diluviando. Y él completamente empapado, soltando maldiciones y reniegos mientras el agua le resbalaba por el interior del cuello de la camisa y después le bajaba por la espalda, provocándole estremecimientos de frío, con los pantalones mojados que ya filtraban el agua que le llenaba el interior de los zapatos, y nada, la puerta de su casa de Marinella no se abría porque las llaves ni siquiera conseguían entrar en la cerradura, y cuando entraban, no se movían; había probado cuatro, una detrás de otra, y no había manera. ¿Sería posible que siguiera empapándose de aquella forma sin poder poner los pies en casa?

Finalmente decidió examinar el manojo de llaves que tenía en la mano y se dio cuenta con asombro de que no era su llavero, sino que lo había cambiado por error con el de otra persona, pero ¿dónde se había producido el cambio?

Pues mira, pensó que el cambio podía haber ocurrido en Boccadasse, en un bar donde hacían un café muy bueno. Pero en Boccadasse había estado hacía quince días… ¿sería posible que en los quince días que llevaba en Vigàta jamás hubiera regresado a su casa de Marinella?

—¿Dónde están mis llaves? —gritó.

Le pareció que nadie podría oírlo, tan fuerte era el ruido de la lluvia sobre el tejado, sobre su cabeza, sobre la tierra, sobre las hojas de los árboles. Después creyó oír una lejana, lejanísima voz de mujer que oscilaba según la intensidad del estruendo del agua:

—¡Dobla la esquina! ¡Dobla la esquina!

Pero ¿qué significaba aquello? En cualquier caso, perdido por perdido, dio cuatro pasos y dobló la esquina. Se encontró en el cuarto de baño de la casa de Michela. La mujer, en cueros, había introducido una mano en el agua de la bañera para comprobar la temperatura. Y al hacerlo, ofreció un notable panorama de colinas sobre el cual los ojos se detenían de muy buen grado.

—Vamos, entra.

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