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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La luna de papel (6 page)

BOOK: La luna de papel
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—¿Oiga?

—En cuanto pueda, llamo. Buenos días.

Colgó. Algo muy distinto del tono utilizado por el desconocido en la primera llamada. Lo cual era muy interesante, por cierto. Pero ¿es que conseguiría alguna vez abrir aquel cajón? Desplazó cuidadosamente la mano, manteniéndola fuera de la vista del teléfono.

Esa vez lo logró.

Estaba lleno a rebosar de papeles. Todos los recibos posibles e imaginables acerca de todo lo necesario para atender los requerimientos de una casa, el alquiler, la luz, el gas, el teléfono, la comunidad de propietarios. Pero nada que guardara relación con él, Angelo, personalmente en persona tal como habría dicho Catarella. Puede que los papeles y las cosas que más directamente lo afectaban los guardara en el cajón del medio.

Cerró el cajón y sonó el teléfono. Quizá el aparato había advertido con retraso que lo había engañado y ahora se tomaba el desquite.

—¿Sí? —Con las ventanas de la nariz apretadas, claro.

—Pero ¿se puede saber dónde coño te has metido, cabrón? —Voz de cuarentón enfurecido. El comisario fue a contestar, pero el otro añadió—: Espera un momento que tengo una llamada en la otra línea.

Montalbano aguzó el oído, pero sólo pudo oír un confuso murmullo. Después sólo una palabra con toda claridad:

—¡Coño!

Y colgaron. ¿Qué significaba todo aquello? Hijoputa y cabrón. Cualquiera sabía cómo calificarían a Angelo a la tercera llamada anónima. Entonces sonó el portero automático, que estaba al lado de la puerta de entrada. Fue a abrir. Eran Fazio y Catarella.

—¡
Dottori
, ah,
dottori
! ¡Fazio mi ha dicho que mi necesita a mí personalmente en persona!

Estaba emocionado y sudoroso a causa del alto honor que le estaba dispensando el comisario llamándolo a participar en la investigación.

—Venid conmigo.

Los condujo al estudio.

—Tú, Catarè, toma el ordenador portátil que hay encima del escritorio y a ver si puedes decirme todo lo que hay dentro. Pero no lo hagas aquí, vete al salón.


Dottori,
¿puedo llevarme también la imprisora?

—Coge lo que necesites.

En cuanto Catarella se retiró, Montalbano se lo explicó todo a Fazio, desde el error de haber dejado a Michela sola en casa de Angelo hasta lo que le había contado Elena Sclafani. Y le habló también de las llamadas telefónicas. Fazio adoptó un aire pensativo.

—Cuénteme otra vez lo de la segunda llamada anónima —pidió al cabo.

Montalbano se lo repitió.

—Es una simple hipótesis —dijo Fazio—. Supongamos que el hombre de la segunda llamada se llama Giacomo. Eso quiere decir que este Giacomo no sabe que a Angelo le han pegado un tiro. Llama y oye que le contestan. Giacomo está enfadado porque hace varios días que no consigue ponerse en contacto con Angelo. Y cuando está a punto de hablar con él, le dice que espere un momento al aparato porque tiene una llamada en la otra línea. ¿Fue así?

—Fue así.

—Habla por la otra línea y le dicen algo que no sólo lo impresiona sino que lo impulsa a cortar la comunicación. La pregunta es: ¿qué le han dicho?

—Que han matado a Angelo.

—Yo pienso lo mismo.

—Oye, Fazio, ¿la noticia ha llegado a la prensa?

—Bueno, algo se está filtrando. Pero volviendo a nuestro tema, cuando Giacomo se da cuenta de que está hablando con un falso Angelo, cuelga enseguida.

—Exacto. Y la pregunta es: ¿por qué colgó? Supongamos una cosa. Giacomo es alguien que no tiene nada que esconder, un amigo inocente, compañero de comidas y aventuras femeninas. Mientras cree estar hablando con Angelo, le comunican que éste ha sido asesinado. Un verdadero amigo no habría colgado, sino que le habría preguntado al falso Angelo quién era en realidad y por qué razón se hacía pasar por Angelo. En tal caso, hay que pensar en una segunda posibilidad. Es decir, la de que Giacomo, nada más enterarse de la muerte de Angelo, dice coño y cuelga porque teme traicionarse, teme que lo identifiquen si sigue hablando. Por consiguiente, no se trata de una amistad inocente, sino de algo un tanto ambiguo. Y la primera llamada tampoco me convence mucho.

—¿Qué podemos hacer?

—Tratar de averiguar la procedencia de las llamadas. Pide autorización y ponte en contacto con las compañías telefónicas. No es seguro que sea posible, pero hay que intentarlo.

—Ahora mismo me encargo de ello.

—Espera, la cosa no ha terminado. Hay que averiguarlo todo acerca de Angelo Pardo. Según lo que me ha insinuado la Sclafani, lo habrían expulsado del colegio de médicos o lo que sea. Y esa medida no se toma por cualquier bobada.

—Muy bien pues, voy a ello.

—Espera. ¿Se puede saber a qué vienen tantas prisas? También quiero conocer la vida y milagros del profesor Emilio Sclafani, que enseña Griego en el liceo de Montelusa. La dirección la encontrarás en la guía telefónica.

—De acuerdo —dijo Fazio sin hacer el menor ademán de ponerse en marcha.

—Oye una cosa. ¿Y el billetero de Angelo?

—Lo tenía en el bolsillo posterior de los tejanos. Se lo llevó la Policía Científica.

—¿La Científica se llevó alguna otra cosa?

—Sí. Un manojo de llaves y el móvil que se encontraba encima del escritorio.

—Hoy mismo quiero que nos devuelvan las llaves, el móvil y el billetero.

—Muy bien. ¿Puedo irme?

—No. Intenta abrir el cajón central del escritorio. Está cerrado con llave. Tienes que procurar abrirlo y volver a cerrarlo como si nadie le hubiera metido mano.

—Eso exige un poco de tiempo.

—Pues dispones de todo el tiempo que quieras.

Mientras Fazio ponía manos a la obra, el comisario se dirigió al salón. Catarella había encendido el ordenador y también estaba manos a la obra.


Dottori,
esto es dificilísimo.

—¿Por qué?

—Porque hay un guardia en los pasos.

Montalbano se quedó estupefacto. ¿Qué guardia? ¿Qué pasos?

—Catarella, ¿qué coño estás diciendo?


Dottori,
ahora si lo explico. Cuando uno no quiere que nadie meta las narices en las cosas íntimas que hay aquí dentro, pone un guardia en los pasos.

Montalbano lo comprendió.

—¿Un
password,
una contraseña?

—¿Y qué he dicho? Eso es lo que he dicho. Y si uno no dice el santo y seña, el guardia no ti deja pasar.

—¿Pues entonces estamos jodidos?

—No está dicho,
dottori.
Él necesita una hoja donde esté escrito el nombre y apillido del propietario, fecha de nacimiento, nombres de la mujer o de la novia y del hirmano y la hirmana y de la madre y el padre, del hijo si lo tiene, de la hija si la tiene.

—Muy bien, esta tarde te lo facilitaré todo. Entretanto, llévate el ordenador a la comisaría. ¿A quién le entregarás la hoja?

—¿Pues a quién si la voy a entregar,
dottori
?

—Catarè, tú has dicho «él necesita». ¿Quién es ese él?

—Ese él soy yo,
dottori.

Fazio lo llamó desde el estudio.

Cinco

—Ha habido suerte,
dottore.
He encontrado una de mis llaves que parece hecha a propósito. Nadie se dará cuenta de que lo hemos abierto.

El cajón estaba perfectamente ordenado.

Pasaporte cuyos datos el comisario copió para Catarella; contratos en los que se establecían los porcentajes de los productos vendidos; dos documentos notariales de los cuales Montalbano copió, siempre para uso de Catarella, los nombres y la fecha de nacimiento de Michela y su madre, que se llamaba Assunta; el pergamino de la licenciatura que se remontaba a dieciséis años atrás, doblado en cuatro, la carta del colegio médico de hacía diez años en que se comunicaba al ex doctor Angelo Pardo su expulsión sin explicar el cómo ni el porqué, un sobre con mil euros en billetes de cincuenta; dos álbumes de fotografías, recuerdos de un viaje a la India y otro a Rusia; tres cartas de la señora Assunta a su hijo en las que se quejaba de su convivencia con Michela y cosas por el estilo, todas ellas personales, pero todas, ¿cómo se diría?, absolutamente inútiles para Montalbano. Había también una antigua notificación por el hallazgo en la casa de un revólver que había pertenecido al padre. Pero del arma no quedaba ni rastro; puede que Angelo se hubiera deshecho de ella.

—Pero ¿este señor no tenía una cuenta corriente? —inquirió Fazio—. ¿Cómo es posible que no haya ningún talonario de cheques y tampoco matrices de los talonarios usados o un extracto de la clase que sea?

La pregunta no obtuvo respuesta porque Montalbano también se la estaba haciendo y no sabía qué contestar, ni a sí mismo ni a Fazio.

Algo que, por el contrario, sorprendió al comisario, y mucho, y que también desconcertó a Fazio, fue el descubrimiento de un gastado librito titulado
Las más bellas canciones italianas de todos los tiempos.
En el salón había un televisor, pero no se veían ni discos ni reproductores, ni siquiera una radio.

—¿En el cuarto de la azotea había discos, auriculares, aparatos?

—Nada,
dottore.

Pues entonces, ¿por qué guardar en un cajón cerrado con llave un librito de letras de canciones? Por si fuera poco, parecía que el librito se consultaba a menudo: dos páginas desprendidas se habían vuelto a pegar cuidadosamente en su sitio con cinta adhesiva transparente. Además, en los estrechos márgenes figuraban escritos unos números. Montalbano los estudió y tardó muy poco en comprender que Angelo también había anotado la métrica de los versos.

—Ya puedes cerrar. Por cierto, ¿has dicho que en el cuarto de arriba encontrasteis un manojo de llaves?

—Sí, señor
dottore.
Se lo llevó la Científica.

—Te lo repito: esta misma tarde quiero el billetero, el móvil y las llaves. ¿Qué estás haciendo?

Fazio, en lugar de volver a cerrar el cajón, estaba vaciándolo y colocando en orden encima del escritorio todo lo que había dentro.

—Sólo un momento,
dottore.
Quiero ver una cosa.

Cuando el cajón estuvo completamente vacío, Fazio lo sacó de las guías y lo colocó boca abajo. En la parte inferior del fondo había una llave cromada, tosca y dentada, sujeta con dos tiras de cinta adhesiva cruzadas en X.

—Bravo, Fazio.

Mientras el comisario examinaba la llave, Fazio lo metió todo en el cajón en el mismo orden de antes y lo cerró con su propia llave, que se guardó luego en el bolsillo.

—En mi opinión, esta llave abre una pequeña caja fuerte empotrada en la pared —dijo el comisario.

—En la mía también.

—¿Y tú sabes lo que eso significa?

—Que hay que ponerse a trabajar —contestó Fazio, quitándose la chaqueta y remangándose.

Tras pasarse dos horas desplazando cuadros y espejos, muebles y alfombras, medicamentos y libros, la lapidaria conclusión de Montalbano fue:

—Aquí no hay una puta mierda.

Se sentaron exhaustos en el sofá del salón. Se miraron. Y a ambos les acudió el mismo pensamiento:

—El cuarto de arriba.

Subieron por la escalera de caracol. Montalbano abrió y salieron a la azotea. La puerta del cuarto no se había vuelto a colocar en sus goznes, la habían dejado simplemente apoyada en su sitio con un papel pegado en el cual se decía que estaba prohibido el paso y que todo se había incautado por orden judicial. Fazio desplazó la puerta y entraron.

Tuvieron dos suertes. La primera, que el cuarto era pequeño; por consiguiente, no hubieron de pegarse una paliza moviendo demasiados muebles. La segunda, que la mesa carecía de cajones. De esa manera, no perdieron demasiado tiempo. Pero el resultado fue el mismo que el obtenido en el apartamento y que el comisario había definido con pocas y lapidarias palabras, aunque no demasiado correctas. Sólo que sudaron a mares porque el sol golpeaba de lleno sobre el cuarto.

—¿Y si fuera la llave de una caja de seguridad de un banco? —apuntó Fazio cuando regresaron al apartamento.

—No creo. Esas llaves llevan un número, una sigla, algo que a la gente del oficio le permite identificarlas.

—Pues entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Irnos todos a comer —contestó Montalbano en un poético arrebato.

Después de haber comido a base de bien y dar un lento paseo meditativo-digestivo adelantando primero un pie y después el otro hasta llegar al faro y volver, el comisario regresó al despacho.


Dottori,
¿me ha traído la hoja que él necesita? —le preguntó Catarella nada más verlo.

—Sí, dásela. —Según el complejo lenguaje catarelliano, el dativo se refería a él mismo, el propio Catarella.

Se sentó, se sacó del bolsillo la llave encontrada por Fazio, la dejó encima del escritorio y se puso a mirarla fijamente como si quisiera hipnotizarla. Pero ocurrió lo contrario, que la llave lo hipnotizó a él. En efecto, poco después empezaron a cerrársele los ojos, vencido por un profundo arrebato de sueño. Se levantó para ir a lavarse la cara y fue entonces cuando se le ocurrió la sensacional idea. Llamó a Galluzzo.

—Oye, ¿tú sabes dónde vive Orazio Genco?

—¿El ladrón? Pues claro que sí, yo mismo he ido a detenerlo un par de veces.

—Has de ir a verlo, preguntarle cómo está y transmitirle mis saludos. ¿Sabes que desde hace un año Orazio ya no se levanta de la cama? No tengo valor para ver el estado en que se encuentra.

Galluzzo no se sorprendió, sabía que el comisario y el viejo ladrón de viviendas se tenían simpatía y eran amigos a su manera.

—¿Sólo he de transmitirle sus saludos?

—No; enséñale también esta llave. —La cogió y se la entregó—. Pregúntale de qué clase es, qué abre según él.

—Pues no sé —dudó Galluzzo—. Ésta es una llave moderna.

—¿Y qué?

—Orazio es viejo y hace años que no ejerce.

—No te preocupes, sé que se mantiene al día.

Mientras el sueño volvía a apoderarse de él, apareció inesperadamente Fazio con una bolsita de plástico en la mano.

—¿Has ido a hacer la compra?

—No, señor
dottore,
he ido a Montelusa a pedirle a la Científica lo que usted quería. Está todo aquí dentro. —Dejó la bolsa encima de la mesa—. Y también he hablado con la compañía telefónica. Me han concedido autorización. Dicen que intentarán identificar desde qué aparatos se efectuaron las llamadas.

—¿Y las noticias acerca de Angelo Pardo y Emilio Sclafani?

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