Ese día Luc ya no regresó a la cueva.
Su primer deber era tomar una lancha e ir a identificar el cadáver. La tarea lo dejó alterado e intranquilo. Alon estaba ensangrentado y había sufrido varios traumatismos. Una rama de árbol arrancada de cuajo le atravesaba el bajo abdomen. A causa de la caída tenía la cara destrozada y los brazos y las piernas retorcidos de un modo increíble, como las ramas del viejo enebro que había en la cornisa. Aunque era un día frío y seco, los insectos ya habían empezado a darse un banquete.
Había que tomar declaración a varias personas. Luc cedió el uso de la oficina a Toucas y sus hombres para que pudieran llevar a cabo los interrogatorios. El último en prestar declaración ante la policía fue Jeremy, y acabó cuando ya empezaba a atardecer. Salió tan pálido de la oficina como los restos de Alon. Pierre lo estaba esperando. Le puso el brazo sobre el hombro en un gesto de afecto y se lo llevó a tomar un trago.
El ambiente en el campamento era sombrío. Después de cenar, Luc se sintió obligado a dirigirse al grupo. Toucas lo había informado de que, a falta de los resultados de la autopsia, parecía probable que Alon hubiera resbalado mientras intentaba bajar hasta la cueva a oscuras; no había motivos para sospechar que hubiera sucedido otra cosa. El cuerpo había caído en línea recta desde lo alto de la escalera. Los traumatismos que había sufrido se correspondían con los de una caída desde gran altura. Luc transmitió toda esta información al apesadumbrado grupo.
Después de repasar las contribuciones del profesor Alon a su campo de estudio mantuvieron un minuto de silencio, y Luc acabó pidiendo a todo el mundo que aceptara que estaba estrictamente prohibido acceder a la cueva fuera de las horas establecidas en el protocolo. Añadió que él sería el único que tendría copia de las llaves. Una la guardaría en su llavero y la otra en su escritorio, bajo llave.
Luc apenas cenó. Hugo lo llevó a su caravana, le suministró una dieta de bourbon y le puso jazz de Nueva Orleans en su reproductor de mp3 hasta que cayó dormido con la ropa puesta. Entonces Hugo apagó la música y se durmió escuchando el ulular de un búho.
A pesar de la tragedia, la excavación de Ruac siguió adelante. Habría que sustituir a Alon, pero Luc decidió dejar esa decisión para la siguiente campaña.
Continuaron con el plan que habían establecido para la primera campaña. El objetivo de la excavación inicial serían dos salas: el suelo de la sala de entrada, o la Sala 1, según su designación oficial, y la Sala de las Plantas, la Sala 10.
En la Sala 10 no había mucho espacio y Luc limitó el acceso a unas pocas personas simultáneamente. Ese grupo incluía a Sara, Pierre, Craig Morrison, el experto en talla lítica de Glasgow, y Carlos Ferrer, su autoridad en microfauna, los huesos diminutos de mamíferos, reptiles y anfibios pequeños. Luc sabía que había tomado una decisión arriesgada al poner en el mismo grupo a Sara y a Carlos, se le revolvían las tripas cada vez que los veía trabajar uno junto al otro, casi rozándose. Por suerte Desnoyers tenía razón. La población de murciélagos empezó a descender de forma casi inmediata. Quedaban unos cuantos reductos aleteando en las salas del fondo, pero el equipo se llevó un gran alivio cuando el techo dejó de moverse.
Sara había centrado su trabajo en un metro cuadrado de tierra que limitaba con la pared sudoeste de la Sala 10, donde Luc había descubierto la hoja de sílex. Las capas superiores estaban recubiertas por una capa de guano moderna, lo que complicaba su trabajo ya que los excrementos de murciélago eran ricos en el tipo de polen que estaba buscando. Su objetivo para la primera campaña era encontrar una capa de tierra sin guano y realizar una evaluación preliminar de los tipos y la frecuencia de polen y esporas. En una excavación normal sus atribuciones como paleobotánica habrían consistido en analizar la flora y el clima durante el período de estudio. Pero las pinturas de la Sala 10 eran un recordatorio constante de que Ruac no era para nada una excavación normal.
A unos diez centímetros de la superficie, la tierra pasaba del negro al color habano y el guano desaparecía. La zona de transición se encontraba a la altura del lugar donde reposaba la punta de la hoja dispuesta en posición vertical que había encontrado Luc antes de retirarla.
El grupo de la Sala 10 se puso en pie y observó a Pierre mientras este raspaba con alegría los últimos restos de tierra negra del metro cuadrado. Tras una serie de fotos decidieron seguir excavando.
Antes de proceder se pusieron nuevos trajes, botas y mascarillas, y cambiaron todas las palas, cepillos y espátulas para no contaminar los niveles más antiguos con polen moderno. Sara se introdujo en el metro cuadrado para realizar los honores y extrajo una muestra de tierra para la colección. Apenas había empezado cuando exclamó:
—¡Caray! —Y dejó de trabajar.
Ferrer estaba inclinado sobre ella y repitió de forma acelerada:
—¡Mirad! ¡Mirad! ¡Mirad!
—¿Es sílex? —preguntó Pierre.
Morrison pidió permiso para entrar e intercambiar posiciones con Sara. El canoso escocés, que medía casi dos metros, se agachó y desenfundó su pincel. Era un objeto suave y amarillento, pero no era piedra.
—Me temo que esto no es para mí —dijo—. Parece un hueso. Todo tuyo, Carlos.
El español quitó un poco más de tierra y recorrió el contorno del objeto con un instrumento dental.
—No, no es un hueso. Más champán esta noche. ¡Es marfil!
Después de desenterrar con sumo cuidado el objeto y de fotografiarlo, Pierre fue a buscar a Luc, que estaba trabajando en el extremo más alejado de la Sala 1.
—¿A qué viene tanta emoción? —le preguntó Luc.
A pesar de que llevaba una mascarilla, Luc adivinó por las arrugas que se le marcaban en torno a los ojos que Pierre exhibía una gran sonrisa, como si fuera un niño.
—Estoy enamorado, jefe.
—¿De quién?
—No de quién, sino de qué. —Pierre se estaba divirtiendo a su costa.
—De acuerdo, pues ¿de qué?
—De la criaturita de marfil más bonita que hayas visto jamás.
Cuando llegó a la Sala 10, Luc no pudo contenerse.
—¡Muy bien! Es precioso y complementa lo que habíamos visto hasta el momento. Ahora podemos decir que Ruac tiene de todo, incluso arte portátil. Ojalá Zvi lo hubiera visto. Parece auriñaciense, como la hoja.
Era un bisonte tallado en marfil de unos dos centímetros de largo, pulido y suave como un guijarro de río. El animal podría haberse sostenido sobre sus lisas patas. Tenía un cuello ancho que le ayudaba a mantener la cabeza erguida, orgullosa. Ambos cuernos estaban intactos. Se podía ver la cuenca del ojo derecho, y en el costado había una serie de líneas paralelas que pretendían imitar la piel.
—Cuando lo hayamos fotografiado tomaré la primera muestra de polen —dijo Sara.
—¿Cuánto tardarás en saber algo? —preguntó Luc.
—Empezaré el análisis cuando regrese al laboratorio esta tarde y espero tener algo esta noche.
—Pues tenemos una cita. Nos vemos en el laboratorio esta noche. —Le pareció que Ferrer resoplaba bajo la mascarilla, pero no estaba seguro.
El resoplido se transformó en una especie de grito y de extrañas palabras en español. Sara llamó de nuevo a Luc. Los ojos de Ferrer, acostumbrados a buscar huesos, habían visto algo que a ellos se les había pasado por alto. A unos cuantos centímetros de la estatuilla de marfil había una mota de color marrón y Ferrer estaba a cuatro patas con una sonda dental.
—Dios —exclamó—, creo que estamos encima de ello.
—¿Qué es? —preguntó Luc.
—Espera, espera, déjame trabajar.
Era algo pequeño, no tan diminuto como para pertenecer al reino de la microfauna del que Ferrer era especialista, sino bastante pequeño, alrededor de cincuenta milímetros de largo y veinticinco de ancho. Debido a su tamaño, no tardó en desenterrar el hueso.
—¿Y bien? —preguntó Luc, que se inclinó sobre el cuadrado como un padre expectante.
—Vas a tener que comprar champán del mejor, amigo mío. Es la punta de un dedo, una falange distal.
—¿De qué especie? —preguntó Luc, conteniendo la respiración.
—¡Es humana! ¡Es el dedo de un niño! ¡Hemos encontrado oro!
Sara tomó las muestras de polen y el resto del equipo siguió trabajando en el cuadrado de tierra buscando más huesos humanos. Al finalizar la jornada laboral no habían encontrado más huesos, pero ya les había tocado el premio gordo. Los huesos humanos del Paleolítico Superior eran algo del todo inusitado. El hallazgo se convirtió en la comidilla del campamento y Ferrer pasó el huesecito en una caja de plástico de mano en mano, como si fuera la reliquia de un santo. Ninguno de ellos poseía suficientes conocimientos en huesos infantiles de homínidos para calcular la edad, y menos aún para establecer el género y la especie. Tendrían que consultar con otros estudiosos.
Esa noche, a las nueve, Luc se dirigió al laboratorio y encontró a Sara trabajando. Odile estaba haciendo cuentas en el escritorio que compartían Jeremy y Pierre.
Odile no había tardado en encontrar un nicho: se encargaba del papeleo relacionado con la intendencia, más o menos lo mismo que hacía para su padre. Su hermano pasaba menos tiempo en el campamento, solo una hora por la tarde, para ayudar al cocinero a cortar verduras y otras tareas similares.
Sara y Odile estaban hablando en francés y riendo como adolescentes cuando Luc entró ruidosamente, haciendo crujir el suelo con sus botas de vaquero.
Odile calló y retomó su trabajo. Sara le hizo saber que estaba casi lista para examinar muestras con el microscopio binocular. Se había pasado la cena trabajando, sometiendo el material a pruebas de tamiz húmedo y preparando químicamente las muestras con ácido hidrofluórico para digerir los minerales silicatos.
Observó cómo sus delgados dedos preparaban el primer portaobjetos de cristal, cómo añadía una gota de glicerol y lo tapaba con una lámina cubreobjetos.
Empezó el examen con luz de baja intensidad y afirmó aliviada que parecía «algo bueno». Al pasar a alta intensidad movió el portaobjetos hacia delante y hacia atrás y lanzó un suspiro. Luc no se había dado cuenta de que hasta entonces había contenido la respiración.
—Esto es algo que no se puede inventar —dijo Sara, muy emocionada.
—¿De qué se trata?
—Hay los típicos restos de helechos y coníferas, pero veo tres poblaciones abundantes y muy especiales de polen. Échale un vistazo.
Ajustó el microscopio hasta que vio bien. No era un experto pero comprobó que había tres especies predominantes de esferas huecas microscópicas. Una semejaba balones de rugby peludos, otra neumáticos de coche pinchados y la tercera embriones de cuatro células.
—¿Qué son?
Sara miró a Odile, que estaba enfrascada en sus cuentas, ajena a lo que decían. No sabía inglés, pero Sara lanzó una mirada de advertencia a Luc para que mantuviera la discreción. «Hablamos fuera, ¿de acuerdo?»
Se disculparon y se dirigieron hacia la hoguera, que chisporroteaba alegremente.
—Bueno —insistió Luc—, ¿qué?
—El polen es de las tres plantas representadas en la Sala 10 y en el manuscrito:
Ribes rubrum
, el grosellero;
Convolvulus arvensis
, la correhuela o hierba de la posesión, tal y como la llamaba Bartolomé; y
Hordeum spontaneum
, cebada silvestre. ¡Las concentraciones son asombrosas!
Luc se apresuró a meter baza y dijo lo que creía que estaba a punto de añadir Sara.
—¡Eso significa que llevaron grandes cantidades de estas plantas al interior de la cueva! Las utilizaron con algún propósito. ¡Nunca habíamos visto este tipo de actividad en el Paleolítico!
Sara sonreía de oreja a oreja. El resplandor anaranjado de las llamas le iluminó el rostro. De pronto Luc recordó lo mucho que le gustaba su mandíbula afilada, el modo en que realzaba su cuello largo y delicado. No era la típica zona erógena, pero desencadenó una reacción inesperada y la besó en los labios antes de que ella pudiera reaccionar. La estaba sujetando por los hombros y al principio le pareció sentir la pasión del beso correspondido, pero acabó dándose cuenta de que las manos de Sara apoyadas en su pecho intentaban apartarlo.
Había dejado de sonreír. Echó un vistazo alrededor para comprobar si los había visto alguien.
—Luc, tú y yo tuvimos nuestro momento. Decidiste ponerle fin, yo lo he superado y ya está. No voy a pasar por lo mismo de nuevo.
Luc inspiró aire lentamente y saboreó su pintalabios.
—Lo siento, no ha sido premeditado. Es la emoción, ya sabes, y quizá algo más, pero tienes razón, no deberíamos repetir lo vivido. Además, parece que Carlos y tú habéis congeniado.
Sara se rió.
—Ya sabes cómo es esto. El equivalente en arqueología de un romance en alta mar. Cuando desembarcas, se ha acabado.
—Admito que conozco el síndrome.
Sara le lanzó una mirada astuta y le dijo que quería analizar más muestras y poner por escrito sus descubrimientos.
Luc se maldijo a sí mismo mientras veía cómo se iba. No sabía si estaba enfadado por haberla besado o por no haber sabido explicarse mejor, por no haber intentado reparar los daños causados en el pasado. Sea como fuere, no se sentía bien consigo mismo, pero al menos las sensaciones sobre Ruac eran muy buenas.
Y había vuelto a tropezar con la misma piedra, su viejo problema del trabajo y las mujeres. Faltaba la tercera pata que diera estabilidad al taburete. Quizá necesitaba una afición, pensó, pero negó con la cabeza cuando le asaltó la imagen ridícula de Luc Simard con un palo de golf en las manos.
Decidió que iría a buscar a Hugo para tomar un trago junto a la hoguera.
A pesar del beso que Luc le había robado, Sara no faltó a su palabra y asistió a la doble cita de Hugo, que echó mano de todos los recursos posibles y eligió el espectacular entorno de Domme, un antiguo pueblo fortificado situado en lo alto de una colina, con las murallas aún intactas. Antes de cenar en L’Esplanade, el mejor restaurante de la zona, las dos parejas pasearon por las murallas y se recrearon en las vistas del anochecer que les ofrecía el valle del río Dordoña.
Odile lo observaba todo como una turista y le pidió a un desconocido que les tomara una fotografía con el teléfono móvil. El viento jugueteaba con su vestido de verano, vaporoso y corto a pesar de que era una noche fresca de otoño. Era una mujer morena y sensual, tenía aspecto de estrella de cine. Hugo prestó atención a las ráfagas de viento y vio recompensado su empeño con atisbos de sus muslos y otras zonas. Pero también vio manchas grandes de color negro y azulado, cardenales recientes que parecían dolorosos y algo inflamados.