La llave del destino (6 page)

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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del destino
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Por desgracia, al llegar al promontorio la cornisa dejaba de existir y el único modo de seguir adelante era escalar hasta otra cornisa escarpada y cubierta de arbustos. No era una decisión fácil. Hugo estaba irritable y cansado, y Luc sabía que el esfuerzo extra retrasaría su vuelta al coche. Sin embargo, el aventurero que llevaba dentro siempre sentía la irrefrenable necesidad de saber qué había al otro lado, de modo que le pidió a Hugo que se quedara en la cornisa, le dejó su mochila y le dijo que volvería al cabo de un cuarto de hora, más o menos. Su amigo, al que ya había dejado de preocuparle su aspecto personal, se sentó con las piernas cruzadas y le dio un mordisco a una manzana.

Subir hasta la nueva cornisa no fue muy complicado, pero Luc se alegró de dejar atrás a Hugo y así poder avanzar a su ritmo. La cima del promontorio era una extensión llana de piedra caliza que se encontraba en la mitad superior de la pared del acantilado. La vista del valle era espléndida, casi exigía una fotografía, pero el sol estaba bajo y no disponía de mucho tiempo, por lo que se dejó la cámara colgada al cuello y siguió avanzando río abajo para ver el terreno que se extendía más adelante.

Entonces vio algo que le hizo soltar un sonido gutural e involuntario de sorpresa.

Justo debajo de él, en una cornisa ancha, había un enebro solitario y grande que crecía entre los matorrales. Su tronco enorme, seco, áspero, retorcido y de color cenizo se abría en abanico y desplegaba un laberinto de ramas en espiral que se alzaban en todas las direcciones posibles. Apenas tenía hojas, unas cuantas aquí y allí, como un chucho viejo con sarna.

Luc bajó por la pared tan rápido como buenamente pudo y corrió hacia el árbol. Cuando estuvo lo bastante cerca para tocarlo, sacó de nuevo el mapa, miró aquel amasijo imposible de ramas y asintió con la cabeza. El parecido era asombroso, ¡incluso después de seiscientos años! Si un árbol podía sobrevivir durante siglos en esa tierra yerma tenía que ser el indómito enebro, el gran superviviente. Algún ejemplar había vivido dos milenios o más.

En ese momento Luc decidió que no darían media vuelta.

Sabía que Hugo iba a quejarse airadamente, pero le daba igual. Pasarían la noche al raso. Si no había ningún lugar adecuado algo más adelante, siempre podían volver y dormir bajo la protección de aquel árbol antiguo.

Hugo se quejó.

Era un árbol, sin duda, pero creía que era un acto de fe extrema pensar que era el árbol en cuestión. Fue tal su escepticismo que casi resultó odioso. Al final Luc le espetó que pensaba seguir adelante y que, si él quería, podía volver, coger el Land Rover y buscar un hotel.

A Hugo no le gustaba ninguna de las dos opciones. Refunfuñó tanto por tener que dormir a la intemperie como por verse obligado a encontrar el camino de vuelta al coche por sí solo. Al final acabó cediendo y siguió a Luc por la nueva cornisa en busca de, según sus propias palabras, «los unicornios y los saltos de agua míticos».

El sol casi se había puesto. La temperatura empezaba a bajar y el cielo se había teñido de un rosa crepuscular. Hugo, que ya se había resignado a la idea de pasar una noche incómoda bajo las estrellas, pidió un descanso para sus hombros doloridos. Pararon en un saliente seguro y bebieron agua. Entonces Hugo se bajó la cremallera y se puso a orinar junto al borde.

—Ahí tienes tu salto de agua —dijo sin un ápice de humor.

Luc también se quitó la mochila. Se reclinó y apoyó la cabeza en la pared del acantilado, dispuesto a endilgarle una réplica infantil, pero lo que dijo fue:

—¡Eh! —Había sentido algo húmedo en el cuero cabelludo. Se volvió y apoyó ambas manos en la roca. Estaba mojada. Retrocedió hasta donde pudo, alzó la mirada y señaló una franja oscura y ancha—. ¡Mira! Llega hasta arriba. ¡Es nuestro salto de agua!

Hugo también alzó la vista, pero no se dejó impresionar.

—Si eso es un salto de agua, yo soy el Papa.

—Ha sido un verano seco. Estoy convencido de que después de una primavera lluviosa se convertirá en un salto de agua de verdad. Venga, vamos antes de que nos quedemos sin luz. Si hay otra cascada te invito a cenar.

Siguieron caminando durante casi una hora a pesar de la escasez de luz. Ahora, en lugar de mirar, Luc no apartaba las manos de la roca para sentir el agua.

El anochecer empezaba a engullirlos. Luc estaba a punto de cejar en su empeño cuando ambos oyeron algo al mismo tiempo: un chorro de agua, como un grifo abierto. Unos pasos más adelante las rocas estaban empapadas y el agua caía por el borde de la cornisa y se precipitaba hacia el río. Era un chorro más que un salto de agua, pero en lo que respectaba a Luc estaban bien encaminados. Hasta Hugo se animó y accedió a seguir caminando hasta que el sol se pusiera por completo.

Luc sacó el mapa una vez más y señaló los dos saltos de agua y la
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que marcaba la cueva.

—Si esta parte del mapa está dibujada a escala, la cueva tiene que estar cerca, pero no podemos saber si está por encima o por debajo. Creo que nos quedan unos quince minutos de luz antes de que sea inútil seguir con la búsqueda.

Pasó el cuarto de hora y utilizaron las linternas de LED de Luc, pequeñas pero potentes, para compensar la falta de luz natural. Por encima tenían una buena línea de visión, pero para explorar la pared de roca que tenían debajo Luc se echaba al suelo y barría la superficie de la pared con la linterna. Aparte de las fisuras y la estratigrafía normal, no había nada que indicara ni remotamente la entrada de una cueva por encima ni por debajo de ellos.

Había oscurecido demasiado para continuar. Se encontraban en un saliente lo bastante ancho para acampar y pasar la noche, de modo que no tuvieron que dar marcha atrás, lo cual fue una suerte ya que ambos estaban hambrientos y cansados.

Hugo se quitó la mochila y se dejó caer sobre ella.

—Bueno, ¿qué hay de cena?

—Enseguida estará lista. No te llevarás una decepción.

En poco tiempo Luc preparó una cena deliciosa con el camping gas: solomillo a la pimienta con patatas fritas, pan crujiente, un poco de queso de cabra y una botella de un cahors decente; él mismo reconoció que había valido la pena cargar con él todo el día.

Comieron y bebieron hasta entrada la noche. El cielo sin luna pasó por diversos tonos de gris cada vez más oscuro, hasta teñirse de un negro casi invisible. Encaramados a la cornisa, parecían encontrarse solos en los confines del universo. Eso, y el vino con cuerpo que bebieron, hizo que la conversación tomara derroteros más melancólicos, y Hugo, metido en el saco de dormir para entrar en calor, no tardó en empezar a lamentarse por el tipo de vida que llevaba.

—¿A cuántos hombres conoces —preguntó— que hayan estado casados con dos mujeres pero se hayan divorciado tres veces? Debo decir que cuando Martine y yo nos casamos de nuevo fue un momento de locura transitoria. Y¿qué pasó? Pues que vi recompensados esos tres meses de locura con un nuevo asalto a mi cartera. Su abogado es mejor que el mío, pero es que el mío es mi primo Alain, y no puedo hacer nada.

—¿Sales con alguien ahora? —preguntó Luc.

—Con una banquera que se llama Adèle y que es tan fría como un paquete de guisantes congelados, y con una artista que se llama Laurentine y que es bipolar, creo, y…

—Y ¿quién más?

Hugo suspiró.

—He vuelto con Martine.

—¡Increíble! —exclamó Luc casi a gritos—. Eres un idiota de campeonato.

—Lo sé, lo sé… —La voz de Hugo se apagó y cuando apuró el vino se sirvió un poco más en el vaso de aluminio—. ¿Y tú? ¿Estás más orgulloso de tu historial?

Luc estiró el colchón de espuma y puso el saco de dormir encima.

—No, señor, no estoy orgulloso. Una chica, una noche, tal vez dos, esa es mi historia. Las relaciones serias no son lo mío.

—Pero esa chica americana, ¿cómo se llamaba…? Erais pareja hace unos años.

—Sara.

—¿Qué pasó?

Luc se metió en el saco de dormir.

—Era diferente. Es una historia triste.

—¿La dejaste?

—Al contrario. Fue ella quien me dejó, pero me lo merecía. Fui un estúpido.

—Así que tú eres un estúpido, yo un idiota y los dos estamos durmiendo en una cornisa, a un paso del abismo, lo que confirma nuestro nivel de inteligencia. —Subió la cremallera de su saco y añadió—: Ahora voy a dormir para intentar olvidar lo desgraciado que soy. Si por la mañana no estoy aquí, es que me levanté a mear y me olvidé de dónde estábamos.

Al cabo de poco Hugo empezó a roncar y Luc se quedó solo, intentando distinguir una estrella o un planeta a través de las nubes y la neblina que le enturbiaba la vista por culpa del vino.

Lentamente fue cerrando los ojos, o eso creyó, porque era consciente de las sombras negras que se movían por encima de él, quizá un sueño incipiente. Sin embargo, aquel zigzagueo impredecible y alocado, aquella velocidad ultrasónica… Había algo en todo aquello que le resultaba familiar, y entonces cayó en la cuenta: murciélagos.

Abrió rápidamente la cremallera del saco, cogió la linterna y enfocó hacia arriba. Había docenas de murciélagos revoloteando alrededor de los acantilados.

Dirigió el rayo de luz hacia las rocas y esperó.

Entonces un murciélago se precipitó hacia la pared del acantilado y desapareció. Luego otro. Y otro.

Ahí arriba había una cueva.

Despertó a Hugo y tuvo que sujetarlo para orientarlo y que no perdiera el equilibrio. Mientras salía del saco de dormir, Hugo murmuraba «¿qué?, ¿qué?», totalmente desorientado.

—Creo que la he encontrado. Voy a subir. No puedo esperar hasta mañana. Tan solo necesito que no me pierdas de vista. Si me pasa algo, ve a buscar ayuda, pero no me pasará nada.

—Estás loco —dijo Hugo al final.

—Un poco, lo reconozco —dijo Luc—. Ilumina con la linterna hacia ahí. No parece muy difícil.

—Joder, Luc. Espera hasta mañana.

—Ni hablar.

Le indicó hacia dónde debía enfocar la linterna y encontró un punto de apoyo para la mano con el que iniciar el ascenso. Los distintos estratos de la pared de roca formaban una especie de escalera y nunca sintió un peligro inminente; sin embargo se lo tomó con calma, consciente de que escalar de noche y el vino no formaban una combinación ideal.

Al cabo de unos minutos había alcanzado el lugar donde creía que desaparecían los murciélagos, aunque no estaba seguro. No había nada que se pareciera a la entrada de una cueva o un refugio. Como podía agarrarse cómodamente, pudo coger la linterna que llevaba en el bolsillo de la chaqueta para inspeccionar la superficie con mayor detenimiento. Justo entonces un murciélago salió volando del acantilado y le pasó rozando la oreja. Asustado, hizo una pausa para recuperar la respiración y asegurarse de que no le había resbalado el pie.

Había una grieta en la pared de roca. De apenas unos centímetros de ancho. Después de cambiar la linterna a la mano izquierda pudo introducir la derecha por el resquicio y hundió los dedos hasta los nudillos. Bajó la mano y sintió un temblor. Cuando lo inspeccionó de forma más detenida comprobó que el temblor procedía de una roca plana encajada en la pared. Al cabo de un instante se dio cuenta de lo que sucedía. Estaba mirando una pared de piedras planas levantada en la pared del acantilado, construida con tal maestría que imitaba los estratos naturales.

Sacó la piedra con algún que otro esfuerzo y cuando la quitó la dejó con sumo cuidado en la estrecha cornisa; avisó a Hugo de que se apartara, pues si caía podía ser mortal; tenía el tamaño de un libro ilustrado de gran formato. Las otras rocas salieron con mayor facilidad, pero se quedó sin sitio donde ponerlas, de modo que empezó a introducirlas en la abertura. Al cabo de un rato tenía ante sí un agujero lo bastante grande por el que adentrarse.

—Voy a entrar —avisó a Hugo.

—¿Estás seguro de que es buena idea?

—Nada me detendrá —replicó Luc en tono desafiante antes de estirar los brazos e introducir la cabeza y los hombros por el hueco.

Desde la cornisa de abajo Hugo observó cómo desaparecían los hombros, luego el pecho y finalmente las piernas de su amigo.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Luc lo oyó pero no respondió.

Se encontraba en el interior de la entrada de la cueva, a gatas, hasta que se dio cuenta de que el lugar era lo bastante alto para ponerse de pie. Iluminó hacia delante con la linterna y luego a los lados.

Sintió que le fallaban las rodillas y estuvo a punto de perder el equilibrio.

La sangre le inundó las orejas.

Oyó el aleteo sibilante de la colonia de murciélagos.

Entonces oyó su propia voz áspera:

—¡Oh, Dios mío!

Capítulo 6

L
uc era consciente del movimiento que había a su alrededor.

Se sintió completamente rodeado, en medio de una manada, una estampida.

Era una sensación asfixiante y desconcertante al mismo tiempo, exacerbada por el modo frenético en que Luc movía la linterna y enfocaba la luz sobre las paredes y las estalactitas parduzcas en el intento de abarcarlo todo, saltando de imagen a imagen, creando una mezcla estroboscópica en los confines negros de la cueva.

A la izquierda había una manada de caballos al galope, unas bestias enormes representadas con trazos vigorosos de carbón que se solapaban unos a otros, con la boca abierta por el esfuerzo y tupidas crines; sus pupilas, unos penetrantes discos negros que flotaban sobre óvalos pálidos de roca no pigmentada.

A la derecha había unos bisontes imponentes con la cola levantada y de pezuña hendida, amenazadores y rebosantes de energía, y a diferencia de los caballos, pintados de negro, sus cuerpos enormes estaban representados con trazos enérgicos de tonos negros y marrón rojizo.

Sobre su cabeza, un toro negro, gigante y en movimiento que se precipitaba hacia las profundidades de la cueva con dos patas levantadas del suelo, a galope tendido. Tenía la cabeza agachada, listo para embestir con los cuernos, la nariz hinchada y un escroto abultado.

Un poco más adelante, a izquierda y derecha, había unos ciervos enormes que lucían unas astas que equivalían a la mitad del tamaño de su cuerpo; tenían la cabeza erguida, los ojos en blanco y la boca abierta, como si estuvieran bramando.

Y había más, muchas más criaturas fantásticas que intentó ver con la tenue luz de su linterna: una manada de leones, osos, corzos, color, muchísimo color, y ¿eso era el tronco de un mamut?

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