Estaba a punto de unirse a su conversación cuando el redactor jefe de
Le Monde
, un periodista flemático con muchos años de experiencia llamado Gérard Girot, lo abordó para conocer su opinión personal sobre aquella ocasión tan trascendental. Luc lo atendió con amabilidad y el hombre empezó a tomar nota frenéticamente en su libreta.
Con el rabillo del ojo Luc vio que Sara y Ferrer se alejaban de la hoguera y se perdían en la oscuridad.
Aún le quedaba champán en la copa y se lo bebió de un trago.
E
l ecosistema de una cueva sellada durante siglos tenía un equilibrio muy delicado. La mezcla de condiciones —la temperatura, la humedad, el pH y el equilibrio gaseoso de la sala, cortesía de los murciélagos— había contribuido a crear un entorno que, en este caso, había permitido de manera fortuita la excelente conservación de las pinturas rupestres.
Lo peor que podía hacer Luc era alterar ese equilibrio e iniciar una reacción en cadena de destrucción como había ocurrido en otros lugares. En Lascaux, varios años de acceso sin trabas a estudiosos y turistas habían provocado la aparición de moho verde y, en los últimos tiempos, de manchas blancas de calcita, resultado de un exceso de CO
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, que ahora amenazaban las pinturas. En la actualidad Lascaux estaba sellada mientras la comunidad científica hallaba soluciones.
En Ruac habían preferido ser precavidos desde el principio.
A pesar de que Desnoyers, el hombre de los murciélagos, era probablemente el miembro más famoso del equipo, Luc consideraba que la conservacionista, Elisabeth Coutard, era la más importante. Como tuvieran problemas de moho o sucediera cualquier otra catástrofe medioambiental, se iba a armar la gorda.
El lunes, justo después del amanecer, Luc, Coutard, Desnoyers y el experto en cuevas Giles Moran se encontraban en la cornisa del acantilado bajo la entrada de la cueva. Estaban a punto de subir por las escaleras de hierro que los ingenieros habían instalado en la pared de piedra caliza. Detrás de ellos, a poca distancia, los estudiantes de posgrado Pierre y Jeremy iban cargados con las esteras patentadas de Moran, especiales para el suelo de la cueva, unas láminas semirrígidas, cubiertas con una capa de goma, diseñadas para proteger cualquier tesoro delicado que pudiera encontrarse debajo de los pies.
Moran, un hombre pequeño pero fuerte, tenía la constitución ideal para atravesar los conductos más estrechos de la cueva. Sería el responsable no solo de la protección de la cueva y de la seguridad de los exploradores, sino de elaborar los detallados mapas de la arquitectura de las salas.
Coutard era una mujer majestuosa, casi elegante, que llevaba su larga melena blanca recogida en un práctico moño. Cargaba con varias piezas de su equipo electrónico más delicado, y Luc se ocupaba de lo demás.
Desnoyers llevaba una luz de infrarrojos en la frente y unas gafas de visión nocturna, y cuando caminaba se oía el traqueteo de los diversos objetos que le colgaban del cinturón.
Iban vestidos con un mono blanco con capucha de Tyvek, llevaban guantes de goma, sombrero de minero y una careta desechable para protegerse de gases tóxicos y no transmitir sus gérmenes a la cueva. Después de que el equipo posara en la escalera para tomar una fotografía destinada al archivo, cual escaladores del Everest, Luc abrió la pesada puerta.
La excavación oficialmente había empezado.
La luz del amanecer iluminó con suavidad los primeros metros de la sala. Luc sintió un inmenso placer cuando observó la reacción de Coutard al ver los frescos; cuando encendió una serie de lámparas montadas en trípodes que iluminaron vívidamente la sala entera, la mujer se quedó paralizada, como la estatua de sal bíblica, y no dijo nada, nada en absoluto. Se limitó a respirar a través de la máscara, hechizada por la belleza de los caballos al galope, la potencia de la manada de bisontes y la majestuosidad del gran toro.
Moran se comportó más como un cirujano, echó un vistazo rápido para situarse y luego empezó a trabajar con el paciente, tendiendo con sumo cuidado las primeras esteras. Desnoyers se situó sobre una de ellas. Enfocó su visor nocturno hacia el techo.
—
Pipistrellus pipistrellus
—dijo señalando de forma impasible unas cuantas figuras que se movían velozmente sobre ellos, pero entonces se emocionó y exclamó—: ¡
Rhinolophus ferrumequinum
! —Y estuvo a punto de abandonar la estera para seguir una forma alada que se adentraba en la oscuridad, sin embargo Moran lo reprendió de inmediato e insistió en que esperara a que hubiera tendido más esteras.
—Imagino que eso significa que ha encontrado algo especial —le dijo Luc a Coutard.
La mujer respondió con un bello y profundo suspiro, teñido de emoción, sorprendida al parecer del efecto que causaba en ella el entorno. Luc le dio una palmada en el hombro.
—Lo sé, lo sé —dijo el director de la excavación.
El contacto de su mano la devolvió al momento presente. Recobró la compostura y se puso a trabajar, instalando una serie de monitores ambientales y microclimáticos: temperatura, humedad, alcalinidad, oxígeno, dióxido de carbono y los importantes caldos de cultivo para bacterias y hongos. Había que realizar lecturas iniciales antes de que los demás pudieran empezar a trabajar.
Gracias a las lecciones aprendidas del pasado habían creado un protocolo de antemano. El trabajo de campo se limitaría a dos campañas de quince días al año. Solo podrían entrar en la cueva doce personas al mismo tiempo, y trabajarían por turnos siguiendo un horario alterno. Aquellos que no se encontraran en el interior de la cueva deberían realizar tareas de análisis en el campamento base.
Dedicaron gran parte de ese primer turno a distribuir las esteras protectoras por toda la cueva y a instalar el equipo de análisis de Coutard en diversos puntos.
Moran utilizó su LaserRace 300 para medir la longitud lineal de las diez salas, y comprobaron que era de ciento setenta metros, un poco menos que las de Lascaux o Chauvet.
Los estudiantes bajaron varios montones de esteras desde lo alto del acantilado formando una gran cadena, como peones transportando sacos de arena para construir un dique. Luc tuvo que esperar a que acabaran de tender todas las esteras antes de poder visitar de nuevo las salas más profundas. En cierto modo, ya echaba de menos la dichosa libertad del primer día de descubrimiento, cuando pudo pasear a su antojo por la cueva y dejarse llevar por la adrenalina. Sin embargo, hoy era más un científico que un explorador. Había que hacerlo todo de acuerdo a un protocolo.
Una lista interminable de cuestiones técnicas y logísticas hacía que la cabeza le diera vueltas; era un proyecto monumental, mucho mayor que cualquiera de los que había sido responsable hasta entonces. Sin embargo, al ver de nuevo las pinturas, el minucioso bestiario y el hombre pájaro, todo tan fresco y con unos colores tan vivos, reproducidos de forma tan magnífica, todos los pensamientos relacionados con detalles del proyecto desaparecieron como copos de nieve al posarse sobre una frente caliente. Solo se sobresaltó en la Sala de la Caza de los Bisontes al oír el sonido de su propia voz amortiguada por la máscara. Se decía a sí mismo:
—Estoy en casa. Esta es mi casa.
Antes de descansar para comer, Luc habló con Desnoyers para saber cuál era la situación de los murciélagos.
—No les gusta la gente —dijo el hombrecillo, como si estuviera de acuerdo con ellos—. Son una población mixta, pero sobre todo hay Pips. Es una colonia grande, aunque no enorme. Estoy casi seguro de que se irán por voluntad propia y que se establecerán en algún otro lado.
—Cuanto antes mejor —dijo Luc. Sin embargo, cuando vio que el experto en murciélagos le lanzaba una mirada gélida, le preguntó—: ¿Qué te parecen las pinturas?
—Apenas me he fijado en ellas —respondió el hombre murciélago.
A primera hora de la tarde, los miembros del segundo turno se reunieron en la cornisa y esperaron con impaciencia. Luc hizo una visita guiada al resto de los directores de la excavación y al periodista de
Le Monde
, y se comportó como un artista el día de la inauguración de su propia exposición. Cada grito ahogado, cada murmullo, cada exclamación lo hizo estremecerse de placer.
«Sí, es extraordinario.» «Sí, sabía que te impresionaría», dijo una y otra vez.
Zvi Alon alcanzó a Luc entre la Sala de la Caza de los Bisontes y un pasillo que llamaban la Galería de los Osos, donde había tres osos pardos y grandes, con bocas expresivas y abiertas, y unos morros cuadrados, solapados uno sobre el otro.
—Escucha, Luc —dijo con emoción—, no sé si estoy de acuerdo con tu afirmación de que esto es auriñaciense. ¡No puede ser tan antiguo! Las sombras policromáticas son demasiado avanzadas.
—No es una afirmación, Zvi. Solo es una observación basada en una única herramienta de sílex. Fíjate en el perfil de los osos. Es carbón, ¿verdad? No tardaremos en tener dataciones por radiocarbono, y entonces no hará falta que sigamos especulan do con la edad. Lo sabremos a ciencia cierta.
—Eso ya lo sé —insistió Alon con brusquedad—. Pertenece al mismo período, o es posterior, que la cueva de Lascaux. Es demasiado avanzado. Pero aun así me gusta. Es una cueva muy buena.
Luc no se acercó a Sara hasta el final de la visita. Se encontraban casi al fondo de la cueva, en la Sala 9, despojada de cualquier adorno. Pidió a los otros miembros del grupo que se pusieran manos a la obra, pero se quedó al lado de ella. Todos los demás parecían bultos sin forma con sus trajes protectores. Pero a Sara le quedaba de fábula el pequeño mono de Tyvek que llevaba. Era casi una incongruencia que pareciera tan elegante; obviamente no le quedaba como un traje de alta costura, pero aun así irradiaba mucho estilo.
—¿Qué tal estás? —preguntó Luc.
—Bien —respondió ella, con mirada soñadora debido a las pinturas—. Muy bien.
—Te he preparado una visita privada. ¿Estás lista para gatear y ver la décima sala?
—Gatearía un kilómetro. Pero, solo para prepararme, ¿hay muchos murciélagos?
—No. Parece que no les gustamos. Tendré que preguntarle el motivo a nuestro amigo Desnoyers.
Sara echó una mirada fugaz a la colonia ondulante que colgaba del techo.
—Bueno, vamos a gatear.
Las esteras acolchadas de Moran fueron como un bálsamo para sus rodillas. Sara siguió a Luc, a quien le pareció gracioso tenerla tan cerca de su trasero. Entraron en la décima sala y se pusieron en pie. Luc se dio cuenta de que Sara estaba deslumbrada por la exuberante muestra de humanidad que llenaba las paredes en forma de cúpula. Había siluetas de manos por todas partes, brillantes como las estrellas en una noche sin luna.
—Había visto tus fotografías, Luc, pero esto…
—Es solo el principio. Ven.
En la última sala únicamente había una lámpara que emitía un destello halógeno deslumbrante. Luc vio que a Sara le temblaban las rodillas y la agarró de forma instintiva de la cintura para que no se cayera.
—Estoy bien —murmuró ella, enfadada, mientras se apartaba y fijaba las rodillas.
Empezó a darse la vuelta lentamente con pequeños movimientos y acabó trazando un círculo completo. A Luc le recordó la bailarina de una caja de música que tenía su madre cuando era pequeño, que hacía piruetas sobre un espejo al son de una melodía oriental.
—Es muy verde —dijo al fin Sara.
—Además de ser la primera representación de flora del Paleolítico Superior, es el único caso del que hay constancia de esta era en el que se haya usado pigmento verde. Debe de ser malaquita, pero tendremos que comprobarlo. Las bayas marrones y rojas son óxidos de hierro, de eso no hay duda.
—La hierba —susurró Sara, maravillada—. Es del todo compatible con las estepas secas que tenía que haber en el período auriñaciense durante las estaciones cálidas. Y fíjate en el fantástico hombre con pico que se encuentra en el centro del prado, como un espantapájaros gigante.
—Es mi nuevo mejor amigo —dijo Luc con ironía—. ¿Qué te parecen las otras plantas?
—Bueno, es lo que resulta más interesante. Las ilustraciones del manuscrito son más realistas que las pinturas de la cueva, pero parece haber dos variedades —dijo ella, moviéndose hacia la derecha—. Aquí podemos ver un arbusto con bayas rojas. El patrón de las hojas es bastante impresionista e impreciso, ¿ves esto? ¿Y esto? Pero los arbustos del manuscrito tienen claramente hojas de cinco lóbulos en espiral. Si tuviera que decantarme por una opción, diría que son
Ribes rubrum
. —Se movió hacia la izquierda—. Y estas enredaderas… De nuevo la versión del manuscrito es más clara, con los tallos largos y las hojas alargadas, en forma de punta de flecha. Supongo que serán
Convolvulus arvensis
, pero solo es una suposición. La correhuela. Es una pesadilla debido a las malas hierbas, pero en verano echa unas florecillas rosas y blancas muy bonitas. Pero aquí, como puedes ver, no hay flores.
—Entonces, hierba, malas hierbas y grosella, ¿es ese el veredicto?
—Yo no lo llamaría veredicto. Es una primera impresión. ¿Cuándo podré ponerme con el polen?
—Será lo primero que hagas mañana. Bueno, ¿te alegras de haber venido?
—A nivel profesional, sí.
—¿Solo profesional?
—Joder, Luc. Sí. Solo profesional.
Él se volvió, incómodo, y le señaló la Bóveda de las Manos.
—Tú primera. Yo me encargo de la luz.
El ambiente de celebración impregnaba el aire como el olor a pólvora después de unos fuegos artificiales. Hacía frío, pero como no había amenaza de lluvia la gente cenaba al aire libre, sentada en sillas plegables y cajas de vino. Luc le dedicó los últimos minutos al periodista, Girot, antes de que el hombre partiera hacia París. Antes de irse, intercambiaron tarjetas de visita de forma cordial y Luc le pidió que le confirmara que no publicarían el artículo hasta que les dieran permiso.
—Tranquilo —dijo Girot—. Un trato es un trato. Se ha portado muy bien conmigo, profesor. Puede confiar en mí.
Alon fue a buscar a Luc y se sentó a su lado. En lugar del plato principal que había preparado el cocinero, costillas de cordero con romero y patatas asadas, se había decantado por un poco de pan con mantequilla y algo de fruta. Luc miró su plato.
—Lo siento, Zvi, ¿no hemos tenido en cuenta tus necesidades dietéticas?