La llave del destino (14 page)

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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del destino
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Un día, mientras paseaba por el prado que había junto a la enfermería, Bartolomé señaló el edificio bajo y comentó:

—Bernardo, aquí hay un clérigo, enviado a Ruac por unos confidentes, para recuperarse de una herida horrible. Es el único hombre que he conocido que está a tu altura en cuanto a discurso, conocimiento y sabiduría. Quizá cuando haya recuperado las fuerzas te gustaría conocerlo, y a él a ti. Se llama Pedro Abelardo y, a pesar de que desaprobarás rotundamente ciertos aspectos de su tempestuosa vida, te resultará una compañía más estimulante que tu apático hermano.

Una vez plantada la semilla, Bernardo se preguntó por ese tal Abelardo. Cuando la primavera dio paso al verano y recuperó parte de las fuerzas, cada vez que recorría el perímetro de la abadía miraba por entre las ventanas en forma de arco de la enfermería con la esperanza de vislumbrar al misterioso hombre. Al final, una mañana, tras las plegarias de prima, Bartolomé le dijo que Abelardo había solicitado una visita. Pero antes de que tuviera lugar creía que su hermano debía escuchar la historia de Abelardo para que ninguno de los dos hombres sintiera vergüenza alguna.

En su juventud habían enviado a Abelardo a París para que estudiara en la gran escuela de la catedral de Notre-Dame, bajo las órdenes de Guillermo de Champeux, ahora superior de Bernardo. El joven estudioso no tardó en ser capaz de derrotar a su maestro en retórica y debate, y a la edad de tan solo veintidós años había creado su propia escuela a las afueras de París, a la que acudían estudiantes de todo el país que se peleaban por sentarse a su lado. Al cabo de diez años, él mismo ocupó la cátedra de Notre-Dame, y en 1115 se convirtió en su canónigo. Bernardo lo interrumpió y señaló que sí, ¡por supuesto que había oído hablar de ese brillante erudito y se preguntaba qué había sido de él!

La respuesta: una mujer llamada Eloísa.

Abelardo la conoció cuando ella tenía quince años, era joven y menuda, ya poseía fama y era célebre en el mundo de las letras clásicas. Vivía en París, en el lujoso hogar de su tío, el acaudalado canónigo Fulberto. Abelardo quedó tan locamente enamorado que se las arregló para que su tío le diera alojamiento con la excusa de convertirse en el tutor privado de la sagaz muchacha.

Podría convertirse en objeto de debate averiguar quién sedujo a quién, pero nadie podría negar que ambos se enzarzaron en una apasionada relación. Abelardo cometió la frivolidad de descuidar sus obligaciones como maestro y cayó en la grave indiscreción de permitir que las canciones que había compuesto sobre ella se cantaran en público. Desgraciadamente su relación culminó en un embarazo. Abelardo envió a Eloísa con unos parientes que tenía en Bretaña, donde dio a luz a su hijo, al que llamó Astrolabio, por el instrumento astronómico; un nombre que dice mucho de la sorprendente modernidad de Eloísa.

Dejó a su hermana a cargo del niño y ambos amantes regresaron a París, donde Abelardo empezó a negociar de forma tensa un pacto con el tío de Eloísa. Aceptaba casarse con ella pero se negaba a hacer público el matrimonio por miedo a poner en peligro su cargo en Notre-Dame. Fulberto y él estuvieron a punto de llegar a las manos debido al desacuerdo en este punto. Abelardo aprovechó la agitación para convencer a Eloísa de que se trasladara al convento de Argenteuil, donde había estudiado de pequeña.

Ella accedió en contra de su voluntad, ya que era una persona realista sin inclinación por la vida religiosa. Escribió cartas a Abelardo en las que cuestionaba por qué tenía que someterse a una vida por la que no tenía vocación, una vida, sobre todo, que los obligaba a estar separados.

Corría el año 1118, unos cuantos meses antes de que Bernardo llegara a la abadía de Ruac. El tío de Eloísa se enfureció por el hecho de que Abelardo hubiera intentado solucionar el inconveniente que suponía su sobrina enviándola lejos de él, en lugar de adoptar una postura pública al respecto y decantarse por una unión honesta. Fulberto no podía permitir que el problema acabara de aquel modo. Pidió a tres de sus aduladores que abordaran a Abelardo en su posada. Dos lo sujetaron a la cama y uno lo castró con un cuchillo, como si fuera un animal de granja. Dejaron los testículos en el lavamanos y lo abandonaron entre gemidos y un charco de sangre coagulada.

Abelardo creyó que moriría, pero no fue así. Ahora era un monstruo, una abominación. Retorciéndose de dolor, vislumbró su destino: ¿acaso no rechazaba Dios a los eunucos y los excluía de su servicio por considerarlos criaturas impuras? Se apoderó de él la fiebre y la astenia aturdidora causada por la hemorragia. Languideció en un estado peligrosamente precario hasta que Guillermo de Champeaux, el eterno protector de las mentes más refinadas, intervino y lo envió a Ruac para que lo atendiera el destacado enfermero, el hermano Jean. Y en la tranquilidad del campo, tras una larga convalecencia física y espiritual, se mostró dispuesto para conocer al otro distinguido inválido de Ruac, Bernardo de Claraval.

Bernardo habría de recordar durante mucho tiempo ese primer encuentro. Aguardó esa mañana estival frente a la enfermería, de la que salió un hombre extremadamente delgado, con los hombros caídos y la frente prominente, surcada por arrugas y con una sonrisa tímida, casi infantil. Caminaba lentamente, arrastrando los pies, y Bernardo, al verlo, se estremeció de empatía. Abelardo tenía cuarenta años, aunque aparentaba más, y a pesar de sus propias dolencias Bernardo se sentía robusto en comparación con esa pobre alma.

Abelardo le tendió la mano.

—Abad Bernardo, tenía muchas ganas de conoceros. Conozco bien vuestra merecida reputación.

—Yo también quería conoceros.

—Tenemos mucho en común.

Bernardo enarcó una ceja.

—Ambos amamos a Dios —dijo Abelardo—, y ambos hemos recobrado la salud gracias a las sopas verdes de la hermana Clotilde y a las infusiones marrones del hermano Jean. Vayamos a dar un paseo, pero, por favor, a paso lento.

A partir de ese día, ambos hombres se convirtieron en fieles amigos. Bernardo no podía creer la buena suerte que había tenido. Abelardo era algo más que su par en cuestiones de teología y de lógica. Mediante el debate y el discurso podría ejercer la mente, así como el cuerpo. Mientras tomaban el aire discutían sobre Platón y Aristóteles, el realismo y el nominalismo, la moral del hombre, cuestiones concretas y abstractas. Se entrenaban verbalmente, intercambiaban el papel de maestro y estudiante, se enzarzaban en debates que podían llegar a durar horas. En ocasiones Bartolomé alzaba la vista y señalaba a través de las ventanas de la enfermería a los dos hombres que caminaban por el prado gesticulando.

—Mirad, hermano Jean. Vuestros pacientes han mejorado mucho.

A Bernardo le gustaba hablar del futuro: de su deseo de retomar cuestiones eclesiásticas, de su ardor por extender los principios cistercienses. Abelardo, por su parte, se negaba a mirar hacia delante. Insistía en vivir el presente como si no tuviera pasado ni futuro. Bernardo no se inmiscuía. No servía de nada insistirle a esa alma lastimosa que fuera más franca.

Una mañana, a cierta distancia de la abadía, mientras descansaban en uno de sus lugares favoritos, un punto que se alzaba sobre el río, se detuvieron para deleitarse con las vistas. Ambos se sentaron en las rocas y permanecieron en silencio. Las primeras temperaturas cálidas y los primeros pétalos de la estación se combinaron para crear una fragancia embriagadora.

—Conocéis mi pasado, ¿no es cierto, Bernardo? —preguntó Abelardo de sopetón.

—Lo conozco.

—Entonces conocéis a Eloísa.

—La conozco.

—Me gustaría que la conocierais mejor, ya que de este modo me conoceréis mejor a mí.

Bernardo le lanzó una mirada de incomprensión.

Abelardo se metió la mano en el hábito y sacó un pergamino doblado.

—Es una carta de ella. Sería un honor para mí que la leyerais y me dierais vuestra opinión. Ella no pondría ningún reparo.

Bernardo empezó a leer y apenas pudo creer que fuera la obra de una mujer de dieciocho años. Era una carta de amor, en absoluto vulgar, sino noble y pura. El monje se sintió conmovido por la melodía de sus palabras y la pasión de su corazón. Al cabo de unos minutos tuvo que parar para secarse una lágrima.

—¿Qué fragmento habéis leído? —preguntó Abelardo.

Bernardo lo leyó en voz alta:

—«Estos claustros nada deben a las limosnas públicas; no nos han enriquecido las usuras ni penitencias de los publicanos, ni los cimientos son fruto de la extorsión. El Dios a quien servimos solo ve riquezas inocentes y los devotos inofensivos a los que habéis puesto aquí. Sea lo que sea este joven viñedo, lo es gracias a vos, y es vuestra misión dedicarle toda la atención para cultivarlo y mejorarlo; este debería ser uno de los principales fines de vuestra vida. Mediante nuestra sagrada renuncia, nuestros votos y nuestra forma de vida parecen librarnos de toda tentación.»

Abelardo asintió con tristeza.

—Sí, acabadla, por favor.

Cuando llegó al final, Bernardo dobló la carta y se la devolvió.

—Es una mujer extraordinaria.

—Gracias. A pesar de que estamos casados, ya no puede ser mi mujer. Estoy muerto en mi interior, la dicha ha desaparecido para siempre. No obstante, voy a dedicarles el resto de mi vida a ella y a Dios. Viviré como un humilde monje. Ella vivirá como una humilde monja. Seremos como hermano y hermana en Cristo. Aunque yo viviré con el perpetuo sufrimiento de mi destino, gracias a nuestro amor por Dios podemos amarnos mutuamente.

Bernardo le dio una palmada en la rodilla.

—Vamos, hermano. Hace un buen día. Caminemos un poco más.

Siguieron el curso del río, que fluía por debajo de ellos. El verano había sido testigo de fuertes lluvias y la escorrentía de las orillas teñía las turbulentas aguas de un marrón fangoso, pero en la cornisa donde se encontraban la tierra estaba seca y firme. Las sandalias entrechocaban con los talones a cada paso que daban. Se aproximaron al punto más lejano al que habían llegado jamás en los acantilados, pero el tiempo era perfecto y ambos tenían suficiente energía para continuar. No sintieron la necesidad de hablar; habría sido una vergüenza competir con los sonidos del viento al acariciar las hojas de los árboles. En lo alto de los acantilados se sentían unos privilegiados por estar en el reino del águila, en el reino de Dios.

—¡Mirad! Descansemos aquí —dijo Bernardo al cabo de un rato.

En una cornisa ancha con una vista maravillosa del valle había un enebro viejo y retorcido que parecía nacer de las rocas. Sus ramas sinuosas ofrecían una zona de sombra fresca. Se sentaron, apoyaron la espalda en el áspero tronco y siguieron disfrutando del silencio.

—¿Regresamos? —preguntó Abelardo poco después.

Bernardo se puso en pie y miró el camino que se extendía ante ellos, haciendo visera para protegerse los ojos del sol, en busca de la cima de los acantilados.

—Creo que podríamos regresar a la abadía si seguimos caminando. Existe una subida no muy empinada que nos permitiría llegar a la cima y atravesar los prados que quedan al norte de la iglesia. ¿Os sentís capaz de intentarlo?

Abelardo sonrió.

—No tanto como vos, hermano, pero lo bastante para acometer la empresa.

El camino era algo más accidentado de lo esperado y sus pies sudorosos empezaron a resbalar en las sandalias. Justo cuando Bernardo dudaba de su decisión oyeron el maravilloso estruendo del agua. A la vuelta del recodo había un pequeño salto de agua que refulgía como un broche de piedras preciosas debido a los rayos del sol. El agua azotaba la cornisa y caía en cascada sobre los acantilados.

Tomaron un trago de agua gélida y pura con avidez entre las manos y decidieron que quizá aquella era una señal de que era buena idea seguir caminando.

Tuvieron que reducir la marcha y la cornisa se volvió traicionera, pero estaban decididos a encontrar el atajo y ambos se alegraron en silencio de que sus cuerpos estuvieran a la altura de las circunstancias. Unos meses antes habían estado tan débiles que a duras penas podían levantarse de la cama. Se sentían agradecidos y siguieron avanzando.

Encontraron una segunda cascada, lo que les permitió saciar de nuevo la sed. Bernardo se secó las manos en el hábito y estiró el cuello.

—Ahí está. —Señaló—. Si caminamos un poco más creo que llegaremos a un lugar que nos permitirá subir hasta la cima.

En el sitio en cuestión, Bernardo puso los brazos en jarra y le preguntó a Abelardo si estaba preparado para el ascenso.

—Estoy preparado, aunque parece que hay un buen trecho.

—Tranquilo. Dios no permitirá que caigamos —dijo Bernardo con alegría.

—Si uno de los ha de volar, rezad para que sea yo, no vos —replicó Abelardo.

Bernardo empezó a subir buscando una ruta que se pareciera lo máximo posible a una escalera. Sudando a mares, con la respiración entrecortada por el esfuerzo, llegó al siguiente nivel y se quedó paralizado.

—¡Abelardo! —gritó—. ¡Cuidado con esa roca suelta, pero subid! ¡Hay algo maravilloso!

En la pared del acantilado había un hueco tan ancho como la cama de un hombre y de la altura de un niño.

Bernardo ofreció una mano a su compañero para ayudarlo a subir.

—¡Una cueva! —exclamó Abelardo, tomando aire.

—Echemos un vistazo —dijo Bernardo, emocionado—. Al menos nos refrescaremos un poco.

Como no tenían fuego no les quedó otra que conformarse con la luz del sol para ver el interior de la cueva. El resplandor amarillo se adentraba unos cuantos metros antes de ceder a la oscuridad. Después de avanzar a gatas comprobaron que podían ponerse en pie sin problemas. Bernardo dio unos cuantos pasos y vio algo allí hasta donde llegaba la luz.

—¡Dios mío, Abelardo! ¿Veis esto? ¡Son frescos!

Caballos al galope.

Un bisonte embistiendo.

La cabeza de un toro negro y enorme sobre ellos.

Las criaturas desaparecían en la oscuridad.

—Por aquí ha pasado un pintor —murmuró Abelardo.

—Un genio —admitió Bernardo—. Pero ¿quién?

—¿Creéis que es de la antigüedad? —preguntó Abelardo.

—Tal vez, pero no podría confirmarlo.

—Los romanos conquistaron toda la Galia.

—Sí, pero estas pinturas no se parecen a ninguna estatua ni mosaico romano de los que he visto —dijo Bernardo, que miró hacia el valle—. Sea cual sea la edad a la que pertenece, es un lugar majestuoso. El artista no podría haber encontrado una mejor tabla sobre la que pintar. Debemos regresar aquí con iluminación para ver qué más hay al fondo. —Le dio unas palmadas a Abelardo en los hombros—. Vamos, amigo. Ha sido un día maravilloso. Regresemos a la abadía para asistir a la misa.

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