La llave del destino (8 page)

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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del destino
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Hugo lo agarró de la manga de la chaqueta.

—Ya se te ocurrirá algo durante el desayuno. ¡Ahora, por el amor de Dios, vámonos!

El sol matinal había convertido el Vézère en una cinta resplandeciente. Al salir al exterior fueron recibidos por una bocanada de aire fresco y el canto de los pájaros. Una sensación purificadora se apoderó de ellos cuando respiraron profundamente.

Antes de dejar atrás la cueva, Luc reconstruyó con cuidado el muro exterior y se esforzó por ocultar la entrada de forma tan efectiva como los hombres que la habían construido originalmente, fueran quienes fuesen. Estaba cansadísimo y algo mareado, y una pequeña voz interior en su cabeza le advirtió que en esas circunstancias debían extremar las precauciones al recorrer de nuevo la cornisa.

No obstante, avanzaron a buen paso y no tardaron mucho en ver de nuevo el viejo enebro. Hugo necesitaba ajustarse la mochila, y el saliente ancho que había bajo su tronco áspero y pelado era un lugar seguro en el que detenerse.

Luc tomó un sorbo de agua embotellada mientras miraba hacia el río en estado de ensoñación. ¿Había sido real esa noche? ¿Estaba listo para asimilar las consecuencias? ¿Estaba preparado para que su vida cambiara de forma irrevocable, para convertirse en un personaje público, en el rostro de este descubrimiento increíble?

Su sueño se vio interrumpido por un sonido apenas perceptible, una especie de chirrido que provenía del lugar de donde venían. Quedaba fuera del alcance de su vista, tras los arbustos y la roca que sobresalía. Estuvo a punto de ignorarlo, pero tenía unos sentidos tan aguzados que no pudo hacer caso omiso de lo que había oído. Se disculpó y retrocedió varios metros. Cuando estaba a punto de llegar a las piedras que sobresalían le pareció oír otro chirrido, pero cuando pudo mirar al otro lado de la cornisa no vio nada.

Se quedó quieto durante unos instantes mientras decidía si debía seguir avanzando. Había algo en aquellos chirridos que lo inquietaba; de repente lo embargó la preocupación, ¿o era el miedo? Sin embargo, Hugo lo llamó para comunicarle a gritos que ya estaba listo para irse, y la incómoda sensación desapareció. Se reencontró con su amigo bajo el enebro y no dijo nada de lo sucedido.

Era casi mediodía cuando, cansados, llegaron al Land Rover. Fiel a su palabra, y a pesar de los fantasmas de la noche, Luc había insistido en parar a recoger la basura.

Fue el primero que vio lo que había pasado.

—¡Joder, Hugo, mira lo que han hecho! —exclamó.

La ventanilla del conductor estaba rota y el asiento lleno de trocitos de cristal. Y el cartel de cartón de la Universidad de Burdeos estaba roto por la mitad y lo habían metido bajo los limpiaparabrisas, en un claro gesto de provocación.

—Qué amable es la gente de aquí —dijo Hugo con desdén—. ¿Dejamos las latas de cerveza donde las hemos encontrado?

—No pienso permitir que esto me ponga de mal humor —replicó Luc, apretando los dientes. Se puso a limpiar los trocitos de cristal con el cartón—. Nada conseguirá ponerme de mal humor.

Antes de meter primera, hurgó en la guantera y empezó a soltar palabrotas.

—Han desaparecido los papeles. ¿Por qué iba a robarme alguien la documentación? —Cerró la guantera y puso el coche en marcha sin dejar de refunfuñar.

En el centro de Ruac, pararon en un pequeño café sin nombre, tan solo tenía un cartel: CAFÉ, TABAC. Cuando Hugo intentó cerrar el coche con llave, Luc señaló la ventanilla rota y se burló de él, pero antes de entrar en el local advirtió a su amigo:

—Cuidado con lo que dices. Debemos proteger un gran secreto.

El café estaba iluminado con una luz tenue; había seis mesas con manteles de plástico pero solo una ocupada. El dueño estaba detrás de la barra. Tenía la piel curtida, una mata de pelo blanco y un bigote canoso. Lucía también una panza prominente. Dos clientes, un tipo joven y una mujer mayor, dejaron de hablar y los miraron como si hubieran entrado dos astronautas.

—¿Podemos pedir? —preguntó Hugo.

El dueño señaló una de las mesas y les dejó dos cartas de papel con un gesto brusco antes de retirarse a la cocina arrastrando sus pesadas piernas por el suelo de madera.

Luc le preguntó al tipo dónde estaba la gendarmería más próxima. El dueño se volvió lentamente y respondió con una pregunta:

—¿Por qué?

—Porque alguien me ha roto una ventanilla del coche.

—¿Mientras conducía?

—No, estaba aparcado.

—¿Dónde estaba aparcado?

En vista del interrogatorio al que lo estaban sometiendo, Luc lanzó una mirada de incredulidad a Hugo y no hizo caso de la pregunta.

—Da igual.

—Seguro que estaba en algún lugar prohibido —masculló el hombre mayor lo bastante alto para que pudieran oírlo. Y añadió, en voz más alta—: Sarlat. Hay una gendarmería en Sarlat.

Hugo olió el aire. Reconocería ese olor en cualquier lado. Era el que le permitía ganarse el pan.

—¿Ha habido un incendio por aquí cerca? —le preguntó al hombre mayor.

—¿Un incendio? ¿Huele algo?

—Sí.

—Seguramente es mi ropa. Soy el jefe de la SPV local. Eso es lo que huele.

Hugo se encogió de hombros y miró a la mujer de pelo negro azabache que estaba en la mesa del rincón. No debía de tener más de cuarenta años. Su melena lucía un rizo y una elasticidad natural, tenía unos labios carnosos y bajo el vestido ajustado asomaban unas piernas desnudas y bonitas, de un moreno aceituna. Su acompañante era al menos diez años más joven, tenía los hombros anchos y la tez sonrosada de un granjero, y puesto que era poco probable que fuera su novio, Luc supuso que nada impediría a Hugo comportarse como Hugo.

—Buenos días —dijo Hugo en dirección a la mujer y con una sonrisa, fiel a su forma de ser.

Ella respondió con un leve gesto facial que, si fue una sonrisa, no duró más de un segundo. Para poner punto y final a la frase, el acompañante de gesto adusto le tocó el antebrazo a propósito para retomar la conversación.

—Un lugar agradable —le dijo Hugo a Luc—. Veo que comen tortillas. Yo también. Siempre digo: allí donde fueres, haz lo que vieres.

Luc se disculpó y cuando volvió al cabo de unos minutos vio que Hugo había pedido cervezas.

—¿Estaba limpio? —preguntó Hugo.

—No mucho. —Dejó el teléfono móvil en la mesa—. Por nosotros. —Luc brindó con la cerveza que había pedido Hugo.

Hablaron en voz baja mientras daban buena cuenta de las tortillas de tres huevos y las patatas fritas.

—Voy a tener que dejar todo lo que estaba haciendo —dijo Luc con nostalgia—. Todos mis proyectos quedarán a medias, nunca acabaré ninguno de los que tenía entre manos.

—Bueno, eso es obvio —dijo Hugo—. Pero no pasa nada, ¿no?

—¡Claro que no! Pero es que de repente me siento un poco abrumado. Uno nunca se prepara para una cosa como esta.

—Me alegro por ti —dijo Hugo con elocuencia y cierto sarcasmo—. Estarás muy atareado y te harás famoso, mientras que yo regresaré a mi abyecta vida de hombre de negocios y solo saldré de vez en cuando para disfrutar de tu gloria. Por favor, no te olvides de tu viejo y pobre amigo. Quizá le pongas un nombre, Pineau-Simard o, si te empeñas, Simard-Pineau, y me lanzarás un hueso de higos a peras, cuando vayas a un programa de televisión.

—No tengas tanta prisa en desaparecer tras el telón —dijo Luc y se rió—. Tienes un trabajo.

—¿Ah, sí?

—El manuscrito. Eres el tipo encargado del manuscrito, ¿recuerdas?

—Bueno, ahora tiene mucha menos importancia.

—En absoluto —insistió Luc con un susurro—. El manuscrito forma parte de todo esto. Cuando llegue el momento de contar la historia al mundo, tendremos que haber descubierto su significado. Existe una especie de contexto histórico importante que no podemos pasar por alto. Hay que descifrar el libro —murmuró.

—Supongo que podemos hacer indagaciones —suspiró Hugo.

—¿Con quién hablarías?

—¿Has oído hablar del manuscrito Voynich?

Luc negó con la cabeza.

—Bueno, en pocas palabras, es un manuscrito raro, seguramente del siglo XV, adquirido alrededor del 1910 por un bibliófilo experto en libros curiosos llamado Voynich. Es un volumen excepcional, de verdad, una colección increíble de ilustraciones imaginativas de hierbas, signos astronómicos, procesos biológicos, brebajes medicinales, incluso recetas, y está todo escrito con una caligrafía preciosa y en un idioma que ha desafiado un siglo de esfuerzos para descifrarlo. Algunos creen que fue escrito por Roger Bacon o John Dee, ambos genios matemáticos en su época que tuvieron sus devaneos con círculos alquímicos, otros creen que se trata de un enorme engaño del siglo XV o XVI. En fin, lo menciono porque, hasta el día de hoy, varios criptógrafos profesionales y aficionados han intentado descifrar el código. He conocido a algunos en seminarios y conferencias. Son personajes de verdad con su propio lenguaje. Deberías oírlos hablar sobre los cifrados de Beaufort y la ley de Zipf y otras chorradas, pero puedo ponerme en contacto con alguno de los que esté menos loco para ver si quiere echarle un vistazo al libro.

—De acuerdo. —Luc asintió—. Pero sé muy discreto.

La pareja de la otra mesa se levantó para marcharse sin hacer ademán de pagar. El joven salió en primer lugar por la puerta. Detrás de él, la mujer giró la cabeza, miró a Hugo y repitió la fugaz casi sonrisa antes de que la puerta se cerrara y ella desapareciera.

—¿Has visto eso? —preguntó Hugo a Luc—. Quizá el campo no está tan mal después de todo.

A continuación entraron tres hombres, dos de ellos campesinos a juzgar por el aspecto, ya que tenían las manos sucias y los zapatos cubiertos por una capa de tierra. El tercero, un hombre mayor, iba limpio y bien vestido, con un traje sin corbata. El dueño del café los saludó con un gesto de la cabeza desde detrás de la barra y se dirigió al hombre mayor por su nombre.

—Buenos días, Pelay. ¿Cómo estás?

—Igual que en el desayuno —respondió el otro con brusquedad, pero mientras lo hacía miró con naturalidad a Luc y Hugo.

El trío se sentó a una mesa del rincón de atrás, sin dejar de hablar entre sí.

Luc se sentía muy incómodo. Como el dueño del café parecía comunicarse con los hombres a sus espaldas y únicamente con la mirada, tenía la sensación de que no manejaba la situación y podía suceder algo en cualquier momento. Cada vez que giraba la cabeza para mirar hacia atrás, los hombres apartaban la mirada y retomaban la charla. Hugo parecía no darse cuenta del pequeño drama, o tal vez, pensó Luc, el problema era que él estaba demasiado susceptible.

El dueño se dirigió a los tres hombres.

—Eh, Pelay, ¿querrás un poco de beicon luego?

—Solo si es de Duval —respondió el hombre—. Solo como beicon de Duval.

—Tranquilo, será de Duval.

Luc se dio cuenta de que el dueño daba la vuelta al cartel de la puerta y lo ponía en CERRADO.

Oyó una silla que se deslizaba, madera con madera.

Sentía claramente las miradas clavadas en su espalda.

El dueño empezó a hacer ruido con los vasos, a ordenarlos estrepitosamente.

A Luc no le gustaba la desazón que sentía y estaba a punto de volverse para enfrentarse a las miradas imaginarias cuando oyó el chirrido de unos frenos.

Una furgoneta azul y blanca de los gendarmes se detuvo detrás de su Land Rover y Luc se puso en pie de buena gana.

—Les he llamado por lo de mi coche —le dijo a Hugo—. Sal cuando hayas acabado. —Aprovechó la oportunidad para fulminar con la mirada a los hombres del rincón que, sin embargo, evitaron mirarlo a los ojos.

El dueño salió de detrás de la barra y les dejó la cuenta sobre la mesa con un manotazo.

—De todos modos iba a cerrar.

Luc lo miró con desdén, dejó unos cuantos euros sobre la mesa y le dijo a Hugo:

—Quizá te has precipitado al cambiar de opinión sobre el campo.

Capítulo 8

L
uc miró fijamente el teléfono durante un buen rato antes de coger el auricular y marcar el número que había encontrado en su página web.

No fue fácil hacer la llamada, de hecho era algo fuera de lo común en él, pero, a fin de cuentas, también se encontraba en una situación que era extraordinaria.

Necesitaba a los mejores, y en su campo no había nadie mejor. Simplemente se negaba a ceder en ese aspecto.

Estaba en su despacho del campus de la Universidad de Burdeos viendo cómo una tormenta atlántica que avanzaba rápidamente inundaba el patio. El insistente tono de llamada británico, tan familiar, atronó en el auricular y acto seguido oyó su voz suave y rotunda.

—Hola, ¿Sara?

—¿Luc?

—Sí, soy yo.

Siguió un silencio que lo obligó a preguntarle a Sara si aún seguía ahí.

—Estoy aquí, pero es que estoy decidiendo si te cuelgo o no.

Habían transcurrido dos años desde la última vez que se vieron.

Ella había pasado el verano en París trabajando en su libro,
Una perspectiva palinológica de la transición magdaleniense al Mesolítico
, cuyo objetivo no era colarse en las listas de libros más vendidos sino consolidar sus credenciales, cada vez más imponentes.

Él estaba en Les Eyzies, haciendo un trabajo de investigación e inaugurando la primera parte de lo que habría de convertirse en una campaña de varios años.

Eran pareja desde hacía dos años. Él había oído una conferencia suya en su mal francés, en un congreso sobre el Pleistoceno organizado por la Universidad de París, y después, durante la recepción, se le había acercado sigilosamente. Más adelante ella les diría a sus amigas que lo había visto venir de lejos, moviéndose con agilidad entre los congresistas, como un asesino, y que había esperado que el tipo atractivo de pelo oscuro se dirigiera hacia ella. Él la desarmó con sus efusivos cumplidos por su trabajo en un inglés estadounidense perfecto. Esa noche cenaron juntos. Y también la siguiente.

Ella había dicho a sus amigas, incluso a su madre, que estaba en California, que había caído en sus garras; había caído en la trampa y ahora no quería que nadie la rescatara. El hecho de que hablaran el mismo idioma profesionalmente era un punto a su favor, aunque no bastaba para explicar la atracción que sentía. Conocía la reputación de Luc, pero aparte de eso había algo salvaje e indomable en él que hizo que se tomara la relación como un reto. Él era casi diez años mayor, y ella quiso creer que Luc ya habría conquistado suficientes corazones como para ser capaz de sentar cabeza y adoptar un estilo de vida similar a la monogamia. Ella insufló energía en la relación como la operaria de una sala de calderas en un viejo barco de vapor de carbón, echando una palada tras otra. Él le había dicho tantas veces con su estilo provocador que era la relación más larga que había tenido, que ella se hartó de oírlo. Sara decidió salvar la distancia que había entre su puesto de profesora en París y el de Luc en Burdeos viviendo en el tren. Había esperado recibir una invitación de él para que lo acompañara a la excavación en verano pero esta nunca llegó a materializarse, y corría el rumor de cierta amistad especial con una geóloga húngara de su equipo.

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