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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La llave del abismo (54 page)

BOOK: La llave del abismo
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Te está engañando. No es Bijou.

Pese a todo, bajó el arma. Fuese o no Bijou, aquella chica ni siquiera le estaba prestando atención. Seguía subida en el diván, de espaldas a él, haciendo algo. Daniel se desplazó a un lado para ver qué era: vio una caja del tamaño de su mano, alargada, de color gris, llena de cables. Se hallaba adosada al cristal del panel de luces. Los bonitos dedos de Bijou tanteaban en ella con suma habilidad.

—Armar esto es muy laborioso —explicó Bijou volviendo la cara apenas para hablarle—. Hubo que traerlo en piezas sueltas, claro, como a mí... —Emitió una risita—. Llevo horas enfrascada, y quiero terminar de una vez... ¿Por qué no te sientas?

Daniel pensó en responder que no tenía ganas, pero calló. En realidad, la presencia de Bijou no le importaba tanto en aquel momento como sus pequeños recuerdos, los detalles que le habían hecho llegar hasta allí.

Rastreó con la mirada por la habitación hasta descubrirlo. El objeto se hallaba junto a la cama, en una posición simple, sobre uno de los cubos. Comprendió repentinamente la razón por la cual, al verlo la primera vez, no se había percatado de lo que era: se debía a que había cambiado. Su mente estaba acostumbrada a verlo cerrado y sellado. No destapado. Y vacío.

—La hornacina fue tu error —dijo Daniel. Bijou se volvió una vez más y echó un vistazo a la hornacina vacía, pero enseguida tornó a concentrarse en su tarea—. ¿Cuándo robó Yilane la ceniza? ¿Al hurgar en mi mochila, cuando éramos prisioneros de los enmascarados? No, no podía arriesgarse a que yo lo descubriera... En ese momento solo se aseguró de que la hornacina seguía allí, ¿no? Lo haría mientras viajábamos a la
Llave,
sin duda. Luego, mientras su maestra se quedaba a solas durante el ritual y antes de regresar para matarla, extrajo la ceniza y te sacó. Tú permaneciste oculta en la nave hasta ahora...

—Me «sacó» —dijo Bijou, burlona—. Qué expresión más blasfema. La Biblia dice, en el Último: «liberación de un confinamiento especialmente estrecho». Esa es la frase religiosa correcta, la que contiene el poder... —Y de repente giró de nuevo hacia él y lo miró con los ojos muy abiertos—.
¿Por qué existe la muerte, Daniel?

El horror lo dejó petrificado. Aquel tono de voz era idéntico al de Bijou. Se quedó mirándola, incapaz de reaccionar. Solo una convicción le devolvió las palabras.

—Tú no eres
Bijou... Entraste en su mente cuando Olsen ordenó secuestrarla junto a mi hija... —Sentía que le faltaba el aire, pero se esforzó por seguir hablando—. Héctor Darby no entendía por qué Olsen me interrogó... La razón era que necesitabais matar a Bijou delante de mí, sabiendo que llevaría conmigo las cenizas para respetar el juramento que le hice... Pero, aunque eran las cenizas de mi esposa,

estabas dentro de ellas... —La figura que se parecía a Bijou se encogió de hombros y siguió manipulando el extraño artefacto, como si dejara a Daniel la libertad de creer en lo que le apeteciera—. Hay algo que no entiendo... ¿Qué hubiera ocurrido si yo no hubiese obedecido ese juramento? ¿O si Maya no llega a salvarme en las catacumbas, o no hubiese rescatado el cuerpo de mi esposa?

Bijou no respondió. Entonces pareció cambiar de opinión y dejó de ocuparse de la caja de cables, se volvió hacia Daniel, bajó del respaldo y se arrodilló en el diván. Durante un instante, mientras se echaba el desordenado cabello hacia atrás, mostró el espeluznante agujero de bala abierto en su sien. Daniel se estremeció.

—No hubiese sucedido nada —respondió ella sonriendo—. Simplemente, yo hubiese salido de su cuerpo y regresado al mío, que descansa en un cilindro de congelación en Tokio. Necesito cierto tiempo para hacerlo, pero lo hubiese logrado. No había ningún riesgo, y sin embargo, si todo salía bien, era el plan perfecto para llevarme con vosotros cómodamente, sin que nadie lo advirtiera...

—¿Cómo supisteis lo del juramento?

—Cuando invadí la mente de tu esposa le arrebaté todos los recuerdos. Nuestro plan original era usarla para obligarte a venir a Japón. Pero entonces detecté que ella tenía miedo de que, al morir, sus cenizas viajaran solas a la Ciudad subterránea, y a través de ese miedo supersticioso averigüé el juramento que te obligó a hacer. Debo admitir, sin embargo, que el plan fue idea del señor Lane. Me refiero al Amo, a Ezra Obed, claro. Al conocer ese curioso juramento, decidió utilizarlo a nuestro favor. Fue casi una improvisación, me la propuso y a mí me gustó. Ordené a Moon y a Olsen que «me mataran» mientras fingían interrogarte... Para tu alivio te diré que la mente de tu esposa ya estaba anulada desde un poco antes...

—¿Por qué no invadir la mente de uno de nosotros? ¿Por qué hacerlo de esta forma tan horrible?

—No se trataba de controlar una mente, como hice con Mitsuko Kushiro y Maya Müller. Para eso no necesito siquiera emerger de las cenizas. Se trataba de
trasladarme
a un cuerpo... Eso era imposible con la mayoría de los miembros del grupo. Eran demasiado poderosos. Y por lo que respecta a los no tan poderosos como Darby o tú, los demás lo hubiesen detectado enseguida. De hecho, el doctor estuvo a punto de encontrarme en Sentosa. Percibió mi presencia en la mansión, encerrada en un sitio pequeño, y esa noche se disponía a interrogarte para saber si llevabas algún tipo de... —Amplió la sonrisa—. Alguna clase de ceniza humana en tu equipaje. Le parecía increíble, y por eso no dijo nada hasta que fue demasiado tarde. Anjali Sen también me percibió, y Yilane tuvo que acallarlos a ambos, del mismo modo que Turmaline eliminó a Moon cuando empezó a sospechar lo mismo. Era vital conservar el secreto.

—Pero me revelaste tu presencia en la Torre de Tokio, y luego en aquel sueño que tuve en el dormitorio de Svenkov... ¿Por qué?

—Para avivar tus deseos de estúpida «venganza», Daniel Kean. ¿Aún no comprendes? Necesitábamos que acompañaras al grupo hasta el final; no podíamos permitir que, tras recobrar a Yun, regresaras a casa... Hemos jugado con tus sentimientos para usarte de... ¿cómo llamarlo? «Equipaje», quizá. Gracias a ti, pude viajar de incógnito. Las cosas se complicaron un poco cuando aquella tribu de falsos híbridos te hizo prisionero, pero, por suerte, se llevaron también al Amo, y no tocaron la hornacina... Me pareció un plan delicado pero simple. Soy la Verdad, me gusta ser simple... —Permanecía erguida, de rodillas sobre el diván. Había abandonado ya cualquier intento de seguir manipulando el extraño aparato, como si la conversación con Daniel se le hubiese antojado más importante. Tras una pausa, prosiguió:— Lo que no soy capaz de entender es cómo un mediocre no creyente como tú hayas podido descubrirme... Por supuesto, ya es demasiado tarde para que puedas hacer algo, pero... dime... ¿cómo lo supiste?

—Darby me explicó que los creyentes del Decimotercero lograban resucitar cuerpos a partir de sus cenizas y los del Último controlaban las mentes. Ezra Obed y tú erais creyentes de
ambos
Capítulos... Luego recordé que había visto la hornacina abierta aquí, en mi camarote, momentos antes. El plan me pareció muy claro entonces: tú habitarías en la mente de mi esposa y Ezra te devolvería a la vida al llegar a la
Llave,
para contar con un aliado...

—Dejar la hornacina aquí fue un estúpido error de Ezra —admitió la Verdad—. Pero, en comparación con el que has cometido tú viniendo solo, resulta banal.

Daniel estudió detenidamente a la figura que tenía delante: no comprendía cómo había llegado a pensar que aquel engendro se parecía, siquiera de lejos, a Bijou. Recordó la mirada alegre y llena de inteligencia, la sonrisa honesta y acogedora y el cuerpo vital de su esposa, y tuvo que reprimir las náuseas.

—No eres Bijou —insistió con repugnancia, y alzó la pistola.

La figura a la que apuntaba ni siquiera parpadeó.

—Solo he robado su cuerpo, en efecto —dijo—, pero también me pertenecieron sus pensamientos más íntimos... ¿Sabías que hacía tiempo que había dejado de sentir «amor» por ti? ¿Sabías que se había hartado de tu inútil empleo de subalterno de tren y pensaba abandonarte llevándose a tu hija? —Daniel seguía apuntando, completamente inmóvil—. ¿Duele oír a la Verdad, Daniel? —La figura de Bijou lanzó una carcajada.

—Estás mintiendo.

—No puedo mentir, ya lo sabes. Y tampoco puedes matarme. —La Verdad fijó la mirada en sus ojos—. Hazte un favor a ti mismo y suelta las armas.

Daniel negó con la cabeza: un gesto lento, terco, prolongado. Mientras lo hacía oyó un estrépito a sus pies y se dio cuenta de que no llevaba ningún objeto encima: armas, correas y municiones se hallaban en el suelo. Sus brazos estaban flexionados y sus manos colocadas en ambos hombros y apoyadas con la punta de los dedos y sus piernas separadas. Intentó moverse en vano. Se sentía atrapado dentro de su cuerpo, como si viviera en la cabeza de un perro cuyo amo fuera otra persona.

Sin embargo, percibía algo en lo íntimo de su voluntad que no cedía. La Verdad no penetraba hasta ese punto.

—Noto tu resistencia —dijo la figura de Bijou—. ¿Cómo puedes siquiera soñar con desafiar a un creyente del Último, Daniel? No puedes oponerte a la Verdad, ¿nunca te lo han dicho? —La figura se incorporó sonriendo y descendió del diván. Seguía pareciendo Bijou, pero ahora su imagen era borrosa—. Échate —ordenó señalando la cama.

Daniel se encontró de repente tirado sobre las sábanas, bocabajo. La Verdad llegó al borde de la cama, extendió una mano y tomó su mentón. El recuerdo de la humillación a la que Moon lo había sometido pasó por la mente de Daniel en ese instante.

—Date la vuelta —dijo la Verdad.

Daniel giró, inexorable. Intentaba entorpecer sus propios gestos, pero solo lograba ser consciente de su deseo de intentarlo. Su cuerpo era un girasol de carne que seguía fielmente el curso de la figura de Bijou. Solo cuando la Verdad le dijo que se detuviera notó que sus movimientos cesaban. Se hallaba otra vez bocabajo.

—Hoy es la gran noche de Halloween, ¿lo sabías? —La Verdad acercó su rostro al de él—. Noche sagrada de máscaras y miedos. Puedo hacer lo que quiera contigo hoy: volverte del revés, obligarte a que te arranques los ojos, convertirte en mí... —Le apuntó con el índice—. No lo olvides. Ahora, déjame acabar, muchachito. Luego jugaremos.

Le dio una palmada en las nalgas y regresó al diván.

Desde la posición donde se encontraba, Daniel comprobó que la Verdad ya no tenía la apariencia de Bijou, o al menos él ya no la veía así, lo cual le pareció indicio de que su poder no era constante ni absoluto.

La Verdad era hombre. Su edad resultaba indeterminada: podía ser un chico muy joven o un anciano, pues, aunque su figura revelaba elasticidad y juventud, la mano que en aquel momento apoyaba en la cintura mostraba extrañas arrugas. El pelo era una ostentosa masa azabache no demasiado larga pero sí abultada, con cabellos de finas puntas distribuidos sin orden alguno. Vestía una fina chaquetilla de red con rombos negros. A Daniel, aquella visión, por espantosa que fuera, le hizo sentirse mejor, como si hubiese sorprendido al asesino en la intimidad de su guarida.

En ese momento la Verdad pareció percatarse de que Daniel lo estaba viendo y se detuvo. Torció los labios como si hubiese olido algo desagradable.

—¿Qué ocurre contigo? —dijo con una voz completamente distinta a la que había empleado hasta entonces—. ¿Quieres pasarlo realmente mal antes de morir?

—No tienes poder... —murmuró Daniel desde su postura inmóvil en el lecho—. Tu único poder te lo doy yo... —La Verdad lo miraba casi con curiosidad. Una guedeja de pelo negro se desprendió del conjunto y cayó delante de uno de sus ojos—. La creencia es falsa... Darby me lo ha dicho... No tienes ningún poder sobre mí...

El mercenario bajó la pierna que ya tenía puesta en el diván y se agachó hasta quedar en cuclillas, apoyando las arrugadas manos en el suelo solo con la punta de los dedos, los negros cabellos rozando las rodillas.

—Qué interesante —dijo—. Sigue.

—Te haces llamar la Verdad, pero no lo eres... —Al oír esto, la Verdad arqueó las finas cejas en ademán de sorpresa—. Eres la mayor mentira de todas... Vivimos en un mundo falso... Héctor Darby lo ha descubierto... Ese es el secreto de la
Llave. —
Y de improviso Daniel Kean sintió como si no fuera él quien hablara, como si alguien, quizá Katsura Kushiro, lo utilizara para decir aquello—. Si dejáramos todos de creer, tú no tendrías fuerza alguna... Ocupas el interior de un cuerpo muerto solo porque eso es lo que hemos imaginado hasta ahora... Pero la
Llave del Abismo
cambiará las cosas.

Hubo un silencio. La Verdad seguía inmóvil. Su aspecto era el de algo vivo que aguardara respirando la oportunidad de atacar. Daniel sentía escalofríos al mirar sus ojos, donde el tiempo semejaba haber acabado ya: eran los ojos del fin de las cosas. Tras una pausa, como si hubiese esperado cortésmente por si Daniel tenía algo más que añadir, movió la cabeza.

—Lo que dices es... realmente... interesante. No solo interesante: verosímil. Por eso debo completar mi tarea. Aunque el que me ha contratado haya muerto ya, el peligro de que la
Llave
llegue a ser conocida subsiste. No importa, siempre exijo el pago por adelantado... —Sonrió y añadió en otro tono:— Y ahora, cállate.

Daniel cerró los labios. No pudo separarlos por mucho que se esforzó. La Verdad se aferró a la tubería cromada, trepó de nuevo a lo alto del diván y colocó la tapa de la caja. Daniel se fijó entonces que la «caja» era el
scriptorium
que Yilane utilizaba supuestamente para albergar la imagen de su padre, solo que ligeramente transformado.

—Lo que me has dicho —siguió la Verdad mientras ajustaba la tapa— me convence de que el viejo señor Ezra Obed Lane tenía razón al querer destruir este lugar... —Palpó con el dedo índice la pantalla situada en la caja—. Ya casi está... Yilane trajo este bonito artefacto en su mochila, y ha valido la pena. La potencia del explosivo no es muy grande, pero más que suficiente para destruir la nave y abrir una brecha en el interior del casco de la
Llave.
La presión se encargará del resto. Y ya que Ezra ha muerto, no necesito usar la nave auxiliar. Tengo el tiempo justo para trasladarme a mi verdadero cuerpo. Morirás junto a las cenizas de tu esposa, ¿no es una suerte para ti? Pero, dado que me has ofrecido esa lección sobre la realidad del mundo, no quiero dejarte así... —Giró hacia Daniel y dictó otra orden. El cuerpo de Daniel se tensó y quedó de pie junto a uno de los asientos, las manos sobre la cabeza y las piernas separadas, completamente inmóvil—. Coge la pistola que está a tus pies y arrodíllate —dijo entonces.

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