En aquel recodo sonaban bocinas acompañadas de destellos de luces color naranja. Ignoraba cuánto tiempo llevaba activada la alarma, si es que se trataba de una alarma, y dedujo que quizá uno de los disparos había dañado algún tipo de circuito.
Varios bidones se hallaban adosados a la pared. Frente a ellos, a cierta altura, distinguió una entreplanta por la que parecían discurrir infinidad de tuberías y cables, dividida a su vez por grandes pilares. Pensó que, si conseguía subir hasta allí, quizá lograra escapar. O, al menos, ganar tiempo. Necesitaba tiempo para saber qué iba a hacer.
De un salto subió a uno de los bidones y lanzó la pistola al lugar donde pretendía llegar. Luego afirmó los pies sobre la tapa del bidón y se impulsó hacia el borde de metal, que agarró con todas sus fuerzas.
Mientras colgaba intentando trepar, escuchó los pasos de las botas.
A toda prisa, se alzó hacia la nueva plataforma, cogió el arma y apuntó el haz de la linterna que pendía de su pecho. Aquello era un dédalo de retorcidas tuberías: si se introducía por allí, estaba casi seguro de que la Verdad no podría encontrarlo.
Corrió a través de uno de los estrechos pasajes entre los cables de acero. Vagamente se preguntó qué podía ocurrir si un disparo acertaba en uno de aquellos conductos. ¿Estallaría todo? ¿Se inundaría?
Como para ayudarlo a despejar sus dudas, varias tuberías a su derecha saltaron por los aires en aquel momento. No ocurrió nada peor que eso, pero Daniel comprendió que ella había subido a la plataforma. Miró hacia atrás y la vio a escasos metros de distancia. Y lo peor era que sospechaba que no había fallado aquel último disparo adrede: ahora Maya trataba de matarlo.
Dobló por uno de los recodos, y de repente una plancha de metal herrumbroso y gastado del suelo cedió bajo sus pies. Intentó agarrarse a las tuberías, pero las gotas que las salpicaban las volvían resbaladizas. Capas de herrumbre, cables enroscados y algo que podía ser polvo de incontables siglos lo acompañaron en la caída. Tras el golpe, descubrió que había perdido la pistola.
Un cable largo y grueso lo rodeaba, y en sus esfuerzos por liberarse se enredó aún más.
Oyó un ruido en el techo. Al mirar, supo que su perseguidora había tenido mejor suerte. Tanta, que, en cierto sentido, le favorecía también a él, ya que Maya no había caído y todavía se hallaba sobre una de las tuberías de la plataforma superior, quizá dudando entre si saltar o disparar desde allí. Los incesantes destellos de luces la mostraban como un animal salvaje. Daniel pensó que el sonido de la alarma también era ventajoso, pues provocaba que Maya se confundiera.
En un supremo esfuerzo, encogió las piernas, las deslizó por el laberinto de cable y logró zafarse.
No había salido tan indemne como creía: le dolía fuertemente un costado, pero sus piernas estaban ilesas, y en aquel momento eran la única parte de su cuerpo que le importaba.
Miró a su alrededor sin encontrar el arma. Para empeorar las cosas, su linterna había dejado de funcionar tras la caída. Echó a correr en la penumbra intermitente de luces y comprobó que los grandes pilares de la plataforma superior se prolongaban en la zona inferior. Se dirigió hacia uno y se ocultó tras él. Repitió la estratagema cuando oyó los pasos. Vio a la muchacha caminar sin apresurarse en su dirección. Su cojera se había intensificado y arrastraba la pierna, pero parecía percibir a Daniel con tanta exactitud como si lo olfateara. Entonces la oyó.
—No tengo más remedio que hacerlo, Daniel...
Decidió arriesgarse. Salió de su escondite y corrió zigzagueando, usando los pilares como momentánea protección. Un disparo dio en uno de ellos, haciendo que la bala rebotara, enloquecida, dejando a su paso un eco de horribles silbidos.
Accedió al pasillo lateral, y descubrió que allí estaban los incineradores y que no había otra salida. Tendría que retroceder. Y retroceder significaba encontrar los dos cañones de Svenkov manejados por una experta luchadora cuya mente estaba controlada por un asesino.
Entonces vio los lechos verticales con los esqueletos atados a ellos. Usó uno como parapeto y aguardó su muerte.
Los pasos sonaron en el interior del corredor. De nuevo, su voz tensa.
—Ya
no eres
Daniel...
De repente Daniel Kean creyó verlo todo de otra manera.
Había huido pensando que la Verdad controlaba a la muchacha, pero las palabras de ella sugerían una explicación diferente.
—¡Maya, escúchame! ¡Soy Daniel! —Se detuvo a esperar la reacción: no hubo ninguna, solo silencio—. ¿Quién crees que soy? ¿Qué te ocurre?
No hubo respuesta. Ni siquiera oía los pasos ya.
¿Y si ella lo estaba engañando? ¿Y si lo que le había dicho era un truco para que él dejara de huir y se delatara? Pero entonces recordó los disparos fallidos del comienzo y le pareció que era la explicación correcta. La muchacha
no quería
matarlo: se veía
obligada
a hacerlo, quizá debido a que sospechaba de él. Pero ¿por qué?
Sabía que se arriesgaba a descubrir su escondite si continuaba hablando, pero ya no podía detenerse.
—¡Maya, respóndeme, por favor!
Entonces escuchó algo inesperado: un sollozo.
Se asomó y vio a la muchacha en el pasillo, frente a los incineradores, su silueta recortada por la espectral luz azul en lo alto de las compuertas. Había caído de rodillas, y en aquel momento soltó la pistola.
—Cógela... —rogó—. ¡Daniel, la pistola! ¡Cógela, por favor!
Podía ser una trampa, pero algo en el desesperado temblor de ella le hizo confiar. Salió de su escondite, se acercó y recogió el arma. Las culatas estaban calientes.
—¿Por qué sospechas de mí?
—No lo sé... —Ella seguía de rodillas—. No recuerdo nada... Empecé a pensarlo sin poderlo evitar cuando regresamos de la nave con el cuerpo de Anjali... No dejes de apuntarme... Puedo hacerte cualquier cosa... Es mejor que me dispares...
—No —dijo él, sabiendo que sería incapaz de hacerlo.
—Ha estado en mi mente... —gimió Maya—. Ha intentado convencerme de que debía matarte... Por favor, dispara...
—Quizá haya otra posibilidad. Tu cinturón. Dámelo.
Ella obedeció de inmediato, como si intuyera lo que él se proponía. Daniel comprobó que las anillas eran resistentes y el cierre difícil de abrir sin emplear ambas manos. No se trataba de una solución perfecta, pero le parecía lo mejor que podía hacer dadas las circunstancias. Retrocedió con el arma en alto.
—Ponte de pie y extiende las manos sobre la tubería —dijo.
Empleó la correa de su propio cinturón como refuerzo, para impedir que el cierre metálico quedara al alcance de los dedos de ella. La muchacha colaboró apresuradamente. Cuando quedó encadenada, Daniel le quitó las bandas de cartuchos de repuesto y se las colocó alrededor de la cintura. Luego comprobó que el transmisor de ella estaba apagado. Lo conectó y oyó la angustiada voz de Darby.
—¿Qué ha sucedido? ¡La comunicación se interrumpió!
—Estamos bien, Héctor —dijo Daniel, pensando que no podía explicarle en aquel momento lo sucedido—. Enseguida regresaremos.
Darby jadeaba de excitación.
—¡He encontrado algo! ¡Es muy importante! ¡Debéis venir!
Daniel le aseguró que así lo haría. Cerró el transmisor y contempló a la muchacha, que parecía aceptar las ataduras sin debatirse. Despojada del cinturón de anillas, su cuerpo solo estaba cubierto por manchas de polvo y grasa. Los ojos cerrados y el brillo húmedo de su piel ofrecían la impresión de que se hallaba en medio de una horrible pesadilla. Daniel acarició su frente.
—No me gusta dejarte aquí, Maya, pero creo que es lo mejor. —Ella asintió. Al percatarse del lugar donde se encontraban, Daniel recordó algo—. Los cadáveres... Debo traerlos...
—No, escúchame, ya no importa —dijo Maya—. Si ha logrado entrar en mi mente, es que
está, fuera,
en un cuerpo vivo... Yambos sabemos
en cuál. —
Se removía, inquieta, con la cabeza inclinada y la mejilla apoyada en las tuberías, las hebras de su pelo como serpientes adheridas a los pómulos—. Tiene que ser él... ¡Solo quedamos nosotros tres! ¡Tiene que ser
él!
—No lo creo —dijo Daniel, pero conforme lo decía se preguntaba si ella podía tener razón—. Iré a verle.
Se alejó mientras escuchaba el grito de ella.
—¡Ten cuidado, Daniel! ¡
Tiene
que ser
Héctor!
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14.4
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Ascendió sumido en una angustiosa pesadilla. No quería creer en lo que ella le había dicho, pero, si pretendía engañarlo, ¿por qué no le había disparado cuando tuvo oportunidad? Quizá tan solo se equivocaba, y en tal caso, ¿qué otra explicación podía haber? Darby, ella o... ¿O él mismo? ¿Cabía pensar en la locura de que, sin saberlo, él fuera la Verdad, o la albergara de alguna manera?
Una cosa era cierta: estaba solo. Por completo. No podría confiar en Maya ni en Darby. Se hallaba abrumadoramente solo y pensaba que quizá eso era lo que había anticipado Kushiro al elegirlo. Ahora todo dependía de él.
Llegó a la rampa de acceso a la sala azul y comenzó a subir, sosteniendo la pistola de dos cañones en actitud de disparo, aunque ignoraba de qué le iba a servir. Incluso si el hombre biológico confesaba ser la Verdad, Daniel estaba seguro de que no tendría fuerzas para matarlo.
—¿Héctor? —llamó.
No esperaba aquel silencio apenas perturbado por los remotos rugidos de las entrañas de la
Llave.
Se puso en guardia. La enorme pistola temblaba en sus manos.
Llegó a la plataforma suponiendo que la encontraría vacía, o quizá —le horrorizaba aquella posibilidad— con el cadáver de Darby en el suelo. Pero el hombre biológico se hallaba de pie y de espaldas al fondo de la sala, completamente inmóvil.
—Héctor... —Daniel apuntó el arma hacia él—. ¿Qué ocurre?
Darby pareció tomar aire antes de hablar. La camisa que llevaba estaba manchada de sudor.
—Hola, Daniel —dijo sin volverse, con voz serena, aunque Daniel percibió un extraño tono que le alarmó de inmediato.
—¿Qué tienes en la mano?
El hombre biológico se volvió hacia él y le mostró el libro.
—Es una Biblia. La traía en mi equipaje. —Entonces Darby parpadeó, observando la pistola. De repente su voz volvió a sonar igual que siempre—. ¿Qué haces? ¿Dónde está Maya?
Daniel decidió contárselo. Darby lo escuchó en silencio, abriendo mucho los ojos, iluminados por los reflejos de las imágenes del
scriptorium,
que seguían recibiendo datos. Cuando Daniel acabó de hablar, Darby hizo algo que lo dejó confundido: distendió los labios bajo la enmarañada barba y una sonrisa convirtió su rostro en una gárgola. Pero era una sonrisa extraña.
—Así que... la Verdad ha «invadido» la mente de Maya... ¿Eso es lo que creéis? —Darby extendió el brazo y Daniel alzó la pistola. Ante aquel gesto, Darby se detuvo—. Solo pretendo dejar el libro sobre la mesa... Daniel, comprendo lo nervioso que estás, pero si esos nervios llevan a tu bonito y delicado dedo a apretar el gatillo, aunque sea por error, te quedarás sin saber algunas cosas interesantes...
Sin duda, aquella era la manera de hablar del hombre biológico. Daniel la conocía muy bien, y al oírlo se tranquilizó un poco. Dio algunos pasos hacia el interior de la sala, colocándose en mejor posición frente a Darby, bajo las luces de las paredes azules. Sin embargo, no bajó el arma. Darby arqueó sus espesas cejas.
—¿Vas a seguir apuntándome con esa barbaridad de pistola, o me escucharás?
—Puedo hacer ambas cosas.
—Yo no —repuso Darby—. Cuando me amenazan, dejo de hablar. Es casi un acto reflejo. Mi lengua se mueve solo cuando se siente lo bastante libre para hacerlo. —Y de improviso pareció perder la paciencia—. ¡Oh, vamos! ¿Qué es lo que temes? ¿Acaso estoy armado? Y si esos poderes de la Verdad son tan reales como afirmáis, ¿de qué va a servirte la maldita pistola...? —Volvió a esbozar aquella sonrisa que Daniel conocía—. Puedo asegurarte que no soy la Verdad, solo voy a decirla...
Daniel titubeó un instante. Entonces bajó la pistola y la guardó en la funda que colgaba del cinto de pequeñas perlas explosivas de la munición.
Darby se mostraba ceñudo. No parecía más tranquilo que antes: de hecho, flotaba en su mirada un brillo suspicaz, como si, al obedecer su petición, Daniel le hubiese probado inequívocamente que su amenaza iba en serio. Sin embargo, una extraña calma se había apoderado de Daniel. Aún no estaba muy seguro de quién era el hombre que tenía delante, pero había decidido, como desde aquel primer día en la casa de Königshafen, confiar en él.
—Habla —dijo.
Al cabo de un rato, Darby sonrió y dejó el ejemplar de la Biblia sobre la mesa.
—Me alegro de que hayas optado por la decisión racional, Daniel. Porque, si hay algo peor que la Verdad, es creer en ella.
—Basta de juegos de palabras. ¿Qué quieres decir?
—Hablaré con claridad. —Darby abrió las gruesas, velludas manos—. La Verdad no existe, y si existe, no posee los poderes que creemos que tiene... No puede invadir la mente de otro ni vivir en un cuerpo muerto. Los poderes de los creyentes son meras ilusiones adornadas de voluntad... —Miró a Daniel, cuyo rostro mostraba sorpresa—. Es curioso, pero tú parecías saberlo desde el principio... Si no hubiese dejado de creer en los creyentes, hasta diría que Kushiro hizo bien en elegirte...
En ese instante se apagaron las luces. Pese a su deseo de seguir calmado, Daniel tuvo un sobresalto al sentirse indefenso en aquella confusa tiniebla. Llevó una mano hacia la pistola, pero algo le hizo detenerse y aguardar. La borrosa figura de Darby, de pie frente a él, se perfilaba en sus ojos. Cuando el hombre biológico habló de nuevo, no pareció afectado por la oscuridad sino por algo mucho más hondo y considerablemente más vasto.
—Daniel: ahora comprendo lo que impulsó a Katsura Kushiro a interrumpir su trabajo en la
Llave
y decidir que otros lo continuaran en el futuro... Ahora sé lo que hizo que sus hombres prefirieran morir antes que regresar y contar lo que habían averiguado...
Daniel aguardó en la oscuridad, pero Darby se había sumido en el silencio.
—¿Y bien?
—Nuestro mundo es falso —dijo la voz de Darby en tono angustiado.
En medio de aquella declaración regresó la luz con renovadas fuerzas. Darby prosiguió:
—Nuestro mundo está basado en catorce textos escogidos por el
scriptorium
de este habitáculo para educar religiosamente a los nuevos hombres que nacieron aquí. Pero las claves que usó para escogerlos fueron coincidencias: unas coordenadas y un meteorito le llevaron a elegir el Cuarto y Quinto Capítulos... Acabo de comprobar que los demás los encontró usando esos dos como referencia. De alguna manera, están escritos por el mismo anónimo Autor y mencionan similares nombres sagrados. El
scriptorium
los llama «Cuentos de los Mitos»... A partir de ellos, nuestro cerebro lo hizo todo: los leímos, los creímos, los fuimos adaptando a nuestra vida, suprimimos los nombres extraños y las frases que no encajaban... En suma, los convertimos en sagrados. —Observó pensativamente el libro sobre la mesa—. No soy creyente, ya lo sabes, nunca lo he sido, pero descubrir esto ha representado para mí un golpe brutal. Ignoro si también para ti, sospecho que sí. Y quién sabe lo que ocurrirá con la humanidad... Ahora comprendo el interés de Yilane en que nada de esto se conociera...