—No entiendo... ¿Por qué tienes que hacer esto, Klaus?
El joven lo miraba con la fijeza de un pez.
—Ya te lo he dicho: quiero revelarte algo en privado. No podía hacerlo de otra forma, créeme. Tenía que ser hoy, aquí, ahora y así. Tú y yo. No había otro remedio.
—Daniel —regresó Olsen
—,
intenta hacerle creer que no puedes seguir hablando, que te sientes mal. Quiero que te dé un respiro. —Daniel vacilaba. Olsen insistió, y al fin Daniel se encorvó, tembló, lanzó un sollozo. Pensó que exageraba los gestos, pero Klaus le permitió una pausa. Durante ella, el superior prosiguió—. Lo estás haciendo muy bien. Ahora cálmate y escucha. Este chico está completamente loco, pero no ha mentido: trabaja en Siegel, ha robado el explosivo y ha fabricado la bomba en su casa. Hemos obtenido alguna información sobre él. Es creyente del Primer Capítulo, un tipo de esos que sueñan y leen demasiado y viven entre muros desnudos y ventanas, como dice la Biblia. Quizá te hable de ninfas, delfines o torbellinos de fuego, espérate cualquier cosa... Lo que importa es que lo distraigas... No debe dormirse ni relajarse...
Daniel escuchaba a Olsen tan concentrado que había olvidado mantener su actitud de angustia. Klaus lo miró frunciendo el ceño: una simple arruga en un rostro como un papel blanco, pero tuvo la virtud de sumir a Daniel en el pánico.
—¿Qué te pasa? —preguntó Klaus en tono de sospecha—. ¿Qué piensas?
—No debe averiguar que estás hablando con nosotros —aconsejó Olsen en su oído.
—Tengo miedo —dijo Daniel, y pensó que aquella declaración servía para replicar a ambos interlocutores.
De pronto fue consciente de su situación y bajó la vista hacia el pulgar atado al cable.
El dedo. El cable.
—Yo también —admitió Klaus—, pero has sido elegido, igual que yo.
—¿Elegido?
—Para saber lo que voy a decirte. Es un secreto.
—¿Por qué yo? —gimoteó Daniel—. ¿Por qué tengo que ser yo?
—¿Quién sabe por qué somos elegidos los elegidos? —se preguntó Klaus filosóficamente—. Naces, creces, crees que vives en un mundo normal: y un día descubres que eres distinto, o que el mundo no era tan normal como creías, y ese día te sientes elegido. Yo iba a llamar a tu compañera, pero acudiste tú. Es el destino. —De pronto se volvió hacia la ventana—. Mira nuestras ciudades —indicó con un gesto.
Daniel, a quien le costaba apartar la vista del pulgar de Klaus atado al cable, se esforzó en obedecer. Contempló, invocados por la velocidad del Gran Tren y apretujados entre sí, edificios de ladrillo y cemento, torres altas con melenas de humo, muros que desalentaban la curiosidad y finas hebras de cielo en los angostos intervalos entre los tejados.
—En un mundo como este, ¿acaso no es mucho mejor sentirnos elegidos para algo? —preguntó Klaus.
—No sé qué decirte... —dijo Daniel.
Admitía que no era un espectáculo sublime, pero deseaba vivir allí, no importaba dónde, pero vivir. El solo hecho de pensar en no volver a ver a Yun ni a Bijou le ocasionaba un hondo dolor.
—«Cuando el mundo se sumió en la vejez y la maravilla rehuyó la mente de los hombres... —recitó Klaus—... hubo un hombre que empleó su vida en la búsqueda de los espacios hacia los que habían huido los sueños...» Supongo que recuerdas el Primer Capítulo... ¿Crees en la Biblia?
¿Qué debía contestar? Olsen también parecía dubitativo, pero cuando Daniel oyó que el superior le aconsejaba responder que sí, ya era demasiado tarde: se había visto obligado a ser sincero.
—No —dijo—. No soy creyente.
Klaus lo miró con una serenidad que no se correspondía con su cuerpo sangrante ni con el estrepitoso fondo rojo de la pared tras él. Hinchó el pecho cambiando de postura y otra gota roja brotó de uno de los bolsillos de carne y se deslizó por su vientre como una gema. Pero su dedo pulgar seguía inmóvil.
—No tiene importancia —repuso, y añadió lenta y gravemente:— ¿Qué es la creencia? Buscar en un agujero, no hallar nada y no darnos por vencidos. Decirnos: «Hay algo», y volver a buscar, sabiendo que encontraremos lo que buscamos...
—Tengo una hija, Klaus... —lo interrumpió Daniel—. Una niña de seis años. Por favor... déjame que la vea de nuevo.
—Eso es —aprobó Olsen—: cambia de tema, intenta mantenerlo despierto. Ha perdido mucha sangre y bajado un poco la mano. Apenas queda un centímetro para que el cable se tense. Ante todo, no debe dormirse...
—La verás —dijo Klaus simultáneamente. En su voz no había emociones. Miraba a Daniel sin pestañear, pero sus párpados estaban entornados—. Nadie va a salir dañado, te lo aseguro... Solo tienes que escuchar lo que voy a decirte y recordarlo para siempre. Y no revelárselo a nadie. Debes jurar que nunca lo revelarás. Solo puede oírlo el elegido. Y cuando te lo diga... —llevó la mano izquierda al interior de la prenda y sacó el puño cerrado—... Tú mismo cortarás el cable blanco. —Mostró la palma: unas finas tenacillas de acero con la punta afilada yacían en el centro de la pequeña mano—. Eso será todo. ¿Entendido, Daniel Kean?
Nada tenía de asombroso que supiera su nombre, pensaba Daniel, ya que él mismo se lo había dicho al presentarse, pero en aquel momento se le ocurrió algo absurdo: que el joven lo conocía.
Que Klaus estaba allí por él.
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1.7
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—No —dijo Klaus Siegel—. Estás muy lejos. Siéntate aquí, a mi lado... O mejor, agáchate junto a mí. Quiero decírtelo al oído.
—Calma —decía Olsen—. Todo saldrá bien. Obedécelo.
Temblando, Daniel se levantó del asiento y se acuclilló junto a Klaus, mostrando las rodillas bajo el borde de la pieza inferior de su uniforme.
—Ahora escucha atentamente lo que te diga... —lo instruyó Olsen—. Por absurdo que sea lo que oigas, no te muestres asombrado... Solo óyelo. Luego...
El espacio, de repente, pareció hacerse inmenso.
En el estado en que Daniel se encontraba llegó a pensar que esa era la forma de morir desintegrado por una bomba: tu espacio se hacía infinito. Pero solo se había abierto la puerta de acceso junto a Klaus, la que llevaba al nivel superior de la sección octava. Al pronto, el primer individuo que entró hizo pensar a Daniel en una mujer, pero al volverse tras cerrar la puerta mostró atributos de hombre. Vestía la pieza blanca breve del grupo de Intervención del tren y su anatomía estaba diseñada para la lucha. El otro era mujer y llevaba dos piezas negras bordadas y la gargantilla roja del personal clínico. Irrumpieron de forma tal que Daniel se vio obligado a ponerse en pie de un salto.
—Señor Siegel, un placer conocerle —dijo la mujer hablando con rapidez—, soy la doctora Brunswick, médico de emergencia del Gran Tren. Me gustaría que charláramos.
Klaus y Olsen hablaban a la vez. A ellos se agregó el agente de Intervención. En los oídos de Daniel Kean hubo, por un instante, un empate de sonidos. Pero el único al que quería prestar atención, el único que le importaba —el roce del dedo pulgar derecho de Klaus sobre su piel—, resultaba inaudible.
—Estoy segura de que podemos ayudarle, señor Siegel. —La doctora aparentaba extrema juventud, aunque su edad real fuese indetectable. En cambio, su ansiedad era más obvia: hablaba en tono profesional, pero sus finales de frases contenían jadeos. Se situaba a cierta distancia, sin acercarse, las manos en la cintura y uno de los pies descalzos apoyado en un cubo luminoso. Suponía Daniel que la gargantilla roja ocultaba una cámara que revisaba infatigablemente el estado de salud de Klaus.
—No lo repetiré —advirtió Klaus—. Solo él y yo...
El dedo. El cable.
—Hagan lo que dice, por favor —pidió Daniel.
—Va a desmayarse —comentó la doctora sonriendo, como si felicitara a Daniel por algo—. Es mi deber advertirlo. Nuestros análisis a distancia determinan que ha perdido... —lanzó cifras, aunque ni Daniel ni Klaus le prestaron atención—... de sangre total. La inconsciencia sobrevendrá en cuestión de segundos. Un minuto, todo lo más...
—Creo que es mejor que nos deje solos —insistió Daniel.
—Usted es un simple subalterno, Daniel, no puede tomar decisiones. —La doctora se apoyó en una de las columnas blancas y dejó la otra mano en la cadera. Tenía una figura como la de cualquier otro hombre o mujer: estilizada y pulcra. El uniforme ceñido y bordado en negro se ataba a sus pechos e ingles—. El tren no es suyo, y es el tren lo que importa. Y los pasajeros, naturalmente. Cuando el señor Siegel se desmaye...
—Escuche —cortó Klaus—. Si bajo
ahora
el dedo, dará igual que me desmaye o no.
Daniel pensó que Klaus, al menos, tenía el don de resumir con contundencia una situación. Lo que Klaus quería decir estaba bien claro: iban a morir todos, ahora o luego, en ese mismo instante o cuando él decidiera. Y ni siquiera él, su
dedo pulgar.
O tampoco este, sino las fuerzas que le quedaran, la última llama de su voluntad. Nada iba a poder impedirlo. Nada evitaría la catástrofe. La cosa ya no
tenía
remedio.
De repente, por el oído izquierdo de Daniel, atronó algo. Casi llegó a creer que el grito de Olsen también se había escuchado en el exterior, ya que la doctora enmudeció de inmediato: luego comprendió que debía de portar un auricular como el suyo. Olsen, sin duda, había abierto un nuevo canal para dirigirse a ella. La doctora asintió a un ser invisible, dio media vuelta y se marchó por donde había venido, junto con el agente.
—Estúpida, estúpida... —mascullaba Olsen. Solo se controló para agregar:— Daniel, intenta que te diga
ya
lo que sea...
—No tenemos mucho tiempo más. —Klaus hablaba simultáneamente, sin necesidad de que Daniel lo apremiara, su rostro convertido en una máscara de sudor—. Agáchate junto a mí. Jura no revelar a nadie lo que voy a decirte. —Daniel obedeció, pero Klaus no quedó satisfecho hasta hacérselo repetir en voz alta. Luego añadió, en tono solemne:— Te hago entrega de un legado terrible, Daniel Kean. Lo siento por ti.
Daniel vio aproximarse el rostro de Klaus como un planeta en órbita de colisión. Aunque Olsen intentaba animarlo, Daniel tenía la absoluta certeza de que, en cuanto le dijera lo que quería decirle, Klaus haría estallar la bomba. Recordó fugazmente que el Primer Capítulo de la Biblia hablaba de un hombre encerrado en una ciudad como cualquier otra que miraba las estrellas desde la ventana añorando soñar, hasta que una noche los cielos se volcaban sobre él como el mar y lo llevaban flotando hacia una ribera verde sembrada de... Se esforzó en recordar... «Capullos de loto y rojos camalotes...» Se creía que el Primer Capítulo simbolizaba el destino de ciertos espíritus tras la muerte: la llegada a una ribera verde y fragante. Él no era creyente pero ¿qué problema había en confiar en eso en el momento final? Tal vez la creencia fuera cierta, y esa ribera existiera. Allí podría esperar a Yun y a Bijou, a sus padres y a su hermana Lania, y reunirse de nuevo con ellos cuando llegaran.
Muy hermoso, pero, por el momento, nada perdía siguiéndole la corriente a Klaus. Así ganaría tiempo, como aconsejaba el superior Olsen.
Acercó el oído libre, el que no estaba cubierto con el auricular, a los labios del joven y se preparó para escuchar cualquier locura.
Los labios de Klaus Siegel se movieron durante unos cuantos segundos, luego se retiraron.
—Guárdalo dentro de ti y nunca lo reveles —advirtió de nuevo. Su expresión era la de quien siente alivio al liberarse de una pesada carga.
Daniel se disponía a replicar cuando de repente el Gran Tren, en su enloquecedor viaje hacia ninguna parte, pasó entre dos grandes edificios separados a cierta distancia. Por aquel espacio se introdujo la forma sangrante de un sol que se elevaba. Fue un destello rojizo, violento, casi furioso.
En coincidencia, Klaus alzó la mano izquierda y se hundió las tenacillas en el cuello.
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1.8
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Klaus Siegel murió con tanta rapidez que pareció como si su muerte se le hubiese pasado inadvertida a él mismo. Por un instante frunció el ceño y miró a Daniel Kean. Incluso hizo una pregunta que no sonó, porque las palabras brotaron rojas y mudas desde el cuello.
El dedo.
De igual manera que Klaus había muerto y aún no lo sabía, las manos de Daniel Kean se movieron sin que su dueño fuera consciente de ello y albergaron el brazo derecho de Klaus como una reliquia valiosa.
Así. Bien sujeto.
La mano izquierda se encargó de mantener el antebrazo a la misma altura; la derecha, de elevar la mano y sostener el dedo pulgar.
El dedo.
Quizá el espíritu de Klaus, soñador o no, había sido trasladado a la ribera verde y fragante del Primer Capítulo, pero, ahora que disponía de otra oportunidad, Daniel Kean pensó que no deseaba seguir sus pasos. Se esforzó en impedir que aquel dedo hiciese algo más que seguir existiendo, como él o como el cadáver de Klaus apoyado sobre él, tres cosas inermes y carnales balanceadas por el movimiento del tren.
Solo había un problema: Klaus, ya consciente de su muerte, se desmoronaba con docilidad. El torso se inclinó hacia Daniel en una lenta reverencia y la mano izquierda se desplomó en el asiento dejando las tenacillas clavadas en el cuello. Daniel permitió que la cabeza de Klaus se apoyara en su hombro y continuó inmóvil sosteniendo
(por favor)
aquel único, maravilloso, esperanzador dedo.
—Daniel, escuche, Daniel, escuche, Daniel, escuche... —repetía el auricular como una especie de maldición, pero era justo lo único que no podía hacer en aquel momento.
Por el horizonte discurrían grandes y feísimos edificios. Daniel pensó que tenían que ser laboratorios genéticos: solo los centros militares eran más feos y solo los manicomios eran más grandes. Instantes después, fueron sustituidos por enormes ruinas. De pronto las ruinas quedaron paralizadas.
El tren se había detenido. Daniel no recordaba —ni le importaba— en qué parte del trayecto se encontraban. Tampoco prestaba atención a la voz chillona de... No, ya no era Olsen sino Merla Shank. Nada le interesaba salvo una sola cosa, en la que tenía puestas todas sus ilusiones, sus deseos por abrazar a Yun y a Bijou hasta hacerlas reír del apretón.
El dedo.
No sueltes su dedo.
—Aguanta un momento. Déjame.
La voz surgió de atrás. Cuando su propietario invadió su reducido campo visual, Daniel advirtió una melena espesa, ondulada y negra y un largo uniforme, en cierto modo similar a la melena; también una boca notablemente roja y unos rasgos notablemente hermosos. ¿Quizá se trataba de Olsen? Pero el desconocido se apresuró a presentarse.