A Daniel le gustaba sentirse así, y sospechaba que al resto de sus compañeros también. Si se trabajaba en el Gran Tren, el Gran Tren protegía, y eso era bueno.
Su tarea consistía en ayudar al subalterno primero de la sección cuarta. Por comodidad, se habían repartido el trabajo y a Daniel solo le correspondía el nivel superior. Pero el vestuario con los uniformes se hallaba en la última sección, la número catorce, de modo que Daniel se dirigió allí nada más entrar, se desnudó, se puso la doble pieza gris fruncida en los bordes y estampada con el símbolo de la compañía (una flor oscura), calzó las altas sandalias reglamentarias, conectó a su oído izquierdo el auricular por donde recibiría las órdenes de su jefa de sección y volvió a peinarse de manera que su largo cabello cayera por ambos hombros, tanto para cubrir el auricular como para parecer «elegante» según los cánones de la compañía. Cuando el tren salió de la estación, Daniel, ya vestido con el traje de subalterno, empezó a avanzar por los niveles superiores en dirección a la sección cuarta, saludando a los compañeros ya incorporados y sonriendo a los pasajeros que lo miraban.
Entonces, al llegar a la sección séptima, se fijó en Klaus Siegel.
Había unos treinta pasajeros en el nivel superior de aquella sección; el asiento de Klaus quedaba a la derecha de Daniel, junto a la puerta, de modo que fue el primero que Daniel vio al entrar. Pero Daniel nunca se hubiese fijado en Klaus de no haber sido por las señas que este hacía al subalterno de la sección. En vez de pulsar el botón de aviso de su asiento o llamarlo en voz alta, Klaus se limitaba a alzar la mano; al hallarse de espaldas, el subalterno no se había percatado.
Daniel hubiese podido optar por llamar él mismo a su compañero (o compañera, no podía estar seguro: ni los uniformes ni, por supuesto, los cuerpos diferenciaban a las personas por detrás), pero decidió que no perdería el tiempo en saber lo que deseaba aquel pasajero. Siempre era posible pasar el encargo a otro en cualquier momento.
Mostró su mejor sonrisa de subalterno y se inclinó con delicadeza.
—Buenos días, me llamo Daniel Kean y pertenezco a la sección cuarta. ¿Puedo ayudarle en algo?
El joven lo miró. Se hallaba junto al cristal de la ventana. Tras él, el remolino de lluvia se retorcía sobre el cristal cada vez que el tren pasaba junto a las luces de la vía. En el interior todo era calma y silencio; afuera, todo estallaba entre el vértigo y el clamor.
—Sí, tú mismo servirás —dijo el joven asintiendo lentamente.
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1.4
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Era casi un niño. Eso fue lo primero que notó Daniel. Por supuesto que podía tener cualquier edad, pero algo en su expresión hacía pensar en pura juventud. Llevaba el cabello lacio y húmedo dividido por una raya central zigzagueante, formando en la frente los lados de un triángulo cuya base la constituían las finísimas cejas. Enormes ojos marrones y una boca pequeña y gruesa de color rosado le otorgaban personalidad, que acentuaba consiguiendo no parpadear. Vestía una larga pieza roja con arabescos brillantes en el pecho. Gesticulaba solo con la mano izquierda y conservaba la derecha en el interior de la pieza.
—Me llamo Klaus Siegel —dijo; hablaba como si estuviese a punto de despertar de un sueño profundo o de entrar en él—. Siéntate, por favor. —Señaló el asiento frente al suyo.
Su tono y sus gestos inquietaron a Daniel. No mucho, solo ligeramente. Llevaba años tratando con pasajeros de muy diversa índole, creyentes o no, y podía reconocer cuándo alguien era «especial». Aquella mirada fija y la voz lánguida le sugirieron que Klaus Siegel y la realidad no ocupaban el mismo sitio. Sin embargo, procuró no perder su sonrisa cortés al responder.
—Lo lamento, señor Siegel, no podemos sentarnos con los pasajeros. Mi compañero, sin duda, podrá...
Se interrumpió de repente al advertir la mancha oscura en el suelo.
La pared detrás de Klaus Siegel era de fuerte color rojo, igual que sus ropas, el asiento y el suelo, de modo que la mancha era simplemente eso: una oscuridad bajo las botas rojas de Klaus. Daniel no pensó al pronto en nada concreto. Ni siquiera se alarmó. Sin embargo, durante un instante pasó por su cabeza la imagen de su hija Yun mirándolo con la seriedad con que lo había hecho aquella mañana. El joven lo miraba de forma parecida.
—Espere —dijo Klaus Siegel con calma—. No llame a su compañero. Espere y fíjese en esto.
Klaus solo usó su mano izquierda. Tenía las uñas muy cuidadas y pintadas de color violeta, como tantos otros jóvenes. Con esa mano se abrió la brillante y larga prenda hasta el torso. Una ráfaga de exóticos perfumes escapó de su cuerpo cuando se mostró ante Daniel. Al sonreír, frunció los gruesos labios en un gesto de burla.
Las gotas rojas seguían derramándose por sus piernas.
Daniel retrocedió un paso.
En las filas próximas se habían alzado varias miradas interrogantes, aunque solo las más cercanas mostraron alarma. Se oyeron comentarios preocupados y alguien señaló la evidencia en el cuerpo del joven.
Todo transcurría con extraña lentitud para Daniel. Advirtió de reojo que su compañero se había percatado por fin de que sucedía algo y se acercaba. Daniel vio la curva de unos senos moldeando la pieza superior del uniforme y dedujo que era una mujer. No conocía su nombre. No importaba, de todas formas. Lo que realmente importaba ahora era calmarse y dejar que otros se encargaran de aquello.
Regla número uno: ¿qué debe hacerse cuando...? Informar a tu superior.
Se apartó el pelo con la mano izquierda para conectar el auricular que llevaba acoplado al oído. Su torpeza le hizo creer que el joven se había dado cuenta, pero Klaus siguió mirándolo en silencio.
—Debo consultar con mis superiores, señor Siegel —le advirtió Daniel.
—No lo has entendido. Quiero hablar solo
contigo.
Por favor, siéntate.
Daniel titubeaba. Vio que su compañera hacía una mueca de pánico contemplando a Klaus.
—Aléjese —dijo Klaus hacia ella, siempre con calma pero en un tono que no admitía réplica—. Que nadie se acerque. Solo
él.
Los pasajeros más cercanos estaban de pie, y hacían preguntas o las respondían. Daniel y la subalterna cambiaron una mirada, y de pronto parecieron tomar la misma decisión. La subalterna se volvió hacia los pasajeros y empezó a hablarles con esa dulzura característica de los empleados del Gran Tren al tiempo que Daniel se sentaba frente a Klaus. Traspasó su oído izquierdo una suave melodía de arpas y la voz tensa de Merla Shank, su jefa de sección. Daniel supuso que las cámaras de vigilancia disimuladas en las lámparas se habían puesto en marcha y enfocaban al joven. Merla, su jefa, tenía que estar viendo en aquel momento lo mismo que él.
—Oh, por favor —dijo Merla Shank—. ¿Qué es
eso?
Fuera lo que fuese, a Daniel le producía mucho más pavor que a ella.
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1.5
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La muchacha avanzaba con la rectitud con que un cuchillo se hunde en la carne.
De sección en sección, de nivel en nivel, a partir del nivel inferior de la primera sección. Al llegar al fondo subía las escaleras, recorría el nivel superior, bajaba al inferior, y de allí pasaba a la sección siguiente. Llevaba haciendo lo mismo desde que había subido al tren.
Buscaba.
Su certeza sobre lo que iba a encontrar era tan absoluta que parecía manifestarse en cada movimiento.
Estaba alcanzando el final de la sección sexta cuando se detuvo, alzó la cabeza y dilató las fosas nasales, como si olfateara algo. Tras una breve pausa continuó su camino, pero más despacio. Unos metros antes de llegar al pie de la escalera que conducía al nivel superior de la sección séptima volvió a detenerse.
El Gran Tren discurría en ese momento junto a edificios muy próximos repletos de ventanas con rostros asomados a ellas, facciones velocísimas como lanzas arrojadas en dirección opuesta, máscaras mudas que miraban hacia el tren. De improviso, un túnel hizo desaparecer la luz en los cristales como un telón. El vestíbulo de la sección se oscureció, pero nada indicó que a la muchacha le importase aquel cambio.
El tren aún seguía dentro del túnel cuando empezaron a llegar empleados del mismo nivel donde se encontraba la muchacha. Hablaban, recibían o daban órdenes, miraban con expresión preocupada hacia el nivel superior. Bloquearon el paso hacia las escaleras, pero ninguno de ellos subió.
En cambio, otros bajaron. Primero una subalterna segunda. Detrás, una hilera de rostros inquietos, ordenados, silenciosos.
Cerca de la escalera había varios asientos en forma de cubos luminosos. La muchacha ocupó uno y palpó el transmisor que pendía del doble collar negro ceñido a su garganta. Al instante una voz respondió en su oído. La conversación fue breve y en tono bajo, luego la muchacha apagó el transmisor.
Y aguardó.
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1.6
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Klaus había establecido las condiciones: el tren debía seguir en marcha, sin detenerse en ninguna estación; ellos dos se quedarían allí y nadie se acercaría ni los interrumpiría; tenía que decirle algo a Daniel y solo podía escucharlo Daniel. No obstante, había aceptado al menos que los pasajeros abandonaran el nivel y los dejaran solos.
Y eso habían hecho, en fila, dirigidos por la subalterna, sin desmayos ni gritos, ni siquiera muestras de intenso pánico. Los hombros caídos, la cabeza gacha, todos aceptaban lo que sucediese. Daniel comprendió que la costumbre los resignaba. Era el mundo, no ellos. Lo lógico de los locos, razonaban, era hacer cosas como matar a otros sin explicación. ¿Quién podía sorprenderse? Pasaba hoy o mañana, a unos o a otros, y sin duda aquella clase de muerte no era el peor de los destinos. El verdadero, único sentido de la vida era el miedo. El mundo estaba hecho de miedo: a morir, a enloquecer, a ser atacado o a verse impelido a atacar, incluso a cosas muchísimo peores que todo eso. El gobierno era gobierno porque protegía a los ciudadanos todo lo posible, pero en aquel «todo lo posible» se incluían algunas variables y quedaban fuera otras. Tal era la vida normal, de modo que, ¿por qué no aceptarla?
Por lo demás, Daniel no guardaba rencor alguno al loco Klaus Siegel. Y al contemplar de cerca su cuerpo desnudo y maltratado de aquella forma, casi sintió pena por él. ¿Qué edad debía de tener? Era un chaval, sin duda. Se la preguntó. Resultó que Klaus era mayor de lo que esperaba.
—Veinte años —dijo, y pareció ofenderse—. Pero tengo mucha experiencia. Trabajo como ayudante segundo de química en una fábrica de explosivos en las afueras: se llama Siegel, como mi apellido, pero no tiene nada que ver con mi familia. Llevo planeando esto durante meses. Robaba pequeñas cantidades de material cada semana para que nadie lo notara. Lo preparé todo en casa. Sé de lo que hablo, y si algún experto me está viendo, me creerá. Míralo bien.
—Ya te creo —aseguró Daniel.
—No importa. Míralo.
Daniel Kean se obligó a hacerlo. Creyó que se había acostumbrado a ver aquello, pero se equivocaba. La habilidad con que se había cortado la suave piel del torso y había introducido cada lámina en cada hendidura dejando a la vista un cable que se unía a una placa horizontal, como las cuerdas de un instrumento, resultaba escalofriante. Aunque al principio Daniel había pensado que los cables eran rojos debido a la sangre que aún manaba de los cortes, al fijarse mejor descubrió que era pintura. Los cables estaban pintados de rojo excepto el tercero de la izquierda de Daniel, de la derecha de Klaus, que era blanco y se curvaba ligeramente hacia arriba terminando en un lazo atado al dedo pulgar de su mano derecha. Klaus mantenía aquella mano inmóvil sobre el pecho, en la postura de un músico tañendo un laúd.
—¿Sabes lo que pasará si dejo caer el dedo y tenso el cable? —preguntó Klaus.
Daniel podía imaginarlo. Se preguntó si Merla y su equipo lo habían analizado, y se aferró a la posibilidad (muy remota) de que fuera un truco. Pero en aquel momento el auricular le sopló la vocecilla tensa de Merla.
—Estamos metidos en un buen lío, muchachito. Por lo que podemos ver desde aquí, la cosa va en serio. Es un aparato muy exótico, de todas formas, solo un loco haría algo así... Procuraré explicártelo, pero me interrumpiré cuando él te hable para que no sospeche que estás en contacto con nosotros, ¿de acuerdo? Mueve la cabeza si me has oído bien...
—Lo he hecho para que no podáis detenerme —dijo Klaus, interpretando la sacudida de la cabeza de Daniel como un gesto de comprensión—. Es un plan muy elaborado, así que no pienses ni por un momento en hacer algo raro.
Daniel intentó mostrarle, con gestos de asentimiento y obediencia, que no había pensado en hacer nada. Simultáneamente, se esforzaba en escuchar la complicada explicación de Merla Shank, pero se perdía la mitad de las frases.
—Son catorce cables. Los trece de color rojo... impulso del detonador a cada una de las pastillas orgánicas de... —Aquí dijo un nombre técnico que Daniel no entendió—. Fue muy astuto, porque ni la vigilancia visual ni la... detectan explosivos orgánicos bidimensionales si están bajo la piel... El único cable de activación es el que está pintado de blanco y cuelga... dedo pulgar... Se activa tensándolo. El cable tiene dos centímetros... él permite que quede flácido... Si lo eliminamos a distancia, no llegaremos a tiempo de impedir la explosión... Pero es que, si el muy imbécil se duerme o se desmaya, estallará igualmente... ¿Me oyes bien, Daniel? No hagas que ese chico sospeche que seguimos en contacto, finge que lo escuchas...
Daniel no tenía que fingir: realmente lo escuchaba, tanto o más que a Merla.
—Siento todo esto... —decía Klaus, que parecía ligeramente mareado—. Ya sé que estoy organizando un lío espantoso, pero... tenía que hacerlo... créeme...
La nueva voz que restalló en su auricular era rápida, firme, imperativa.
—Daniel, soy Elsevier Olsen, superior de Seguridad Civil. —A Daniel le impresionó su cargo. Un superior de Seguridad no era alguien con quien se hablaba todos los días: tenían el poder de hacer cualquier cosa con uno sin que se pudiera protestar. Se suponía que protegían más que nadie, y por tanto debía obedecérseles más que a nadie—. A partir de ahora soy el responsable de esta operación. Estoy fuera del tren con mi ayudante, pero os seguimos de cerca en un vehículo oficial... Lo importante es que mantengas despierto a ese loco... ¡Hazle preguntas!
Daniel improvisó una cuando Olsen calló.