La llave del abismo (21 page)

Read La llave del abismo Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del abismo
5.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Lo he calculado. —Yilane hizo un vaivén frente a un panel. El lado de la cabina en que se sentaba era un vacío azul donde flotaban pantallas—. Incluso si no encontramos ningún obstáculo, no llegaremos antes de medianoche. Nunca debimos aceptar que Kean se fuera con ellos...

Tras una pausa la voz de la muchacha sonó divertida, pero ambos hombres la escucharon con repentina seriedad.

—Yilane: te conozco desde hace dos años y, aunque siempre hemos mantenido la distancia, quiero pensar que te conozco bien y que no guardas a otro muy distinto en tu interior. Si me equivoco, dilo ahora. Estamos en un camino sin retorno y me gustaría que me acompañara gente conocida.

—¿A qué te refieres?

—A que fingiré que no has querido sugerir lo que has sugerido.

—¿Y qué he sugerido, Maya Müller? —dijo Yilane, aparentemente concentrado en las pantallas.

—Que permitirías que una niña de seis años fuese asesinada a cambio de encontrar la
Llave.

Hubo un silencio breve.

—Escuchad, no me parece prudente...

Pero Yilane interrumpió el intento conciliador de Schaumann. Seguía dando la espalda a Maya y al doctor, y su largo y rizado pelo castaño, echado sobre un hombro, y su faldellín rosado contrastaban con el fondo azul monocromo. Un tatuaje con forma de reptil era visible en su nuca.

—La vida de esa niña no era problema nuestro, Maya. La raptaron para presionarlo
a él.
Pero tú lo rescataste de las manos de Olsen. Él sí era problema
nuestro.
No debimos dejar que volvieran a llevárselo. ¿Qué pretendéis evitar, Rowen, Darby y tú? Van a matar a esa niña de todas formas, como a su estúpido padre, y lo sabéis.

La muchacha apoyó las manos en los muslos y separó las piernas. Habló sin elevar la voz, pero su tono calmo resonaba poderoso en el interior de la cabina.

—Yin Lane, te disculpa el hecho cierto de que eres muy joven, y las apasionadas enseñanzas que te inculcó tu padre te hacen ser posesivo y ambicioso.

Abandonado todo intento de seguir con las pantallas, Yilane dio media vuelta en el asiento y quedó de perfil. Lo hizo con mucha lentitud y en total silencio.

—¿Qué has dicho? —Su voz se había hecho delgada y fría como un cuchillo.

—Yil, Maya... —Alzó la mano el doctor—. Por favor...

—Ezra Obed fue muy exigente contigo, Yil. —La muchacha hablaba como si reprendiera a un niño—. Tú mismo lo has dicho en ocasiones. Me consta que posees nobles sentimientos, pero tu padre se las arregló para que los separaras de tus propósitos de modo que no se influyeran mutuamente. Creo que deberías asumir de una vez por todas que tu padre ha muerto y ya nadie es dueño de tu destino.

Durante un momento solo se oyó el rumor monocorde del motor y las múltiples ruedas deslizándose con suavidad por la carretera en penumbra. Yilane había completado su giro y se hallaba de frente a Maya. En su rostro no se movía un músculo. Sus largos cabellos rizados le ocultaban los brazos hasta el codo.

—No te atrevas a hablarme así, Maya Müller —dijo al fin—. Eres una simple «perra» del Sur, una esclava... Sin la ayuda de Darby, aún estarías atada por una correa olfateando la muerte en el desierto...

—Yilane, basta —ordenó el doctor Schaumann.

La muchacha continuaba con la cabeza inclinada, en actitud tranquila.

—No tienes ningún derecho a mencionar a mi padre... Gracias a él estamos aquí. Si no llega a hablarnos de la revelación...

—Te habló a ti, a nadie más —cortó Maya—. Fuiste tú quien hablaste con Anjali. Tu padre pretendía que solo lo supieras tú...

El gesto de Yilane fue violento como un rayo. Pero la mano con la que buscaba el cuello de Maya encontró otra mano, recia como una roca, en el camino. Quedaron frente a frente, amenazadores, y en la pausa se impuso la voz de Schaumann.

—¡Basta, he dicho! ¡Yilane, Maya! ¿Qué pretendéis?

El joven se soltó de la presa. De pronto pareció a punto de echarse a llorar.

—Deberías purificar tu sucia boca antes de mencionar a mi pad...

En ese instante la muchacha se irguió, pero no pareció que fuera debido a las duras palabras de Yilane. El vehículo había empezado a aminorar la velocidad. Schaumann, inclinado sobre el parabrisas, conectó los faros suplementarios.

—¿Qué sucede, doctor? —preguntó Maya.

—Ritualistas.

Las figuras se hallaban quietas y de pie en la carretera a oscuras. Llevaban un vestuario complejo de ropas holgadas que abultaban en diversos lugares del cuerpo, pero eran del tamaño de niños pequeños y no parecían tener rostro.

—Son solo muñecos rituales —dijo Yilane—. Están cubiertos de ropa por completo «hasta el cuello», a la manera del Híbrido... Es una forma de celebrar...

Pero Maya no lo escuchaba: giró el rostro hacia los altos árboles que flanqueaban la carretera y sus pecosos pómulos palidecieron a la luz de los controles.

—¡Doctor, no frene!

—¿Qué quieres decir? El vehículo se detiene automáticamente ante cualquier...

—¡Es una trampa! ¡Acelere de forma manual!

Las manos de Schaumann volaron por los controles cuando, de improviso, el techo de la cabina se hundió.

• •
6.3
• •

Al principio Daniel Kean pensó en una criatura viva. Se movía, parecía respirar, extendía lo que semejaban ser múltiples extremidades. Luego ya no estuvo tan seguro, porque no vio ningún rostro, ni nada que pudiera ser llamado «cabeza» o siquiera «cuerpo». Era un denso ovillo de vegetales creciendo en la abertura de salida. Sus zarcillos producían ruidos de desgarro al avanzar, como si, al mismo tiempo que crecía, se rompiera en mil pedazos. Un hedor a moho y raíces descompuestas lo acompañaba, y se hacía más intenso e insoportable conforme aquel grotesco nudo de hojas y ramas como cuerdas aumentaba.

La abertura quedó cubierta en cuestión de segundos y el resplandor violeta se extinguió. Sin embargo, el tapón hinchado de vegetales siguió moviéndose hacia ellos.

—¡Tenemos que retroceder! —gritó Ina.

Dieron media vuelta, pero se detuvieron al ver las dos figuras que se acercaban desde el otro extremo del túnel. Lo hacían con parsimonia, como si supiesen que la captura era ya inevitable.

Bajo la débil luz de las lámparas podían vislumbrarse sus deformes y oscuras facciones.

Daniel casi deseaba seguir avanzando: su miedo le hacía preferir los adversarios humanos antes que la cosa de vegetal corrompido que crecía a su espalda. Sin embargo, Ina se lo impidió, cogiéndolo del brazo. Había dejado de mirar a los ritualistas y elevaba la cabeza. El estruendo como de árbol talado que estallaba tras ellos hizo que tuviese que gritar para que Daniel la oyera.

—¡Arriba! —Señalaba una cornisa de piedra que daba paso a otro nivel de cavernas. Empezó a trepar con agilidad y Daniel la imitó.

Huyeron por un nuevo escenario, más oscuro, menos preciso, horadado por miles de pequeñas ventanas iluminadas por el Color. Ina escogió una pendiente hacia arriba, pronunciada al principio, que se compensaba al final con un repentino descenso. Entonces señaló otra abertura. Era como un respiradero entre las rocas, pero resultaba lo bastante amplia como para cruzarla.

Se encontraron en lo alto de un promontorio, sobre una ladera con árboles diseminados que crecían oblicuamente. Frente a ellos, las rocas formaban una nueva cima. Ina decidió subirla. La ascensión, escarpada, les obligó a echar el cuerpo hacia delante, y, en particular a Daniel, a ayudarse de las manos.

Hicieron una pausa en un rellano, junto a un tronco sin ramas ni hojas, y se asomaron por la pendiente.

Desde aquel punto podían contemplar toda la ladera, y Daniel vislumbró la abertura por la que acababan de salir y la otra abertura, bloqueada, más abajo.

Entonces creyó comprenderlo todo.

• •
6.4
• •

El vehículo, con el sistema automático desactivado, se desviaba hacia la cuneta después de embestir como bolos los muñecos ritualistas. Tras intentar maniobrar en vano, encajado entre el asiento y el techo hundido de la cabina, el doctor Schaumann flexionó sus largas piernas y sonrió.

—Vamos a estrellarnos —dijo.

El parabrisas estalló en ese momento, y una extraña medusa negra bloqueó la visión de Schaumann. En su cúspide, dientes en lugar de ojos; bajo ellos, dos ojos en lugar de boca. Schaumann comprendió tras un parpadeo que estaba contemplando una cabeza humana al revés.

—No lo dudes —dijo la cabeza con voz de mujer.

Maya, agachada en la cabina, apoyaba las manos en el suelo. A su alrededor el mundo se fragmentaba, pero dentro de su cuerpo existía cada vez más unidad.

Los combates se ganaban o perdían durante los preparativos, ella lo sabía. En el Sur se decía que un cuerpo era una flecha y su propio arco al mismo tiempo. El poder de los músculos no residía en su despliegue, sino en el punto de partida. Por eso empleó aquellos segundos de caos, cuando aún nada estaba decidido, para recogerse en sí misma.

Luego alzó la cabeza y examinó la situación.

La mujer del parabrisas.

Intuía que no se trataba de una simple ritualista deformada genéticamente, con mucha fuerza pero escasa habilidad: había realizado un salto calculado desde un árbol aprovechando que el vehículo frenaba, y había hundido el techo y hecho trizas el cristal con dos golpes. Fuera quien fuese, era una experta. Y tampoco atacaba. Se estaba preparando, como ella. Desenfundaba los músculos, esos sables albergados en la piel.

Tendría que ocuparse de ella. Pero antes debía guiar, como siempre, a quienes poseían la desventaja de ver solo con los ojos.

—Yilane... —dijo— están entrando por detrás, en el baño.

La respuesta de Yilane no la escuchó, pero supo que el joven creyente la había entendido y se dirigía hacia la mitad del vehículo que era baño de lujo. Ahora, ambas mitades temblaban y saltaban; el
scriptorium
emitía avisos de desastre, y probablemente se produciría una colisión contra algo en pocos segundos. Maya Müller calculó que, para cuando eso ocurriera, ella y su adversaria se encontrarían en una etapa muy avanzada del combate.

Instantes después, se irguió como un resorte y extendió las piernas buscando la abertura del parabrisas despedazado.

• •
6.5
• •

—Es un árbol —dijo Daniel—. Un simple árbol... Lo introdujeron por esa abertura.

El pánico ante lo que había imaginado como una criatura monstruosa hecha de hojas y ramas se deshizo dentro de él en un repentino acceso de risa. Logró contenerse con esfuerzo.

—¿Eso crees? —preguntó Ina, enigmática. Luego se apartó y miró a su alrededor—. No parecen seguirnos, pero no podemos esperar aquí para asegurarnos...

Continuaron subiendo por una pendiente menos pronunciada. La tierra estaba llena de pequeñas piedras. Daniel avanzaba despacio, usando la pared como apoyo. Ina, con más soltura, sin desfallecer ni un momento, le instó a hacerlo en ella. Cuando alcanzaron la cima, Daniel decidió romper el jadeante silencio.

—Tengo que saberlo, Ina. Explícame qué crees que hicieron con ese árbol...

—Fue el árbol
quien lo hizo.
Ellos se lo ordenaron. Los creyentes del Quinto Capítulo adoran el Color y controlan los árboles a voluntad. La Biblia lo dice cuando afirma que el Color agita como un viento fantasmal las copas de los árboles...

Daniel no replicó. Intentaba capturar sus fragmentarios recuerdos de lo ocurrido. Estaba convencido de que Ina se engañaba, como cualquier otro creyente, pero, incluso si la explicación correcta era la suya, ¿cómo se las habían arreglado para cortar aquel tronco e introducirlo con tanta rapidez por la abertura de la ladera?

Decidió que la oscuridad violácea que los rodeaba era engañosa. No podía estar seguro de lo que veía, ni de lo que recordaba haber visto.

Irguiéndose de puntillas sobre una roca, Ina oteó el horizonte, con su esbelta figura vestida con el resplandor intenso del cielo.

—Ya estamos en el Color —dijo.

Daniel, de pie junto a ella, contuvo el aliento.

El mundo que se extendía más allá, con sus ruinas, montículos y techos de pagodas, estaba cubierto por una luz mortecina como la de un atardecer sin sol. Procedía del otro lado de la bóveda de cristal, en las alturas; y su tonalidad era sobre todo violeta, aunque contenía otros matices, en particular tintes verdosos. Daniel percibió que viraba de un tono a otro constantemente, más aún si la miraba con fijeza. Recortados sobre aquel fondo, montes y edificios adoptaban un color pardo oscuro y despedían el brillo de los objetos tersos y bruñidos. Existía un llamativo contraste entre la piedra y las plantas que crecían sobre ella, visible incluso desde la distancia: bosques, matorrales y cultivos mostraban la misma apariencia artificial del diseño, mientras que el suelo donde se asentaban delataba los estragos de una abrumadora antigüedad. Con sus rocas porosas y sus rugosidades de limo, aquella tierra no podía ocultar que alguna vez había formado parte del lecho del océano.

Pero el Color no era solo una tonalidad. En su interior pululaban billones de formas que aportaban su propia luz al entorno. Daniel identificó peces, quizá también grandes medusas o pulpos batiendo sus apéndices sobre la cumbre de las montañas. Se le antojó una visión tan pavorosa que casi sintió náuseas.

—En esa colina está el laboratorio. —Ina la señaló, y de repente entornó los ojos y su expresión cambió por completo.

• •
6.6
• •

Existía toda una teoría respecto de la predilección que experimentan determinados vehículos por chocar contra lugares sagrados. Haciendo equilibrio sobre el asiento, Schaumann vio a través del parabrisas destrozado cómo su querida máquina-baño japonesa rebotaba y saltaba sobre los baches de lo que, eones atrás, había sido el fondo del mar en dirección a uno de los muchos templos erigidos en la zona. Lo identificó: se trataba de un Cobertizo Clausurado, construido para celebrar las ceremonias del Sexto Capítulo. Como cualquier otro científico, Schaumann era profundamente supersticioso y no creyó que fuera casual tal elección. En todo caso, ya estaba tomada. Y por suerte, el lugar parecía de madera.

—Cuidado —advirtió—. Chocamos.

No creía que Maya y Yilane lo estuvieran oyendo, pero pensó que al decirlo controlaba mejor la situación. En el doctor, el control de las cosas lo era todo.

Instantes después las tablas que formaban la pared delantera del Cobertizo saltaban por los aires. Las múltiples ruedas del vehículo chirriaron, un faro desistió de iluminar y uno de los costados —el opuesto al del doctor, por fortuna— golpeó contra una columna, la resquebrajó y produjo un cambio en el trayecto final que hizo que el vehículo se estrellara con un estruendo de cristales, metal y madera contra la pared del fondo. Allí concluyó su recorrido.

Other books

The Knives by Richard T. Kelly
Fire Nectar 2 by Faleena Hopkins
Regan's Reach 4: Avarice by Mark G Brewer
Stalin's Gold by Mark Ellis
Thula-thula (afr) by Annelie Botes
Sex on Tuesdays by June Whyte