La lista de los nombres olvidados (41 page)

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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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»¿Está viva aún? —pregunta, cuando al fin deshace el abrazo—. ¿Sigue viva Rose?

Hay rastros de acento francés en sus palabras; se parece mucho a la manera de hablar de Mamie. Sigue aferrándose a mis brazos, como si temiera caer si me suelta. Las lágrimas le ruedan por las mejillas y yo también tengo húmedo el rostro.

Asiento con la cabeza.

—Ha tenido un derrame cerebral y está en coma, pero está viva.

Da un respingo, pestañea unas cuantas veces y me dice:

—Tienes que llevarme a verla, Hope. Llévame a ver a mi Rose.

Capítulo 27

J
acob no quiere que pasemos por su apartamento para preparar un bolso, sino que insiste en que vayamos al cabo Cod lo antes posible, sin perder ni un minuto más.

—Tengo que verla —dice y nos mira con apremio a Gavin y a mí—. Tengo que verla lo antes posible.

Me quedo con él mientras Gavin va corriendo a buscar el Jeep, porque, con la cadera reconstruida, Jacob no puede caminar muy deprisa. Mientras aguardamos en el extremo septentrional de Battery Park, junto a la calle, Jacob me mira fijamente, como si hubiese visto un fantasma. ¡Tengo tantas cosas que preguntarle! Pero prefiero esperar a Gavin, para que él también escuche las respuestas.

—Eres mi nieta —dice Jacob en voz baja, mientras esperamos—, ¿verdad?

Asiento lentamente.

—Creo que sí.

Todo me resulta tan extraño. No puedo por menos de pensar en la persona a la que toda la vida llamé «abuelo». Todo es tan injusto para él. Aunque, sin duda, él lo sabía perfectamente: seguro que era muy consciente cuando tomó la decisión de aceptar a mi madre como hija suya, aunque no lo fuese.

—Se parece usted tanto a mi hija —le confieso.

—¿Tienes una hija?

Asiento.

—Annie. Tiene doce años.

Jacob me coge la mano y me mira a los ojos.

—¿Y tu padre o tu madre? ¿Qué fue lo que tuvo Rose? ¿Un niño o una niña?

Por primera vez reparo en la desgracia de que mi madre haya muerto sin conocer a Jacob y, probablemente, sin saber que existía. Se me parte el corazón cuando pienso que, a su vez, Jacob nunca podrá ver a la hija por la que lo perdió todo.

—Una niña —digo en voz baja—. Josephine.

«La hija de Jacob, a la que había que salvar para que pudiera transmitir el legado». Pienso en el cartel que había delante de la iglesia junto a la I-95 y siento un escalofrío. La verdad siempre había estado allí.

—Josephine —repite Jacob lentamente.

—Murió hace dos años —añado al cabo de un momento—. De cáncer de mama. Lo siento.

Jacob emite un sonido como el de un animal herido y se encorva un poco, como si algo invisible le hubiese pegado un puñetazo en las tripas.

—¡Vaya por Dios! —murmura al cabo de un momento y se vuelve a enderezar—. ¡Cuánto lo lamento por ti!

Se me llenan los ojos de lágrimas.

—Y yo lo lamento por usted —digo—. No sé cómo decirle cuánto lo lamento.

Los setenta años perdidos, que nunca llegara a conocer a su hija y que —hasta ahora— ni siquiera hubiese sabido que había nacido.

Gavin aparca y se apea de un salto. Intercambiamos miradas, mientras ayudamos a Jacob a subir al asiento trasero. Me siento al lado de Gavin y, después de mirar por los espejos retrovisores, se aleja rápidamente del bordillo.

—Vamos a llevarlo al cabo Cod lo antes posible, señor —dice Gavin, observando por el retrovisor a Jacob, que levanta la vista para mirarlo.

—Gracias, joven —dice Jacob—. Y tú ¿quién vienes a ser?

Entonces echo a reír, aliviando la tensión, al darme cuenta de que ni siquiera le he presentado a Gavin. Lo hago rápidamente y le explico que fue quien puso en marcha todo aquello y me ayudó a dar con él hoy.

—Gracias por todo, Gavin —dice Jacob cuando acabo de explicárselo—. ¿Eres el marido de Hope?

Gavin y yo nos miramos, incómodos y me doy cuenta de que me ruborizo.

—Ejem, pues no, señor —digo—. Solo somos buenos amigos.

Echo un vistazo a Gavin, que mira fijamente hacia delante, concentrado en la carretera.

Viajamos en silencio hasta que acabamos de subir por la West Side Highway, atravesamos el norte de Harlem por la I-95, cruzamos el puente y llegamos a la zona continental.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señor Levy? —digo, volviéndome.

—Por favor, llámame Jacob —dice— o, desde luego, también me puedes llamar abuelo, aunque supongo que es demasiado pronto para eso.

Trago saliva. Me da pena por el hombre al que toda la vida llamé abuelo. Ojalá hubiese sabido la verdad antes de que muriera. Ojalá hubiese podido darle las gracias por todo lo que hizo para salvar a mi abuela y a mi madre. Ojalá hubiese sabido antes todo lo que —probablemente— él había perdido.

—Jacob —le digo al cabo de un momento—. ¿Qué sucedió en Francia durante la guerra? Mi abuela nunca ha hablado de eso y hasta hace unas semanas ni siquiera sabíamos que era judía.

Jacob parece sorprendido.

—¿Cómo puede ser? ¿Qué creíais?

—Cuando llegó de Francia —le digo—, vino con el nombre de Rose Durand y durante toda mi vida ha ido a una iglesia católica.


Mon Dieu
—murmura Jacob.

—Nunca supe nada de lo que ocurrió en el Holocausto —prosigo—, ni de su familia ni de ti. Lo mantuvo todo en secreto hasta hace pocas semanas, cuando me dio una lista de nombres y me pidió que fuera a París.

Le hago un resumen de mi viaje a París, de mi encuentro con Alain y de que él vino conmigo. Sus ojos se encienden.

—¿Está aquí Alain? —pregunta—. ¿En Estados Unidos?

Asiento.

—Es probable que esté con mi abuela en este momento. —Se me ocurre que tengo que llamarlos, a él y a Annie, para contarles que hemos encontrado a Jacob, pero ahora mismo estoy desesperada por conocer su historia—. Por favor, ¿nos puedes contar lo que ocurrió? Hay tantas cosas que no sé.

Jacob asiente con la cabeza, pero, en lugar de hablar, se pone a mirar por la ventanilla. Permanece en silencio un buen rato y yo sigo retorcida en el asiento, mirándolo fijamente. Gavin me echa un vistazo.

—¿Estás bien? —me pregunta en voz baja.

Asiento y le sonrío y después vuelvo a concentrar mi atención en el asiento trasero.

—¿Jacob? —digo con suavidad.

Parece salir bruscamente de un trance.

—Ah, sí, perdona; es que estoy abrumado. —Carraspea—. ¿Qué es lo que quieres saber, Hope, querida?

Me mira con tanto cariño que me lleno de tristeza y de felicidad al mismo tiempo.

—Todo —murmuro.

De modo que Jacob empieza a contar su historia. Nos cuenta que conoció a mi abuela y a Alain en los Jardines de Luxemburgo el día de Nochebuena de 1940 y que desde el primer momento supo que mi abuela era el amor de su vida. Nos dice que participó en la resistencia desde muy pronto, porque su padre también estaba en ella y porque creía que los judíos tenían que empezar a salvarse por sí mismos. Nos cuenta que él y mi abuela hablaban de un futuro juntos en Estados Unidos, donde estarían a salvo y serían libres, donde no se perseguía a nadie por su religión.

—Parecía un lugar de ensueño —dice, mirando por la ventanilla—. Ya sé que ahora, en el mundo actual, los jóvenes dan la libertad por descontado. Todas las cosas que tenéis, todas las libertades de las que gozáis, están presentes desde vuestro nacimiento. En cambio, durante la Segunda Guerra Mundial, no teníamos derechos. Bajo la ocupación alemana, a los judíos nos consideraban lo peor de lo peor, indeseables para los alemanes y también para muchos franceses. Rose y yo soñábamos con vivir en un lugar donde eso no ocurriera jamás y, para nosotros, ese lugar era Estados Unidos. Estados Unidos era el sueño. Hicimos planes para venir juntos y formar una familia.

»Pero entonces llegó aquella noche espantosa. La familia de Rose no quería creernos, se negaban a creer lo de la redada. Insistí en que viniera conmigo, en que debía mantener a salvo a nuestro hijo. Ella estaba embarazada de dos meses y medio. El médico lo había confirmado. Ella sabía entonces, igual que yo, que lo más importante era salvar a nuestro hijo, nuestro futuro, y por eso Rose tomó la decisión más difícil de todas, aunque, a decir verdad, no podía hacer otra cosa: esconderse.

Siento que me estremezco, porque, entre las palabras de Jacob, el tono francés de su voz y la emoción de la historia, casi la veo representarse ante mis ojos, como si fuera una película.

—¿En la Gran Mezquita de París?

Jacob parece sorprendido.

—Ya veo que te has informado bien. —Espera un momento—. Fue idea de mi amigo Jean Michel, que trabajaba conmigo en la resistencia. Él ya había ayudado a varios niños huérfanos a huir a través de la mezquita, después de que hubiesen deportado a sus padres. Sabía que los musulmanes estaban salvando judíos, aunque sobre todo se ocupaban de los niños, pero Rose estaba embarazada y ella misma era bastante joven, de modo que, cuando Jean Michel habló con los jefes y les pidió que la ayudaran, ellos accedieron.

»El plan consistía en llevarla a la mezquita, donde la esconderían como musulmana durante un tiempo, tal vez unas cuantas semanas o un mes, hasta que fuera seguro sacarla de París. Entonces la llevarían clandestinamente, con dinero que entregué a Jean Michel, a Lyon, donde l’Amitié Chrétienne, la Amistad Cristiana, le proporcionaría documentación falsa y la enviaría más al sur, posiblemente a un grupo llamado Oeuvre de Secours aux Enfants, la Obra para la salvación de la infancia. Aunque se encargaba, sobre todo, de ayudar a niños judíos a llegar a países neutrales, sabíamos que probablemente aceptarían a Rose y la ayudarían, porque solo tenía diecisiete años y estaba embarazada. Después de eso, no sé lo que ocurrió ni cómo escapó. ¿Sabéis cómo salió?

—No —le digo—, pero creo que conoció a mi abuelo cuando él estaba en el ejército, en Europa. Me parece que él la trajo a Estados Unidos.

Jacob parece dolido.

—Se casó con otro —dice en voz baja y carraspea—. Bueno, supongo que, a esas alturas, me habrá dado por muerto. Le dije que, pasara lo que pasase, tenía que sobrevivir y proteger al bebé. —Hace una pausa y pregunta—: ¿Es un buen hombre, el hombre con el que se casó?

—Era un hombre estupendo —le digo con suavidad—. Murió hace tiempo.

Jacob asiente y baja la vista.

—Lo siento mucho.

—¿Y qué te sucedió a ti? —pregunto, después de una larga pausa.

Jacob se queda un buen rato mirando por la ventanilla.

—Regresé a buscar a la familia de Rose. Ella me pidió que lo hiciera, aunque, a decir verdad, yo habría ido de todos modos. Soñaba con que algún día pudiéramos estar todos juntos, sin la sombra de los nazis. Pensaba que podría salvarlos, Hope. Era joven e ingenuo.

»Llegué en plena noche. Todos los niños dormían. Llamé con suavidad a la puerta y abrió el padre de Rose. Me echó un vistazo y se dio cuenta.

»—Ya se ha marchado, ¿verdad? —me preguntó.

»Le dije que sí, que la había llevado a un lugar seguro. Puso cara de que yo lo había defraudado. Todavía recuerdo su rostro cuando me dijo:

»—Eres idiota, Jacob. Si la has conducido a la muerte, no te lo perdonaré jamás.

»Durante la hora siguiente, traté de explicarle lo que sabía, pero fue en vano. Le hablé de la redada que empezaría al cabo de unas horas. Le dije que el periódico de
l’Université Libre
había informado que alrededor de treinta mil judíos residentes en París habían sido entregados a los alemanes algunas semanas antes. Le avisé de las advertencias de los comunistas judíos, que hablaban de los exterminios, y le dije que teníamos que evitar a toda costa que nos capturaran.

»Movió la cabeza de un lado a otro y volvió a decirme que era un idiota. Aunque los rumores fuesen ciertos, dijo, solo se llevarían a los hombres y, probablemente, solo a los inmigrantes. Por eso, su familia no corría peligro, dijo. Según lo que había oído, le respondí, en aquella ocasión no solo se llevaban a los hombres ni solo a los inmigrantes. Además, como la madre de Rose había nacido en Polonia, en algunas instancias podrían considerar también no franceses a sus hijos. No podíamos correr ese riesgo. Pero él no quiso escucharme.

Jacob suspira y hace una pausa en su relato. Miro a Gavin y, cuando él me echa un vistazo, veo que tiene el rostro pálido y triste y lágrimas en los ojos. Antes de ponerme a pensar en lo que hago, alargo la mano y le cojo la derecha, que tiene apoyada en el muslo. Por un instante parece sorprendido, pero después sonríe, entrelaza los dedos con los míos y me los aprieta con suavidad. Parpadeo unas cuantas veces y me vuelvo otra vez hacia el asiento trasero.

—No podías hacer nada más —le digo—. Seguro que mi abuela sabía que lo intentarías y eso hiciste.

—Lo intenté —coincide Jacob—, pero no lo suficiente. Estaba convencido de que habría redadas, pero no estaba tan seguro de poder persuadir al padre de Rose. Es que yo tenía dieciocho años. No era más que un crío y en aquella época un crío no podía convencer a un hombre mayor para que viera su punto de vista. Pienso a menudo que, si me hubiese esforzado más, habría podido salvarlos a todos, pero, a decir verdad, también cabía la posibilidad de que los rumores fueran infundados y por eso no hablé con suficiente convicción. Nunca me perdonaré por no haberme esforzado más.

—No es tu culpa —murmuro.

Jacob mueve la cabeza de un lado a otro y mira hacia abajo.

—Es que lo es, Hope, querida. Dije a Rose que los mantendría a salvo, pero no lo hice.

Se le ahoga la voz y se vuelve a mirar otra vez por la ventanilla.

»Eran otros tiempos —continúa Jacob después de un buen rato—, pero yo tenía la responsabilidad de hacer más. —Lanza un suspiro largo y profundo y continúa con la narración—: Cuando me marché de la casa de Rose, fui a la mía. Allí encontré a mis padres y a mi hermana pequeña, que solo tenía doce años. Mi padre sabía, igual que yo, la que se nos venía encima y por eso estaba preparado. Fuimos al restaurante de un amigo, en el barrio latino, cuyo propietario aceptó escondernos en el sótano. Podría haber llevado allí también a Rose, pero era demasiado arriesgado. No tardaría en notarse su estado y yo sabía que, si la capturaban, la enviarían directamente a la muerte. Por eso tenía que sacarla de Francia y conseguir que llegara a algún lugar seguro donde los alemanes no pudieran encontrarla.

»Mi padre y yo coincidíamos también en que la mejor solución para nuestra familia era esperar ocultos a que pasara la redada y después seguir adelante con nuestras vidas, manteniéndonos siempre atentos para saber cuándo vendrían los alemanes. Pasamos esa noche y buena parte del día siguiente y el día después escondidos en una habitación estrecha en el sótano del restaurante, preguntándonos si nos descubrirían. Al final del tercer día, salimos, hambrientos y agotados, convencidos de que lo peor había pasado.

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