La tercera semana de noviembre, Gavin me invita a cenar y a ir al cine con él y, aunque le digo que no, unos días después nos invita a Annie, Alain y a mí a ir a la casa de su familia, cerca de Boston, para el día de Acción de Gracias. Aquel día echo de menos a Mamie más de lo habitual y, como la cuestión de la panadería me ha puesto los nervios de punta, exploto con él, sin querer.
—Oye, te agradezco todo lo que has hecho por mí y por mi familia —le digo y se me hace un nudo en el estómago—, pero no puedo hacerle esto a Annie.
Parece perplejo y dolido.
—¿Hacerle qué?
—Arriesgarme con alguien como tú.
Se me queda mirando fijamente.
—¿Alguien como yo?
Me siento fatal, pero, así como Mamie había antepuesto la vida de su hija y descuidado lo que ella necesitaba, sé que tengo que hacer lo mismo. Se lo debo a mi hija.
—Eres fantástico, Gavin —trato de explicarle—, pero Annie ha perdido demasiado últimamente y ahora necesita estabilidad, no alguien más que pueda desaparecer de su vida.
—No pienso desaparecer, Hope.
Miro al suelo.
—Pero no me puedes prometer hoy que estarás aquí para siempre, ¿verdad? —pregunto y, como no responde, continúo—: Claro que no puedes y yo jamás te lo pediría, pero no voy a permitir que nadie entre en mi vida si existe siquiera la posibilidad de que le haga daño a mi hija.
—Yo jamás… —empieza.
—Lo siento —digo con firmeza y me detesto.
Observo que aprieta la mandíbula.
—Está bien —dice y se marcha sin decir ni una palabra más.
—Perdón —murmuro, mucho después de que se haya marchado.
Este año, la Janucá coincide con Navidad y Alain decide quedarse para que podamos celebrar las fiestas juntos. Annie pasa las dos primeras semanas de diciembre con Rob, pero la tengo conmigo la segunda quincena, mientras Rob y su novia van a las Bahamas. De ese modo, Alain puede enseñarle a Annie las tradiciones de la festividad judía e intercambiamos regalos y encendemos las velas de la menorá, como debió de hacer Mamie hace setenta años, cuando creía que la aguardaba una vida de felicidad con Jacob. La tristeza de su muerte perdura —es una niebla que nos envuelve—, aunque algunos días me pregunto si no será que lloramos por su vida, en lugar de por su muerte, porque murió con una sonrisa en los labios y no tardó en reunirse con ella la única persona que podía completar el rompecabezas que nunca supimos que trataba de armar.
Ha pasado más de un mes desde la última vez que hablé con Gavin.
«Mejor así —me digo a mí misma—. Annie y yo nos estamos llevando mejor otra vez y empieza a confiar en mí. No puedo meter a un hombre en esta combinación. Por ahora no. Quiero que sepa que ella siempre será lo primero».
Alain trata de hablar de esta cuestión conmigo el último día de Janucá, la víspera de su regreso a París, pero no lo entiende.
—Gavin te quiere —me dice Alain—. Te ha ayudado a encontrarme a mí y a Jacob. Ha sido amable con tu hija. No tenía ninguna obligación.
—Ya lo sé —respondo—. Es un hombre fantástico, pero estamos bien sin él.
—De acuerdo, pero ¿es que tú quieres estar sin él? —pregunta Alain y me mira con detenimiento, de una forma que me indica que ya sabe la respuesta.
Me encojo de hombros.
—No necesito a nadie. Nunca he necesitado a nadie.
—Siempre necesitamos que nos quieran —dice Alain.
—Tengo a Annie —respondo.
—Y a mí —dice con una sonrisa.
Le sonrío a mi vez.
—Ya lo sé.
—¿No crees en el amor? —pregunta después de un buen rato—. ¿Acaso no lo has visto con toda claridad entre tu abuela y Jacob?
Me encojo de hombros por toda respuesta.
La verdad —que no puedo explicarle a Alain— es que ahora creo en el amor, en la clase de amor que puede existir entre un hombre y una mujer. Tengo que agradecérselo a Mamie, porque es una lección que no esperaba aprender. Supongo que, en ese sentido, soy digna hija de mi madre.
Sin embargo, tengo el corazón recubierto de hielo, como el comedero para pájaros que se nos ha congelado en el porche de atrás. Que el amor exista no significa que yo sea capaz de sentirlo. Algunas veces me pregunto, en la oscuridad de la noche, si puedo querer incluso a Annie de la forma adecuada o si habré heredado para siempre la frialdad de mi madre. Annie es mi hija y sé que daría la vida por ella sin pensármelo o que renunciaría a lo que fuera de mi vida para que la suya fuera mejor, pero ¿es eso amor? No tengo manera de saberlo. Y, si ni siquiera tengo la seguridad de ser capaz de querer a mi hija adecuadamente, ¿cómo voy a creer que puedo amar a otra persona?
Además, me da la impresión de que Mamie se aferró a su amor por Jacob como si fuera una cuerda que pudiera salvarla de morir ahogada, pero, con los años, la cuerda que la salvó empezó a apretarla cada vez más, a medida que pasaba el tiempo. Me temo que en eso puede llegar a convertirse el amor, si lo dejamos.
Gavin tenía razón: hay capas y más capas de defensas en torno a mi corazón y no sé cómo alguien podría atravesarlas. Ya no creo que quede nadie dispuesto a intentarlo. Bastó una sola conversación para disuadir a Gavin, que desapareció del todo, lo cual me demostró que nunca había tenido demasiado interés. ¡Qué tonta fui cuando pensé que era diferente! ¡Qué absurdo es que esto me parta el corazón!
El 30 de diciembre, el día después de la partida de Alain de vuelta a París, Annie se presenta en la puerta de la panadería a las dos de la tarde, cuando yo suponía que estaba en casa con su amiga Donna, cuya madre había aceptado que las niñas tenían edad suficiente para dejarlas solas unas cuantas horas.
—¿Pasa algo? —pregunto al instante—. ¿Dónde está Donna?
—Se ha ido a su casa —dice Annie sonriendo—. Has recibido una llamada.
—¿De quién?
—Del señor Evans —dice, refiriéndose al único abogado del pueblo especializado en sucesiones—. Mamie dejó un testamento.
Muevo la cabeza de un lado a otro.
—No, no puede ser. Ya nos habríamos enterado. Mamie murió hace un mes.
Annie inclina la cabeza a un lado.
—Conque piensas que miento.
Abro la boca para responder, pero ella prosigue:
—Dijo que, o sea, Mamie le pidió que no te llamara hasta el 30 de diciembre, porque hay una carta que ella no quería que recibieras hasta la víspera de Año Nuevo.
Me la quedo mirando fijamente.
—Me estás tomando el pelo.
Annie se encoge de hombros.
—Eso es lo que ha dicho el señor Evans. Si no me crees, llámalo tú.
De modo que telefoneo a Thom Evans, uno de los numerosos hombres del pueblo que había salido y dejado de salir con mi madre cuando yo era pequeña. Con aquel tono suyo acartonado y escrupuloso, me dice que, efectivamente, hay un testamento y que, efectivamente, hay una carta y que puedo pasar al día siguiente, en cualquier momento, a recogerlos, aunque sea sábado y, por si fuera poco, festivo.
—La ley nunca duerme —me dice.
Casi se me escapa una carcajada, porque todo el pueblo sabe que, si alguien pasa por el despacho de Thom Evans, es tan probable encontrarlo sentado ante su escritorio sin conocimiento y con una botella de
whisky
en la mano como trabajando de verdad.
La tarde siguiente cierro temprano la panadería y me dirijo al despacho de Thom, situado a pocas manzanas por Main Street. Brilla el sol con intensidad, aunque sé que dentro de pocas horas desaparecerá en el mar por última vez este año. Annie se queda a pasar la noche con su padre, que ha aceptado llevarla a ella, a Donna y a dos amigas más a la gran fiesta de Nochevieja que se celebra en Chatham. Yo pienso pasar la velada sola en la playa, aunque necesitaré varias capas de lana gruesa para resistir el viento frío de la bahía. Últimamente he estado pensando en todas las noches que Mamie pasaba escudriñando el cielo y me parece bien despedir el año haciendo lo mismo, desde el lugar donde se tiene la visión más clara.
Me quito el abrigo y el sombrero y asomo la cabeza en el despacho de Thom, donde parece haberse quedado dormido delante del escritorio, aunque no hay ninguna botella de alcohol a la vista. Espero antes de llamar. Debe de tener casi setenta años. Sé que acabó el instituto el mismo año que mi madre y, por un momento, verlo me recuerda el pasado y anhelo verla a ella.
Llamo con suavidad a la puerta y se despierta al instante, revuelve unos papeles y carraspea, aparentemente para simular que no estaba durmiendo.
—¡Hope! —exclama—. ¡Pasa!
Entro en su oficina y me indica una de las sillas que tiene delante del escritorio. Se pone de pie y busca en su archivador, mientras hablamos de cosas generales, como lo grande que está Annie y lo mucho que le han gustado a su sobrina nieta, Lili, las galletas de jengibre que él compró en mi panadería en Nochebuena, antes de ir a Plymouth, donde viven la hermana de Thom y su familia.
—Me alegro de que tuvieran éxito —digo—. Eran una de las cosas que más le gustaba hacer a mi abuela para Navidades.
Cuando yo tenía la edad de Annie, me tomaba muy en serio mi trabajo como la encargada oficial de escarchar las galletas de jengibre de la panadería y vestía las pequeñas figuras con sombreros y guantes de azúcar y a veces hasta con el traje de Papá Noel.
—Lo recuerdo —dice Thom, sonriéndome. Por fin extrae una carpeta del archivador y regresa a sentarse ante su escritorio—. Lili me ha dicho que te haga un pedido para el año que viene. Quiere saber si puedes hacer a los hombres de jengibre con patines de hielo.
Echo a reír.
—¿Ahora le ha dado por el patinaje sobre hielo?
—A lo largo del último año, ha estado obsesionada con montar a caballo, el
ballet
y, ahora, con el patinaje sobre hielo —dice—. ¿Quién sabe lo que querrá el año que viene a estas alturas?
Sonrío y le explico con delicadeza:
—Lo malo es que, probablemente, la panadería no esté abierta las próximas Navidades.
Thom me mira y enarca una ceja.
—¿Cómo es eso?
Asiento con la cabeza y miro el suelo.
—El banco me exige la devolución inmediata del préstamo y no dispongo del dinero. Han sido unos años difíciles, entre la economía y todo lo demás.
Thom no dice nada durante un momento. Se pone las gafas y estudia uno de los papeles que ha sacado de la carpeta.
—Si esto fuera
Qué bello es vivir
, ahora vendría la parte en la que te anuncio que todos los habitantes del pueblo echarán una mano para contribuir a salvar la panadería.
Suelto una carcajada.
—Exacto. Y Annie correría por ahí diciéndole a todo el mundo que cada vez que suena una campanilla un ángel consigue sus alas.
Es mi película preferida y Annie y yo la vimos en Nochebuena, con Alain, precisamente la semana pasada.
—¿Quieres de verdad salvar la panadería? —pregunta Thom al cabo de un momento—. Si pudieras elegir, ¿preferirías dedicarte a otra cosa?
Me lo pienso un minuto.
—No. Sí que quiero salvarla. No sé lo que habría dicho al respecto hace unos meses, pero ahora representa algo diferente para mí. Ya sé que es mi legado. —Río con ironía y vuelvo a pensar en la película—. ¿Dónde están los vecinos generosos cuando los necesitas, verdad?
—Hummm —dice Thom. Sigue estudiando el documento que tiene en la mano un momento más y después alza la vista y me mira, con un atisbo de sonrisa en la comisura de los labios—. ¿Y si te dijera que no necesitas a los vecinos para salvar la panadería?
Lo miro fijamente.
—¿Qué me dices?
—Te lo diré de otra manera —dice—. ¿Cuánto dinero te hace falta para cubrir todos los gastos, sanearla y ponerla en marcha otra vez?
Resoplo y aparto la mirada. Si me lo hubiese preguntado cualquier otra persona, lo habría considerado de mal gusto, pero conozco a Thom desde siempre y sé que no lo hace por entrometido, sino que es su forma de ser.
—Mucho más del que tengo —digo por fin—. Mucho más del que llegaré a tener jamás.
—Ajá. —Thom se pone un par de gafas para leer y mira la hoja, entornando los ojos—. ¿Y te alcanzaría con tres millones y medio?
Se me escapa la tos.
—¿Cómo dices?
—Tres millones y medio —repite con calma y me mira detenidamente por encima del borde superior de las gafas—, ¿resolverían tu problema?
—¡Ostras! Diría que sí —río, nerviosa—. ¿Qué pasa? ¿Es que me has comprado un billete de lotería de Navidad o algo así?
—Pues no —responde—: es la cantidad que tenía Jacob Levy en ahorros y en varias inversiones. El mes pasado, cuando viniste a verme por los arreglos para su funeral, me puse en contacto con su abogado en Nueva York, ¿recuerdas? Su nombre aparecía en sus documentos de propiedad.
—Desde luego —murmuro.
Aunque Jacob no se había vuelto a casar y no tenía ningún familiar, que nosotros supiéramos, me pareció que había que avisar a alguien de su muerte, sobre todo si pensábamos enterrarlo aquí, en el cabo Cod. Gavin me había ayudado a localizar a un abogado que figuraba en algunos de sus viejos documentos.
—Bueno, pues resulta que, en su testamento, Jacob Levy lo deja todo a tu abuela o a sus descendientes directos —prosigue Thom—. Parece que él siempre creyó que ella estaba viva y que la encontraría. Eso es lo que me dijo su abogado.
—Espera, entonces…
No acabo la frase, mientras trato de entender lo que me está diciendo.
—Como tú eres la descendiente directa más próxima de Rose Durand McKenna, de la cual sabemos, claro está, que antes se llamaba Rose Picard —prosigue Thom—, los bienes de Jacob te pertenecen.
—Espera —vuelvo a decir, mientras me esfuerzo por comprender—, ¿me estás diciendo que Jacob tenía tres millones y medio de dólares?
Thom asiente con la cabeza.
—Y ahora te digo que la que tiene tres millones y medio de dólares eres tú, aunque antes habrá que hacer un montón de trámites, desde luego. —Vuelve a consultar los papeles—. Parece que, cuando llegó a Estados Unidos, se fue abriendo camino y pasó de ser ayudante de camarero en la cocina de un hotel a dirigir un hotel y al final fue uno de los inversores en un hotel. Así me lo explicó su abogado. Parece que ya era millonario en 1975 y entonces fundó una institución benéfica a favor de los supervivientes del Holocausto. Convirtió aquel primer hotel en siete propiedades con las que ganó mucho dinero. Vendió sus acciones hace tres años. Parte de su fortuna irá a una anualidad que financiará la institución benéfica y el resto, tres millones y medio, te corresponde a ti.