Modus operandi.
Circulando deprisa con el scooter, Marc analizaba su descubrimiento.
Como punto de partida, la reflexión del doctor Alang: ¿por qué el asesino había practicado veintisiete heridas para sangrar un cuerpo que, después del segundo corte, estaba completamente vacío?
Respuesta: porque la sangre aún no había manado.
Reverdi, después de practicar cada incisión, cerraba inmediatamente la carne con ayuda de la miel hemostática. Abría una herida y la cerraba con el líquido, que se secaba en el acto. Cuando había acabado su obra, liberaba la sangre de una sola vez.
¿Cómo?
Con una llama.
Acercando una vela o un encendedor, licuaba la miel que había pegado la carne. Entonces, las heridas se abrían y la sangre manaba toda a la vez.
Marc tenía la prueba de esta última maniobra. Las señales de quemaduras qué él mismo había visto en las imágenes. Alang suponía que la utilización del fuego tenía como objeto impedir que la sangre se coagulara. Estaba equivocado: el calor servía para fundir la miel.
Esto permitía desentrañar otro misterio: la presencia del azúcar en la sangre. Desde el principio, Alang creía que esa sangre había sido enriquecida con azúcar, mediante alimentos, en el interior del cuerpo. Pero lo que se había producido era lo contrario: el azúcar y la sangre se habían mezclado en el exterior de la carne, al fundirse la miel y disolverse con la hemoglobina que manaba de las heridas.
Marc apretaba el manillar. La carretera se enturbiaba ante sus ojos. Ya tenía todas las respuestas a las preguntas de Reverdi. Comprendía todas las palabras, todas las comas de su lenguaje esotérico.
¿Jalones que «Vuelan y Pululan»?
Heridas cubiertas de miel, «habitadas» simbólicamente por las abejas.
¿Jalones «de Eternidad»?
Cortes que se abrían sobre la muerte, con un tiempo de retraso.
¿No había escrito Reverdi, a modo de indicio: «Solo hay una forma de contemplar la eternidad: retenerla por unos instantes»?
Sí, gracias a la miel, Reverdi retenía la muerte.
Retenía el líquido vital para liberarlo mejor, de una sola vez.
Y transformar a su víctima en una fuente de sangre.
En su habitación, la luz de mediodía se proyectaba sobre las paredes blancas con una violencia insoportable. Corrió las dobles cortinas de un tirón. La penumbra lo calmó. Las telas tostadas solo difundían un halo anaranjado, un color de té. Sacó el ordenador de la cartera, pero en el momento en que lo abría tuvo una alucinación.
En la pared que quedaba frente a la cama vio, como en una pantalla de cine, la escena del asesinato de Linda Kreutz. Se derrumbó sobre la cama y no apartó los ojos de la terrorífica proyección.
La ceremonia de Jacques Reverdi.
Era una cabaña.
Una choza con el techo de palmas y las paredes trenzadas. Al fondo, en la sombra, estaba la chica atada en una silla, desnuda. Se debatía, pero no lograba moverse ni un centímetro ni desplazar la silla, soldada al suelo. También intentaba gritar, pero una mordaza la reducía al silencio. Solo sus cabellos vaporosos se agitaban sin ruido, como un estandarte desesperado.
Marc no habría sabido decir por qué, pero «veía» velas colocadas delante de ella, formando un semicírculo en el suelo. El punto de vista se desplazó lateralmente y Reverdi apareció en el campo visual, desnudo también, sentado con las piernas cruzadas en el suelo, al otro lado de las llamas palpitantes. Parecía en actitud devota, de oración.
De pronto, se levantó de un salto. En su mano derecha se materializó un cuchillo de submarinista que el reflejo de las velas convirtió en un tallo de oro. Apoyó la punta bajo la clavícula derecha de Linda. La piel, comprimida por las ataduras, se abombaba y parecía invitar a la hoja. Él la clavó sin ningún esfuerzo.
Marc contuvo un gemido.
Reverdi mantuvo el arma dentro de la carne y, con la otra mano, acercó un pincel reluciente de miel. Embadurnó el contorno de la herida. Solo entonces tiró muy lentamente del cuchillo, al tiempo que retocaba la obturación aplicando toques azucarados. Cuando observó que la miel se secaba y soldaba los labios de la herida, lo extrajo por completo.
Indiferente a los gritos mudos de la mujer, a sus contorsiones inútiles, pasó a la herida siguiente. Otro Jalón de Eternidad a lo largo del Sendero de Vida. Luego pasó a otra más.
Marc lo veía todo en la pared. La claridad dorada de la cabaña. La sombra vacilante del asesino sobre las paredes trenzadas. Los dos cuerpos desnudos, chorreando de sudor, uno frente a otro en una sutil mezcla de sensualidad y religiosidad.
Marc ya no sabía si estaba dormido o despierto. No tenía conciencia del tiempo. De repente, se percató de que el cuerpo estaba preparado. Cubierto de incisiones, brillante de miel, pero sin una sola gota de hemoglobina. A punto de reventar, en todos los sentidos del término.
Lentamente, Reverdi dejó el arma y el pincel y cogió una de las velas. Con precisión y destreza, acarició las heridas una a una con la llama, haciendo que la miel se fundiera. En todas se formaban unas burbujas de oro en la superficie del corte y luego, al cabo de un segundo, la carne se entreabría y brotaba la sangre. Todo eso sucedía tan deprisa que él asesino parecía tener en la mano un rayo, un zigzag de luz.
Entonces, a la manera de un dique que se rompe como consecuencia de la fuerza de una crecida, el cuerpo de Linda Kreutz se abrió. La joven alemana abrió desmesuradamente los ojos al ver derramarse su propia sangre. Su piel bronceada estaba convirtiéndose en el territorio de una inundación alucinante. Nervaduras, arroyos, ríos… El jugo fluía, el cuerpo entero se oscurecía, se derramaba sobre las tablas del suelo, transformando la choza en una terrorífica caja de Pandora.
Marc fue corriendo al cuarto de baño. Vomitó su miedo, su asco, la fuerza de su visión. Vomitó su proximidad con el asesino. Vomitó al asesino, que ahora lo habitaba. Los espasmos lo levantaban del suelo. Se ahogaba, se asfixiaba, se moría…
Cayó de rodillas y apoyó la cara, de lado, en la taza del váter. El frescor de la loza le resultó infinitamente benéfico. Pero su rostro seguía ardiendo. Los vasos sanguíneos de sus sienes, que habían reventado, le producían un hormigueo en la superficie de la piel. Sin cambiar de posición, alargó un brazo hacia el lavabo y encontró a tientas el grifo. Hizo correr el agua y dejó la mano bajo el chorro.
Transcurrieron así largos minutos, durante los cuales el frío se extendió poco a poco por su organismo. Finalmente consiguió levantarse. Se mojó la cara y volvió a la habitación. El calor le pareció insoportable. Encendió el aire acondicionado y el ventilador mecánico, y en ese momento vio, a través de las cortinas, que era de noche.
Su delirio había durado toda la tarde.
Decidió darse una ducha.
Para recuperarse del todo.
Media hora más tarde, Marc estaba tendido en la cama, lavado, peinado… y con la mente despejada. O casi. Las ocho de la tarde. Si hubiera sido razonable, habría salido a comer algo, un buen plato de arroz, por ejemplo. Pero precisamente la idea de ingerir algo despertó su dolor de estómago. No, tenía una cosa mejor que hacer. Ahora debía escribir.
Al monstruo.
Al verdugo.
Encendió el ordenador, conectó el módem y se instaló en la cama. Había que desarrollar las conclusiones de Élisabeth con todo detalle. Lo había logrado, había comprendido lo ocurrido. A cambio, su «amado» debía darle más indicios.
Marc no debía dejar escapar al asesino.
Por eso decidió ir hasta el fondo.
Asunto: ANGKOR Enviado: jueves 29 de mayo, 20 horas.
Amor mío:
Estuve a punto de perderte y creí volverme loca. Volviste a mí y se diría que una luz me llena de nuevo, me inunda de felicidad.
Pero tu ausencia tuvo una virtud. Creó en mí un desgarramiento que barrió las últimas escorias de mi mente y me permitió ver en el fondo de mi alma. Cuando creí que me habías abandonado, estaba desnuda, perdida, como ajena a mí misma. Entonces supe que el sentido de mi vida era seguirte… hasta el final.
Ahora sé que esta búsqueda es el viaje inesperado que dará sentido a mi vida. Una búsqueda que me enriquece, me exalta, me purifica y teje entre nosotros un vínculo único.
Amor mío, me has dado otra oportunidad y yo la he aprovechado. He cumplido tu orden. He seguido tu indicación.
He encontrado el fresco de Angkor. He hablado con el Señor de Oro, el apicultor que controla la cría de las abejas y la fabricación de la miel que utilizas.
Finalmente, he encontrado el camino. He descifrado el significado de los Jalones de Eternidad…
Marc estuvo más de una hora escribiendo en ese mismo tono apasionado. Dio todos los detalles de su búsqueda, mencionando incluso su visita al
Cambodge Soir
y su encuentro con la princesa Vanasi. No quería ocultar nada. Sabía que Reverdi imaginaría a la bella Élisabeth —con el aspecto de Jadiya—, recorriendo las calles de Phnom Penh, la explanada del Palacio Real, las ruinas de Angkor Thom…
Después contó lo que imaginaba: los cortes siguiendo las venas, cicatrizados con ayuda de la miel, abiertos con la llama.
Cuando hubo terminado su largo mensaje, lo mandó sin releerlo. No quería retocar nada, quería conservar su espontaneidad. Le asombraba más que nunca su capacidad para meterse en la piel de Élisabeth. Ese tono apasionado, esa admiración amorosa le salían de modo natural. Y prefería no ahondar demasiado en sí mismo para averiguar de dónde sacaba esas palabras tumultuosas.
Pero había algo peor: la crisis alucinatoria que había sufrido por la tarde. Durante unas horas había sido Reverdi.
Su perfil se volvía cada vez más confuso. Cincuenta por ciento Élisabeth. Cincuenta por ciento Reverdi. ¿Dónde estaba el verdadero Marc?
Las tres de la madrugada.
Aún no se había dormido. En la oscuridad, con las manos cruzadas detrás de la nuca, observaba el ventilador, que giraba incansablemente. Recordaba las palabras del apicultor: «Las palas giran tan deprisa que no es posible distinguirlas. El cerebro humano, igual. Nuestros pensamientos van demasiado deprisa. Imposible desenredarlos».
Para distraerse, intentó aislar mentalmente una parte de la hélice. Si lo conseguía, quizá se le ocurriera una idea nueva. El viejo había dicho: «Transformar el pensamiento en objeto fijo».
De pronto se incorporó: acababa de pensar algo evidente. Debía hacer partícipe al mundo de los resultados de su investigación. No podía guardarse una cosa así para él.
Un libro.
Debía escribir un libro.
Un documento en el que contaría su aventura. Un testimonio único sobre su descenso a los infiernos. Tenía que difundir su experiencia, revelar a los demás el secreto que estaba descubriendo. Estaba aislando, cual un investigador científico, un virus maligno. Era un hito en la historia del conocimiento humano.
En ese instante se le heló la sangre. En realidad, no podría publicar nada. Ni siquiera después de la ejecución de Reverdi. Por una razón elemental: sería acusado inmediatamente de «ocultación de pruebas» y «obstrucción a la justicia». Verían que había indagado por su cuenta, con toda discreción, que había conseguido obtener informaciones esenciales, pero que había seguido el proceso sin mover un dedo, sin ofrecer la menor colaboración.
Condenarían sus métodos abyectos: su impostura, sus mentiras. Y su indiferencia hacia las familias de las víctimas. No le había pasado ni una sola vez por la mente proporcionar a los padres información sobre la desaparición de sus hijas.
Un periodista despreciable, un cabrón cínico que merecía un castigo: esas eran las distinciones que recibiría.
Sin contar con que ya había sido condenado en dos ocasiones, en 1996 y en 1997, por «acoso», «violación de la intimidad» y «robo con fractura». Se había librado por los pelos de ir a la trena. Esta vez le caería una pena de prisión.
Intentó relajarse, aceptar esa decepción. Se concentró de nuevo en el ventilador y trató otra vez de detener el movimiento y de visualizar una de las palas. A medida que su atención se centraba, notaba que otra idea iba aflorando en su mente. Un pensamiento todavía confuso, pero que podía sacarlo del túnel.
De pronto, supo de qué se trataba.
Una novela.
Debía escribir una obra de ficción donde contaría la verdad sin que nadie lo supiera. Le bastaría apartarse de los hechos oficiales, revelados por los medios de comunicación, y todo el mundo creería en una historia imaginaria. Sí. Iba a escribir una novela que sonaría rabiosamente a «auténtico» porque todo, o casi todo, sería verdad.
Una ola se formó dentro de él. Algo oculto, enterrado en su corazón desde hacía años. Sus sueños frustrados de novelista. Sus esperanzas reprimidas de escritor. ¿Cuántos años hacía que había renunciado a escribir una obra literaria? ¿Cuánto tiempo llevaba ese proyecto arrumbado en el fárrago de sus desilusiones?
Pero ahora estaba decidido.
Su historia iba a convertirse en un thriller implacable.
Un thriller escrito desde el interior.
Al dictado de un asesino.
Jacques Reverdi contemplaba el cuerpo de Hajjah Elahe Tengku Noumah, miembro de la familia real del sultanato de Perak.
El chico acababa de ser encontrado muerto en su celda.
A las tres de la madrugada, durante una ronda.
Habían llevado a dos «voluntarios» para transportar el cadáver. Reverdi formaba parte del equipo. Lo habían instalado en el consultorio de la enfermería, en espera de que fuera trasladado al depósito de cadáveres del Hospital Central. El doctor Gupta, medio dormido, había pedido a Jacques que velara el cuerpo y después había ido a acostarse.
Las primeras constataciones hacían pensar en un suicidio. El joven aristócrata se había colgado en su celda, con el cable del televisor. Colgado: Reverdi estaba de acuerdo en eso. Pero desde luego no por voluntad propia. Habían encontrado al chico arrodillado en el suelo, con las vértebras cervicales rotas y el cable atado a las tuberías del lavabo.
¿Quién se colgaba de rodillas, contando únicamente con la fuerza de su voluntad?
Un hombre como Jacques tal vez, pero no un chaval como Hajjah, hijo de una familia rica, cuyo más mínimo esfuerzo había sido ahogado en la gelatina del dinero. Nada más quedarse a solas con el cuerpo, Reverdi había palpado sus miembros inferiores. Las articulaciones de las piernas estaban flojas…, rotas. Resultaba fácil imaginar la escena. Los filipinos, pagados por los chinos y con la complacencia de Raman, habían sorprendido a Hajjah en su celda. Lo habían amordazado y le habían atado al cuello el cable del televisor, sujeto a las tuberías. Después, manteniéndolo en posición horizontal, habían tirado con todas sus fuerzas de sus piernas hasta partirle las vértebras.