Marc se hizo a sí mismo entrar en razón. El monstruo estaba entre rejas. Al cabo de unos meses, sería ejecutado. Hasta entonces, Marc debía jugar con tiento y arrancarle su secreto.
Al cruzar la puerta de la oficina de correos, se sentía de nuevo ligero. Cuando deslizó la carta por debajo del cristal y dijo «urgente», incluso lo invadió una especie de embriaguez. Estaba sobrepasando otro límite. Sometiéndose a otra presión, exponiéndose a otros riesgos.
—¿Ha dicho algo? —preguntó la empleada.
Marc negó con la cabeza, pero sus labios lo habían traicionado. Al pensar en su inmersión, había murmurado: «Cuidado con el riesgo de síncope».
Miércoles 2 de abril de 2003, comedor de la prisión de Kanara.
Desde hacía dos semanas, veían imágenes televisadas, nocturnas, abstractas, de la nueva guerra del Golfo. Pétalos de luz. Ramilletes de azufre. Regueros de fuego sobre un fondo de noche verdusca. Con comentarios proiraquíes que se limitaban a la solidaridad natural entre musulmanes. En la cárcel, esos acontecimientos adquirían una importancia lejana y vaga. No interesaban a nadie.
Pero esa noche era diferente.
Las imágenes difundidas resultaban mucho más cercanas.
Y angustiosas.
Un hombre con una mascarilla cubriéndole la cara, guantes de látex en las manos y una bolsa de basura a modo de traje de faena, limpiaba con aplicación el vestíbulo de un edificio. El comentario precisaba que se trataba de un complejo residencial de Kowloon, en la parte continental de Hong Kong, donde más de doscientas cincuenta familias habían sido puestas en cuarentena.
En el comedor, todos los presos miraban la pantalla en silencio, como si contemplaran los primeros indicios del fin del mundo. De pie al fondo de la sala, Jacques Reverdi observaba también esa escena, preguntándose por enésima vez qué provecho podría obtener del síndrome respiratorio agudo severo, comúnmente conocido como SRAS. Su instinto guerrero le decía que, en ese contexto, había algo que sacar. Pero ¿qué?
Desde hacía unos dos meses se hablaba de la enfermedad. Los chinos habían empezado a decir que Hong Kong y la provincia de Guangdong, en el sur, en China meridional, estaban afectadas por una epidemia de gripe mortal. Poco a poco se había sabido que esa gripe era una neumonía inusual, «atípica», decían los periódicos. En el mes de marzo, la noticia fue oficial: una neumonía de naturaleza desconocida y muy virulenta se propagaba por Hong Kong y Cantón provocando cientos de muertes. La enfermedad se estaba extendiendo también por el Sudeste Asiático. Mencionaban casos mortales en los países fronterizos, en la capital de Vietnam, Hanoi, y en Singapur.
El pánico no había tardado en extenderse en la cárcel. Primero pusieron en cuarentena a los chinos. Nadie quería acercarse a ellos, como si ya estuvieran afectados por el virus. Después, unos presos mostraron signos de la enfermedad: fiebre, sudores, tos… Eran síntomas psicológicos, pero las mascarillas se cotizaban ya a precio de oro, así como los medicamentos chinos tradicionales, amuletos, vinagre…
Y las noticias, cada vez más alarmantes, seguían llegando: la alarma mundial había sonado. Describían la enfermedad como una afección fulminante. Mataba en unos días, sin posibilidad de tratamiento. Y bastaba una ínfima parcela de saliva o de sudor contaminado para contraerla.
Reverdi se negaba a preocuparse. Durante sus viajes había visto otras epidemias. Se había encontrado con la lepra, la peste e innumerables afecciones contagiosas. Por lo demás, él ya estaba condenado. Pero tenía que reconocer que las noticias no eran muy alentadoras. Incluso estaba sorprendido de que las autoridades penitenciarias dejaran filtrar tales informaciones. Nadie ponía en duda una cosa: si el SRAS penetraba en la prisión, en unas semanas caerían todos. Kanara se transformaría en una monstruosa burbuja de muerte.
El programa televisivo dio paso a la guerra de Irak, pero nadie escuchaba ya. El murmullo se elevaba en el comedor. Unas voces preguntaban por qué los presos que limpiaban la cárcel no llevaban ninguna protección. Otras hablaban de una petición para que trasladaran a los chinos a otro edificio. Los propios chinos, relegados a un rincón, empezaban a vociferar. Todo aquello apestaba a trifulca inminente.
Reverdi prefirió esfumarse.
Fuera reinaba el frenesí de las cinco de la tarde. En el patio, los reclusos iban de acá para allá antes de ser encerrados de nuevo durante toda la noche. Intercambiaban, compraban, traficaban. Unos vociferaban, se agitaban, se impacientaban. Otros, en cambio, hablaban en voz baja, con un móvil en el hueco de la mano. Hormigas disputándose migajas de espacio y de esperanza.
Reverdi caminó junto a la pared del comedor y llegó al patio de las cocinas, de donde emanaban efluvios tan abyectos que nadie se arriesgaba a acercarse. A esas horas era un cuadrado rojo que parecía un lecho de brasas. Un arroyo corría por el centro: aguas inmundas y desechos flotantes. Jacques se puso a caminar arriba y abajo con la sensación de chapotear en un fango en fusión.
Dejó a un lado el SRAS para pasar a su tema favorito: Elisabeth. Esperaba su carta. Y esa impaciencia lo irritaba cada vez más. El jueguecito que tramaba para divertirse con la estudiante le ocupaba demasiado la mente. Para ser eficaz, un cazador debía permanecer siempre tranquilo y frío.
Y él se retorcía las manos contando los días.
Jueves 10 de abril, locutorio de la cárcel.
—Tengo buenas noticias.
Reverdi suspiró.
—Tú siempre tienes buenas noticias.
Wong-Fat no se dejó desanimar.
—Hemos marcado otro punto. Hemos…
—Ya sabes lo que me interesa.
Jimmy se mordió los labios. Jacques leyó en sus ojos una decepción que le divirtió. El chino estaba celoso.
—¿Se refiere a las cartas? Las he traído. He…
Jacques hizo un gesto explícito. El abogado dejó los sobres encima de la mesa. El número iba bajando. El efecto de la guerra. Y del SRAS. E incluso del paso del tiempo: en Europa ya empezaban a olvidarlo.
Les echó un vistazo rápido. Su mano se posó sobre una carta. Acababa de reconocer la escritura. En ese instante, la visión de los bordes abiertos le hizo daño. Comprendió la advertencia: ya no podía soportar esa violación de su intimidad, de la intimidad de los dos.
Cogió la carta de Élisabeth y dejó las demás.
—Posponemos nuestra conversación hasta mañana.
—Jacques, el juicio se celebrará dentro de unas semanas y…
Reverdi movió violentamente las cadenas para que el guardia fuese a liberarlo.
—Mañana —repitió—. Te pediré un favor.
—¿Qué favor?
—Mañana.
El crepúsculo de nuevo.
Imposible ir a su madriguera habitual.
A esa hora, las duchas estaban ocupadas. Las «noches de paz», los homosexuales se escondían allí para practicar sus juegos eróticos. Las «noches de Raman», nadie se aventuraba a ir.
Tampoco podía acercarse a las cocinas; no estaba dispuesto a leer la carta entre los olores de comida. Decidió volver a su celda y encerrarse dentro aunque fuera a costa de quedarse sin cenar.
Reverdi rodeó los edificios centrales, pasó junto al edificio C y contuvo la respiración para pasar junto al D, donde se encontraba lo que él llamaba «el muro de las lamentaciones»: una especie de parapeto que daba a un descampado donde «trabajaban» los travestis tailandeses. La mayoría de los reclusos no tenían con qué pagarse un polvo, de modo que se quedaban allí, detrás de la pared, con las rodillas dobladas, masturbándose como epilépticos mientras miraban a los travestis contonearse. Reverdi los habría achicharrado allí mismo con un lanzallamas solo para devolver unos grados de dignidad a la humanidad.
Llegó al edificio B, donde estaba su celda. Subió la escalera y tomó una crujía. Bajo sus pies había una gran red extendida para impedir los intentos de suicidio. Siempre había pájaros agonizantes atrapados en las mallas. Se adentró en la galería. Diferentes músicas se entremezclaban: raps violentos contra canciones melosas. Delante de las celdas abiertas, grupos de hombres jugaban a los dados, traficaban, mantenían conciliábulos interminables. Su sudor acababa por formar una bruma pestilente, una especie de humedad pringosa que se pegaba a las plantas de los pies.
Jacques llegó a su celda y, sin dudarlo, cerró la puerta, aunque sabía que después no podría abrirla. Se sentó con las piernas cruzadas e introdujo los dedos en el sobre, ya rasgado.
Mentalmente, ordenó a la hoja de papel doblada que no lo decepcionara.
París, 29 de marzo de 2003
Querido Jacques:
Su carta me ha producido una profunda exaltación. ¡Me alegro tanto de que haya comprendido cuáles son mis intenciones, de que haya percibido mi sinceridad!
Me pide pruebas de franqueza. Sin saber muy bien lo que eso significa, le respondo: «Todo lo que quiera».
No tiene más que preguntar; no tendré ningún secreto para usted. Pero se lo advierto: soy una simple estudiante, una parisina que vive para estudiar y tratar de comprender a los demás. Mi personalidad en sí misma no tiene nada de apasionante. Sin embargo, si dejarla al desnudo puede tender un puente entre nosotros, entonces no le ocultaré nada.
Con la esperanza, claro, de que después usted me dé algunas claves de su personalidad. ¿Puedo confiar en ello? ¿Puedo rezar para que un día me ofrezca unas revelaciones?
Jacques, querido Jacques, espero sus preguntas… Estoy impaciente por leerle y por ver cómo su escritura me habla, indirectamente, de mí. De nosotros.
Espero su carta. Y, para ser sincera, no espero nada más.
Élisabeth
Reverdi contempló el cielo por la claraboya: rojo ardiente. El calor de la carta se difundía por su interior. Un río de vida que se extendía por sus venas, que penetraba a través de todas las fibras de su cuerpo. Un soplo de felicidad.
Una vez más, se felicitó por su sagacidad. Continuaba siendo un predador que sabe escoger a su presa. Conseguiría lo que quería de esa chica. Y sus confesiones, más allá de la transgresión, de la indiscreción que implicarían, incluso prometían ser interesantes.
Penetraría su intimidad.
Y descubriría el color de su sangre.
—¿No se encuentra bien? ¿Qué le pasa?
Jacques Reverdi no consiguió responder. Estaba doblado en la silla, arqueado sobre la mesa; el dolor le atravesaba el vientre como una sonda al rojo vivo. Pensaba en esos tizones de hierro candente que los cazadores del Gran Norte les meten a los renos por el ano para no estropearles la piel.
Jimmy se inclinó por encima de la mesa.
—¿Quiere… quiere que llame a un médico?
Reverdi se encogió sobre las cadenas. Había logrado aguantar hasta llegar al locutorio, pero ahora…
—No —dijo, jadeando—. Una disentería. No… no se me pasa. Hasta he tenido que hacer una parada en los retretes viniendo hacia aquí. He… —No terminó la frase. Sus palabras se perdieron en un gemido. Jimmy se levantó y rodeó la mesa. Reverdi miró hacia atrás por encima del hombro y vio al guardia, que dudaba entre acercarse o no él también. Comprendió que tenía tiempo. En ese instante, abandonó su tono quejumbroso y murmuró—: En el pasillo. Los retretes.
Jimmy se sobresaltó.
—¿Co… cómo?
—El tercer retrete de la izquierda contando desde la puerta —dijo Reverdi en voz baja—. Detrás de la cisterna. Una carta.
—¿Qué dice?
Reverdi lo agarró por las solapas de la chaqueta; con su espalda, ocultaba la escena al guardia.
—Escúchame bien, hijo de puta. Anoche me comí unos
cili padi
(pimientos) para encontrarme hoy en este estado y hacer una parada en los retretes en el momento de la visita.
—Sabe perfectamente que no puedo…
—¡Calla! Cuando salgas de aquí, haz lo mismo que yo. Ve a mear. Coge la carta y métetela en un bolsillo. Tercer retrete contando desde la puerta.
—¿Qué… qué tengo que hacer con ella?
—Envíala desde tu despacho de Kuala Lumpur tal como voy I a indicarte. La dirección está en el sobre.
Reverdi soltó al abogado. Una violenta contracción le retorció las tripas, que hicieron un ruido atroz. No estaba seguro de poder evitar cagarse encima, allí, en pleno locutorio.
—Eso es una irregularidad —dijo Jimmy.
—¿Y qué no lo es? —preguntó Jacques apretando las nalgas—. ¿Tirarse niñas como haces tú?
—Si cree que va a hacerme hablar…
—Vas a hacer lo que te digo y punto.
El abogado se pasó un dedo por el interior del cuello de la camisa.
—Suponga que me pillan. Eso comprometería mi trabajo en este…
—Haz lo que te digo. Manda esa carta. —Reverdi compuso una sonrisa que era en realidad una mueca—. Pero, cuidado, no se te ocurra leerla. Es como una cicatriz. Si intentas abrirla, lo notaré en mi carne. Y en tal caso, te prometo que me las pagarás.
—Supongo que no será droga…
Marc no contestó. A través del cristal, miraba la carta entre las manos de Alain. Estaba estupefacto. Había ido a correos, como todas las mañanas, pero no esperaba nada antes del 20 de abril.
Y ese día, 15 de abril, había una carta allí.
Un sobre plastificado con las iniciales DHL.
—¿Qué hay aquí dentro? —preguntó el funcionario de correos.
—No lo sé.
—Viene también de Malaisia. —Alain se inclinó, miró a su alrededor y luego susurró, junto al cristal—: Su historia huele a chamusquina…
Marc permaneció en silencio. Solo tenía ganas de pasar por encima del mostrador para coger el sobre.
—Desde que abrió esta lista de correos, solo ha recibido tres cartas. Y las tres de Malaisia. ¿Qué significa eso?
—No se preocupe. ¿Puede darme mi carta?
El empleado se resistió un poco más a soltarla.
—¿Y su amiga? ¿Cómo está?
—¿Mi amiga?
Alain sonrió contemplando el rostro de Marc, pillado en flagrante delito de olvido. Leyó en el sobre el nombre de la destinataria:
—Élisabeth Bremen. Su novia, que supuestamente está en cama y que solo recibe cartas de Malaisia.
—Pasó bastante tiempo allí —improvisó Marc, percatándose por fin de que la situación estaba poniéndose fea—. Es estudiante de economía.
—¿Y su cadera?
—¿Su cadera?
—Su accidente. El balonmano.
A Marc le costaba muchísimo concentrarse en las preguntas que le hacía Alain. Su cabeza no paraba de pensar: Reverdi se las había arreglado para mandar la carta de respuesta urgente, al margen de los controles de la prisión. ¿Qué había en esa carta?