Rouvères asintió con la cabeza.
—Conoció a Reverdi en Angkor durante una campaña de rehabilitación. Vino a testificar. Describió a un hombre entregado, culto, generoso. Ese retrato invirtió la postura del tribunal. Aquello equivalía a una amnistía real. Vaya a verla. Su punto de vista es… inesperado.
Las dos de la tarde.
Cuando abrieron las puertas del Palacio Real, Marc pagó la entrada para visitarlo. La mejor tapadera: la piel del turista anónimo. Incluso había comprado una bolsa de lona de esas que se llevan colgadas del hombro para acentuar su apariencia inofensiva.
No tenía elección. Le había ocultado un detalle a Rouvères: estaba desacreditado ante la familia real. Como siempre, al publicar el reportaje no había cumplido sus promesas de discreción. Era muy posible que su nombre figurase en la lista negra del servicio de protocolo. Así pues, había ideado un plan audaz para ver a la princesa, que vivía en la zona privada del palacio.
Marc siguió al tropel por una estrecha alameda hasta la gran entrada del recinto real: una explanada inmensa, cubierta de césped, salpicada de templos y de pabellones dorados cuyos tejados el sol parecía espolvorear de un polen de luz.
Adelantó a los otros turistas, que se detenían delante de todas las pagodas, y llegó a una galería calada.
A cubierto del sol, se acercó a las torres del pabellón Chanchaya, donde tenía la esperanza de encontrar a la princesa. Una muralla cerraba esa parte. Siguiendo la galería, buscó un paso, una puerta.
Vio una doble puerta de madera entreabierta, con una cadena para cerrar el paso y ante la que montaban guardia dos soldados. Marc se puso a la sombra de una columna y se armó de paciencia. Antes o después, habría un momento en que se relajaría la vigilancia.
Se sentó apoyado contra el pilar y fingió leer la guía. Dejó vagar su pensamiento. No quería seguir dándole vueltas a la investigación: demasiadas preguntas e insuficientes respuestas. Ni siquiera sabía por qué estaba intentando ver a la princesa Vanasi. Quizá por simple placer.
Cerró los ojos y rememoró al personaje.
Su primer encuentro había sido un momento inolvidable.
Vanasi había sido criada por su tía abuela, la reina Sisowath Kossomak, responsable del grupo de «danza celeste». Al crecer junto al pabellón Chanchaya, donde se entrenaban las bailarinas, la niña había desarrollado una verdadera pasión por esa disciplina, para la que demostró poseer unas dotes únicas. A los dieciséis años se había convertido en la primera bailarina del ballet. Era mucho más que una artista: una figura divina que desempeñaba el papel de intercesora entre la familia real y los dioses. En esa época la llamaban Apsara, nombre de la principal divinidad de la cosmogonía jemer.
Después, en 1970, se produjo el primer golpe de Estado y se vio obligada a exiliarse. Primero en China y después en Corea del Norte, mientras los jemeres rojos tomaban el poder y mataban a la mitad de la población de su país. Años más tarde había regresado a la frontera de Tailandia, a los campos de refugiados, para enseñar danza a su pueblo. En los años noventa, su familia había podido volver a Phnom Penh. Era entonces cuando había conocido a Reverdi.
El nombre del asesino interrumpió el hilo de sus recuerdos. Maquinalmente, dirigió la mirada hacia el portón. Había pasado una hora. Los dos guardias ya no estaban. Cogió la bolsa mientras se levantaba y entró en los jardines prohibidos.
El nuevo pórtico estaba lleno de plantas floridas. El tenue silbido de los aspersores sustituía el murmullo de los turistas. El pabellón Chanchaya estaba a cincuenta metros escasos.
Se dirigió hacia el gigantesco saledizo de piedra, sobre el que se alzaban agujas y cuernos de oro. Al subir la escalera, se sintió tan impresionado como la primera vez. El espacio, expuesto al viento y al sol, estaba absolutamente vacío: una simple superficie de mármol, estriada por la sombra oblicua de las finas columnas y protegida por un techo pintado en el que aparecían representados los dioses y los demonios de la danza jemer. Se oía, más allá de la terraza, el rumor de los vehículos que circulaban abajo, por el bulevar Charles-de-Gaulle.
Marc avanzó. Al fondo, un altar sostenía un gran buda, enturbiado por el humo de las varitas de incienso. Un olor a cobre, mezclado con las fragancias acres de la madera de sándalo, planeaba a la luz pigmentada. Se acercó más: al pie de la estatua, los tocados metálicos de las bailarinas descansaban sobre unos trípodes. Todo parecía sumergido en la misericordia dorada del buda.
Se oyó un crujido a su derecha.
Ella estaba allí, acodada en la balaustrada, con la mirada vuelta hacia la calle.
Frágil, minúscula, envuelta en una larga tela azul. Marc recordaba que el azul era un color real. La princesa era la única persona que podía llevar ese color dentro del recinto del palacio. Pero lo que llamaba la atención era la textura de la tela: una seda rígida con hilos de oro, cuyos pliegues parecían romperse y difundir un resplandor raro.
Marc tosió. Ella echó un vistazo por encima de su hombro y no manifestó ninguna sorpresa.
—Alteza —dijo él en francés, esbozando una reverencia ridícula—, me he permitido… Bueno, no sé si se acuerda de mí, soy periodista, me llamo…
—Me acuerdo de usted.
La princesa se volvió completamente y se apoyó en la barandilla con las manos cruzadas tras la espalda.
—Nos había prometido un largo artículo en el
Figaro Magazine
. Nos encontramos en
Voici
, con la lista de los gastos diarios de nuestra familia. El artículo se titulaba «Vida palaciega en Camboya».
Hablaba un francés perfecto, sin el menor acento. Marc se inclinó de nuevo.
—No me guarde rencor. Yo…
—¿Tengo cara de guardarle rencor? ¿Por qué ha vuelto? ¿Otro artículo sobre mi vida privada?
Marc no respondió. Vanasi era idéntica a como la recordaba. Facciones duras, impasibles. Ojos muy negros, apenas rasgados. Su expresión era grave, lejana. Pero un destello, la línea de un relámpago entre las nubes, atravesaba también sus iris oscuros. Algo exaltado que parecía levantar ligeramente sus pestañas.
—Estoy investigando sobre Jacques Reverdi —dijo finalmente, intuyendo que debía ir directo al grano—. Usted declaró en su favor durante el proceso.
Ella confirmó con la cabeza. Parecía cada vez menos sorprendida.
—Vengo de Malaisia, donde está encarcelado por el asesinato de una chica. Su culpabilidad no ofrece ninguna duda. Y creo que tampoco ofrecía ninguna duda aquí, en Camboya.
Vanasi permaneció en silencio, mirando distraídamente los jardines que se extendían detrás de Marc. Este intentó provocarla. —Si no hubiera sido puesto en libertad en 1997, una mujer seguiría viva en Malaisia.
Ella acabó por dar unos pasos a lo largo del balcón. El vestido le llegaba hasta los pies. Parecía deslizarse sobre el mármol.
—Recuerda mi historia, ¿verdad? —La pregunta no esperaba ninguna respuesta—. Lo tuve todo y lo perdí todo… —Esbozó una sonrisa mientras acariciaba con la mano la balaustrada—. Fui princesa, bailarina, criatura divina. Conocí los fastos reales, la vida de estrella. Después sufrí el exilio. La tristeza de Pekín. El alucinante régimen de Corea del Norte, donde mi tío rodaba sus películas.
Marc recordaba ese detalle insólito. Aparte del poder político, el príncipe Sihanouk solo tenía otra pasión: el cine. Rodaba películas, melodramas románticos. Obligaba a actuar a ministros y a generales, así como a los embajadores occidentales para hacer los papeles de «extranjeros».
—Descubrí la locura asesina —continuó Vanasi—. El genocidio de los jemeres rojos. No estaba aquí para verlo, pero sabía lo que pasaba. El éxodo. El hambre. Los trabajos forzados. Las matanzas de bebés a bayonetazos, de hombres y mujeres apaleados y abandonados en los pantanos. En 1979 vine a los campos, en la frontera tailandesa. Quería estar junto a mi pueblo.
»Dijeron que había vuelto para enseñar danza, para despertar las conciencias, para salvar nuestra cultura. Era falso: había vuelto simplemente para morir con los míos. Éramos cerca de un millón, perdidos en la jungla sin medicinas ni alimentos. ¿A quién le preocupaba en ese momento la danza jemer?
»Fue más tarde, en los años noventa, cuando regresé a Camboya y me concentré en la salvaguarda de nuestra cultura, especialmente en Angkor. Jacques Reverdi trabajaba con los que limpiaban los campos de minas.
Hizo una pausa y prosiguió con voz soñadora:
—Se pasaba veladas enteras hablándome de la apnea. De sus inmersiones en las profundidades del mar, de la memoria de los corales, de la inteligencia de los mamíferos marinos. También le apasionaba la arquitectura de los templos. Era un ser… raro.
Marc pensaba en las heridas ordenadas de Pernille Mosensen. En las anguilas que se habían introducido por las heridas de Linda Kreutz. ¿Cómo podía esa mujer ofuscarse hasta ese extremo?
—Bastó que fuera a contar eso para que retiraran la acusación —añadió en un tono seco—. No hay nada más que decir.
—Tengo entendido que fue sobre todo su presencia lo que inclinó la balanza. El hecho de que se desplazara personalmente para abogar en su defensa.
—No. Los cargos no se sostenían. No había pruebas directas. No se puede condenar a un hombre mientras persista la más mínima duda.
—Y ahora, ¿qué piensa?
Ella dirigió la mirada hacia el bulevar. El estruendo de la ciudad se elevaba.
—No puedo imaginar que sea él.
—Alteza, es un delito flagrante. Lo encontraron en Papan junto al cuerpo.
—Entonces, no estaba solo.
Marc se estremeció.
—¿Cómo?
—Hay otro hombre.
Marc se quedó sin respiración. Se apoyó en una columna.
—Alguien le dicta sus actos —dijo ella alzando la voz, al tiempo que se acercaba—. O actúa en su lugar. Un alma maldita que posee una influencia total sobre él. Nadie puede quitarme esa idea de la cabeza. Jacques Reverdi no puede ser el único culpable.
Marc estaba anonadado. Bajo su cráneo, la blancura del sol se transformaba en relámpago azul, mostrando de pronto abismos hasta entonces sumidos en la oscuridad. Recordó que Reverdi siempre había preferido hablar del asesino en tercera persona. ¿Y si ese «Él» existía realmente?
Pensó de nuevo en el gran ausente de la historia: el padre de Jacques. ¿Y si aún vivía? ¿Y si era un asesino, como suponía la doctora Norman, pero en la vida real, no en la imaginación del apneísta?
Marc descartó esas hipótesis. Debía atenerse a sus pistas y a los mensajes del propio Reverdi.
Vanasi se dirigía hacia los jardines. Marc echó a correr para alcanzarla.
—Alteza…, una última pregunta.
—¿Qué?
—¿Sabe por qué a Reverdi le interesan las mariposas?
Ella se detuvo en seco.
—¿Las mariposas? ¿Quién le ha dicho eso?
—Bueno, yo… Tenía la impresión de que en el bosque…
—¿Las mariposas? No, no. A Jacques le apasionaban las abejas.
—¿Las abejas?
—Las abejas y la miel. Sobre todo una miel muy rara. No recuerdo el nombre.
En la mente de Marc se agolparon varias imágenes. Los aborígenes en cuclillas al borde de la carretera, ofreciendo miel en botellas de Coca-Cola. La terraza de Wong-Fat, donde algunos frascos contenían ese líquido dorado. Tenía la verdad delante de los ojos y no había sido capaz de verla.
«Los Jalones que Vuelan y Pululan.»
«Busca en el cielo.»
Las abejas.
La miel.
Preguntó, con la garganta seca:
—¿Dónde compraba esa miel? Quiero decir aquí, en Camboya.
—No estoy segura… En Angkor, creo. Allí hay un famoso apicultor. Lo llaman el Señor de Oro.
Los puntos se unían como una figura geométrica perfecta.
La miel.
Angkor.
Linda Kreutz.
Marc se despidió precipitadamente de la princesa y se marchó corriendo, estrechando la bolsa contra sí. Durante un breve instante, estuvo tentado de saltar por encima de la balaustrada y aterrizar directamente en el bulevar.
Vuelo interior, destino Siem Reap.
En un estado de sobreexcitación.
Cuarenta minutos en el aire, con los ojos clavados en el bloc escribiendo sus conclusiones. O más bien sus hipótesis.
Al asesino le apasionaba la miel. Y la sangre de Pernille Mosensen estaba anormalmente azucarada. Había muchas razones para creer que Reverdi hacía ingerir a sus víctimas una cantidad considerable de miel. ¿Por qué? No sabría decirlo, pero presentía que esa sustancia desempeñaba un papel purificador en la ceremonia.
Lejanamente, todavía planeaban en su cabeza las palabras de Vanasi sobre la «rareza» de Reverdi. Su discurso panteísta. La miel pertenecía a ese universo. Anotó: «No bebe la sangre de sus víctimas. Les da miel para purificarlas, acercarlas a la naturaleza. La sangre endulzada envuelve a la víctima como el líquido amniótico protege al feto». El apneísta se perfilaba cada vez más como un «asesino ecologista».
Ecologista.
Y místico.
Marc percibía en la propia naturaleza de la miel una proximidad, un parentesco con cierta poesía religiosa, muy antigua, que conocía bien por haberla estudiado durante la carrera. Una poesía que podía presentar un doble sentido erótico. El gran ejemplo era el Cantar de los Cantares. Marc garabateó en una esquina de la página una cita de la obra:
Tus labios, esposa mía,
son como un rayo que destila miel
.
Se sabía de memoria ese texto bíblico, que recurría constantemente a las metáforas líquidas: la sangre, el vino, la leche, la miel… Y también a los perfumes procedentes de la naturaleza: mirra, azucena, incienso… Del mismo modo, Reverdi celebraba su unión con su víctima gracias a unos elementos esenciales, primordiales.
Era un acto de amor.
Una ceremonia a la vez cósmica y erótica.
Marc escribía con mano trémula: «Informarse también sobre los procesos fisiológicos relacionados con la miel». ¿Qué cantidad había que ingerir para que la sangre alcanzara el índice de glucosa que tenía la de Pernille Mosensen? ¿Cuánto tiempo tardaba en digerirse? ¿Tenía Reverdi prisioneras a sus víctimas varios días? ¿O solo unas horas?
Le faltaba descubrir, sobre todo, por qué Reverdi asociaba los términos «jalones» y «eternidad». ¿Qué relación había entre las abejas y el infinito?