Camboya.
Marc había cerrado la bolsa de viaje y había corrido al aeropuerto en busca de un avión para Phnom Penh. Había conseguido embarcar a las cuatro de la tarde, un récord de rapidez. Menos de una hora después aterrizaba en la capital jemer. Durante el vuelo había sopesado aquella simple palabra como si fuese una pepita de oro. Reverdi le daba otra oportunidad. Le indicaba otro camino para identificar los Jalones de Eternidad.
Camboya.
Lo ponía sobre la pista de otro de sus asesinatos.
Linda Kreutz.
Febrero de 1997.
Angkor.
Apretando la bolsa entre los dedos, Marc se adentraba ahora en la sombría ciudad. Ya había ido una vez, en 1994, para realizar un reportaje sobre la familia real. Recordaba el carácter átono de la ciudad. El gris que lo recubría todo. No solo las paredes, sino también las almas. Veinte años después, Camboya continuaba en estado de choque, ensordecida por el genocidio de los jemeres rojos. Era un país cercado por los fantasmas, donde se hablaba en voz baja, donde todo el mundo sobrevivía con sus heridas y sus muertos.
Con todo, por la ventanilla del taxi Marc descubría una efervescencia secreta. Los edificios no poseían ningún carácter, pero los comercios rebosaban de colores, de detalles, de letras orladas. Telas, lentejuelas, aparatos de alta fidelidad expuestos en las aceras… Amortiguada, apagada, pero aun así la vida estaba allí. Rebosaba y, paradójicamente, parecía más real que en Kuala Lumpur. A diferencia de lo que sucedía en la capital malaya, donde todo era liso, ordenado, donde todo estaba climatizado, aquí los materiales y los hombres recuperaban su textura, su relieve, su sensualidad.
Al anochecer, las avenidas adquirían poco a poco una tonalidad crema, beis, rosa, lo que hacía resaltar las aceras de laterita, las franjas de tierra pisadas por pies descalzos. Los edificios parecían evaporarse en una nube de polvo rojo, mostrando su carne de ladrillo. El aire se cubría de pigmentos, se fragmentaba en miles de millones de partículas. Y, al final de las avenidas, el sol parecía atraer hacia sí esas nubes púrpura y abandonar en la oscuridad siluetas vacías, sombras muertas… En ese crisol rojizo, hasta las motocicletas, trazos negros enraizados en el suelo, parecían echar a volar, avanzar hacia el cielo abalanzándose contra las nubes.
Entonces apareció el Palacio Real.
Tejados relucientes, ornamentos cincelados, agujas espejeantes, todo rodeado de altos muros ciegos, de color amarillo azafrán. Esos edificios parecían una flota de oro, con los mástiles arbolados y las velas hinchadas, regresando lentamente al puerto, en el interior del recinto.
Marc había llegado. No es que pensara dormir en el palacio, sino en el hotel situado justo enfrente. El Renaksé, el hotel de los occidentales, tan decrépito como esplendoroso era su vecino. Marc se había alojado allí durante su primer viaje.
El edificio poseía verdadero encanto. Situado al fondo de un parque y protegido por grandes árboles, se abría en dos galerías caladas con baldosas color crema y chocolate que daban acceso a las habitaciones. Grandes sillones de mimbre salpicaban la terraza central, incitando a la ensoñación tropical.
Mientras rellenaba la ficha en el mostrador de recepción, Marc vio, sentados en esos sillones, a algunos especímenes de occidentales que encajaban bien en el decorado. No eran turistas corrientes; más bien trotamundos, periodistas cansados o incluso empleados de ONG, numerosos en ese país en reconstrucción, que parecían siempre desbordados e inútiles.
Marc se adentró en la galería temiendo encontrarse con algún viejo conocido o tener que entablar una conversación. Su habitación era lúgubre. Grande, vacía, oscura, solo estaba dotada de una cama de madera negra bajo un ventilador averiado. Las ventanas, que manifiestamente daban a las cocinas, estaban cerradas con postigos atrancados. La temperatura debía de subir allí a más de treinta y cinco grados.
Se encogió de hombros: no pensaba quedarse en Phnom Penh. Su investigación lo llevaría forzosamente tras las huellas de Linda Kreutz, a Siem Reap, cerca de los templos de Angkor.
Su investigación…
Pero ¿por dónde empezar?
No esperaba más mensajes. Sabía que Élisabeth estaba a prueba: debía avanzar sola. No obstante, encendió el ordenador y se conectó a la línea telefónica.
Había recibido otra señal. Reverdi había escrito simplemente:
Busca el fresco.
Marc se despertó a las nueve de la mañana. Soltó un taco: acababa de perder el vuelo para Siem Reap. Tendría que pasar un día en Phnom Penh esperando el avión de última hora. ¿En qué ocuparía el tiempo? Esa noche había pensado en la orden de Reverdi: «Busca el fresco». El juego de las pistas se reanudaba. Y no había duda sobre el lugar donde debía buscar: los templos de Angkor, en los que había miles de bajorrelieves y de ornamentos. Aquello prometía.
Después de un desayuno frugal, decidió aprovechar aquellas horas en la capital y recurrir a los viejos métodos. Los que un periodista francés utilizaría para avanzar en su investigación. Tras unas llamadas telefónicas, cogió una «mobylette-taxi» y fue al principal periódico francófono de la ciudad, el
Cambodge Soir
.
Sus locales se encontraban en una calle de tierra batida, en el corazón del centro de la ciudad. Un inmueble gris, con manchas de humedad y un rótulo azul y blanco del estilo de las antiguas placas de calle parisienses.
Después de haber pedido ver al jefe de redacción y dado su tarjeta de visita, se puso a caminar arriba y abajo por el vestíbulo, una estancia oscura, de cemento desnudo, donde había almacenadas motocicletas que apestaban a gasolina. Al fondo, bajo una escalera, se abría una sala más oscura aún, cuya única ventana quedaba tapada por paquetes de periódicos. Marc se acercó, intrigado por aquella leonera.
Un archivo.
A lo largo de su carrera había visto muchos, pero ese batía todos los récords de desorden y abandono. Todas las paredes estaban cubiertas de estanterías, de las que rebosaban legajos de papel sucio. Periódicos tan viejos, tan deteriorados que más parecían lianas muertas que una memoria impresa. El centro del espacio se hallaba ocupado por un montón de ordenadores rotos, mezclados con sillones desvencijados, patas arriba, y libros manchados de grasa.
Inexplicablemente, ese espacio siniestro le recordó otro archivo que había visitado en Sicilia, pese a que aquel estaba mucho más limpio. Después de la muerte de Sophie, había vuelto allí para buscar fotos del cuerpo tal como lo había encontrado pero del que no se acordaba. Todavía veía aquellas imágenes: la boca carbonizada, el vientre abierto, las vísceras por el suelo. Pero las veía con la claridad del papel fotográfico. Imposible recordar el menor detalle… real.
—¿Ha venido por Reverdi?
Marc se volvió. Una silueta se recortaba a contraluz en el hueco de la puerta. La pregunta le sorprendió: relacionarlo con el caso de Papan le parecía un poco apresurado.
—¿No soy el primero? —aventuró.
—Ni el último, me temo —dijo el hombre, acercándose—. Su detención ha despertado curiosidad. —Tendió la mano por encima de los ordenadores rotos—. Rouvères, jefe de redacción.
Su mano tenía más o menos la consistencia de los legajos que los rodeaban. Marc no pensaba que pudiera existir una caricatura semejante. Rouvères era un espécimen perfecto de ruina colonial, como los que aparecen en las novelas de aventuras del siglo pasado. Habría podido ser el dueño de una plantación arruinado, un traficante de objetos de arte o un antiguo oficial de Indochina.
Aunque no era demasiado mayor, los años de alcohol habían contado el doble, incluso el triple. Un viejo de cincuenta años, de piel gris y medio calvo. Marc observó que llevaba la bragueta abierta y los botones de la camisa mal abrochados. Un bonito modelo de francés de exportación.
Marc se presentó y luego pasó al ataque procurando ser lo menos preciso posible:
—¿Qué puede decirme sobre el caso?
—Muchas cosas —dijo Rouvères con una sonrisa de vanidad—. Sin duda soy el mejor especialista en el caso en Phnom Penh. Desgraciadamente, no puedo pasarme la vida informando a los visitantes.
—Entonces…
Rouvères acentuó su expresión satisfecha.
—Responderé a tres preguntas, las que usted quiera. Como en los cuentos infantiles. Seré el «genio bueno» de la lámpara —dijo balanceando la cabeza.
El genio bueno tenía unas bolsas tan grandes en los ojos que Marc experimentó el súbito deseo de traspasarlas con una jeringuilla solo para ver qué elixir contenían. No resultaba difícil de adivinar: whisky o coñac.
Se concentró para encontrar la pregunta adecuada, la más eficaz. Siguiendo un impulso, dijo:
—Quisiera ver una foto.
—¿Una foto?
—Un retrato de Linda Kreutz cuando estaba viva.
Su petición era absurda; ya había visto el rostro de la víctima y eso no le aportaría nada. Pero tenía ganas de conocerla mejor.
—Ningún problema.
Rouvères pasó por encima de los viejos PC y las sillas rotas, como un pescador provisto de altas botas en una marisma. Consiguió llegar a la pared de enfrente, donde se alzaba un armario metálico. Lo abrió y dejó a la vista unos estantes cargados de sobres de papel kraft.
Hojeó los montones y sacó una foto. Marc permaneció de pie mientras contemplaba el retrato. Recordaba la primera fotografía, encontrada por Vincent, medio borrada y como aplastada por el grano de la impresión. Esta vez tenía una foto de verdad, clara y en color, de formato 21 X 29,7.
Linda Kreutz posaba con un joven monje que llevaba una túnica de un naranja vivo. La misma sonrisa los unía el uno al otro, como una cinta de seda alrededor de dos flores. Ella llevaba unos anchos pantalones árabes, unas sandalias de cuero y una camiseta corta sin mangas. Un look encantador de joven alternativa.
Pero era su rostro lo que provocaba un verdadero arrebato de ternura.
Una tez pálida, lechosa, salpicada de pecas. Su melena roja y vaporosa se le comía la cara y le daba el aspecto de un animalito escondido, a la vez travieso y temeroso. También tenía, en aquel momento, una expresión plena, feliz. Marc se puso a imaginar los sueños de esa chica que, a los veintidós años, se había marchado de la casa familiar, en Hamburgo. Sin duda había ido a Asia en busca de aventuras, de misticismo y también del gran amor.
Rouvères comentó con su voz ronca:
—Es una foto que apareció entre sus cosas, en el hotel de Siem Reap.
De pronto, Marc comprendió que su expresión radiante estaba dirigida hacia el objetivo. Hacia el que había hecho la foto. Con un estremecimiento, se dijo que quizá la imagen había sido captada por el propio Reverdi entre las ruinas de Angkor.
—Espero su segunda pregunta —dijo Rouvères.
Marc tenía que escoger esta vez una pregunta útil. Pensó en orientarla hacia su propio enigma: los Jalones de Eternidad. Pero cambió de opinión: aunque no lograba descifrarlos, esos términos constituían su ventaja, una baza personal; no debía hablar de ellos con un desconocido.
Recordó la última orden de Reverdi: «Busca el fresco». Quizá esa palabra no hiciera referencia a un verdadero ornamento, pintado o esculpido, sino más bien al dibujo de las heridas. El asesino le indicaba que observase las heridas de Linda Kreutz para que comprendiera de una vez el significado de los «jalones»… Antes incluso de considerar mejor esa hipótesis, dijo:
—Hábleme de las heridas.
—Sea más preciso en su pregunta.
—¿Las heridas de Linda Kreutz eran simétricas? ¿Se podía identificar una especie de… dibujo en el cuerpo?
Rouvères pareció reflexionar, medio enterrado todavía entre los ordenadores desvencijados y las sillas rotas.
—El cuerpo había estado varios días en el río —dijo por fin—. Se hallaba en muy mal estado.
—Pero el agua no pudo borrar las heridas.
—El agua no, pero las anguilas sí.
—¿Las anguilas?
—El cuerpo de Linda estaba lleno de anguilas de agua dulce. Se habían metido en el vientre a través de la boca, del sexo y también de las heridas. El cuerpo…, puesto que le interesan los detalles…, estaba destripado desde el interior. ¿Cuál es la última pregunta?
Otro callejón sin salida. Solo le quedaba una posibilidad de sonsacarle una revelación al borracho. Rouvères pareció notar la indecisión de Marc. Rebuscó entre los legajos y extrajo varios números de
Cambodge Soir
.
—Tome —dijo, tendiéndole los periódicos—. Es la serie de artículos que dediqué al caso. El descubrimiento del cuerpo. La detención de Reverdi. Los hechos convergentes de la investigación. Todo está aquí. Antes de desaprovechar su última oportunidad, lea todo esto. Puede volver mañana.
Marc no tenía tiempo. Cogió los ejemplares y los miró intensamente, como si una simple mirada pudiera permitirle asimilar su contenido. Se le ocurrió una idea.
—Deme una respuesta —dijo.
—¿Qué quiere decir?
—Una respuesta escogida por usted. La que de verdad pueda serme útil.
Rouvères desplegó una amplia sonrisa. Las bolsas de sus ojos se arrugaron.
—Eso es hacer trampa, amigo.
—Imagine que yo le he hecho la pregunta.
El redactor se echó ligeramente hacia atrás, como para considerar mejor la propuesta. Tras un largo silencio, murmuró:
—En este asunto, el verdadero misterio es: ¿por qué dejaron en libertad a Reverdi? Los resultados de la investigación demostraban su culpabilidad. Entonces, ¿por qué se dictó sobreseimiento?
Marc no se esperaba esa orientación jurídica. Recordaba las explicaciones del abogado alemán. La incompetencia de los jueces. La instrucción chapucera. La situación política.
—Por el contexto del país, ¿no?
—Sí, pero solo en parte. Reverdi fue exculpado gracias a un testimonio.
—¿Quiere decir una coartada?
—No, un aval moral. Una personalidad importante declaró en su favor.
Marc no había oído hablar nunca de eso.
—¿Quién?
—Una princesa. Un miembro de la familia real.
—¿La princesa Vanasi?
El nombre había salido automáticamente de sus labios. De todas las figuras principescas que había conocido, esa era la que más le había marcado. Una leyenda viva. Rouvères le dirigió una sonrisa de admiración.
—Hice un reportaje sobre la familia real hace unos años —explicó Marc.