Ese término recordó a Marc otro hecho: Monique Reverdi se había cortado las venas. «Jack» reconstruía la traición inicial.
—¿Por qué lo dejó marchar? Quiero decir…, ¿por qué envió a una prisión normal a un enfermo como él?
—Porque me lo pidió. Cuando superó su crisis alucinatoria, era su única preocupación: estar con criminales corrientes, no con los locos. No tenía ningún motivo para negárselo. Después de todo, solo le quedan unas semanas de vida.
—¿Y lo dejó irse sin someterlo a un tratamiento, sin prestarle asistencia?
—No, Toma medicación en Kanara, y uno de nuestros psiquiatras va allí una vez a la semana.
La doctora Norman miró su reloj y se levantó. La conversación había terminado. Se dirigieron hacia la puerta. Los
amoks
continuaban siguiéndolos con sus grandes ojos encendidos. En el umbral, la psiquiatra le preguntó:
—¿Puedo hacerle una pregunta… personal?
Él asintió con la cabeza, intentando sonreír, pero la angustia le paralizaba el rostro.
—¿Ha tenido algún contacto con Reverdi?
—No —mintió Marc—. No concede ninguna entrevista.
Ella le cogió las manos.
—Si alguna vez consigue acceder a él, hablarle, cumpla sus promesas. —Sonrió, como para atenuar la advertencia—. No lo traicione jamás. Es lo único que no podría perdonarle.
Odiaba el fútbol.
Una pelota se le lanza a un perro, no a un hombre. Sentado en las gradas del estadio, miraba a los otros presos disputar un partido. Vociferaban, pegaban, corrían detrás del balón. A las diez de la mañana, cuando el sol ya pesaba toneladas. Unos auténticos gilipollas.
Como una reacción en contra, Jacques pensó en su propia disciplina. Nada que ver con ese deporte vulgar. La apnea ofrecía la clave del universo, que no estaba, como muchos creían, en el fondo del mar, sino en otra parte.
Normalmente, nunca invocaba sus recuerdos como submarinista. Ante todo, para no ponerse melancólico. Pero también para no ensuciar las profundidades poniéndolas en contacto con la superficie. Sin embargo, ese día estaba de un humor excelente y, con los ojos cerrados, se abandonó al juego de las reminiscencias. A su pesar, inclinó brevemente la cabeza para dar la señal de que soltaran el lastre.
Al segundo siguiente, estaba dentro del agua.
Un borboteo de burbujas lo rodeó. Luego apareció la gran masa azul, inmóvil, atravesada por bancos de peces…, nubes de escamas y de luz. Un vistazo hacia abajo: el horizonte sin fin se abría bajo sus pies. Pero el peso del lastre lo arrastraba ya hacia otras sensaciones.
Menos de diez metros. La presión se tornaba omnipresente. Un kilo suplementario por centímetro cuadrado, cada diez metros. Durante una prueba de «
no limits
», el submarinista lastrado desciende a una velocidad de dos metros por segundo. El fondo lo aspira literalmente. El océano se cierra sobre él.
Menos veinte metros. Jacques compensaba continuamente la presión, que seguía aumentando. Un abrazo implacable que traspasaba la piel, que actuaba sobre todos y cada uno de los músculos y de los órganos. A menos veinticinco metros, los pulmones se reducían a dos puños apretados en los que el aire estaba totalmente comprimido.
Menos treinta metros. La luz se alejaba. El azul adquiría intensidad. Y solidez. Aun así, ningún miedo. Ninguna angustia. Al contrario: la masa del agua repartía las últimas parcelas de oxígeno a través de todo el circuito sanguíneo. El organismo estaba alimentado, saciado, equilibrado. Las arterias y las venas formaban una sola y única cerbatana en la que el mar soplaba sin solución de continuidad, a través de la epidermis. El cuerpo funcionaba en circuito cerrado. Con independencia total.
Menos cincuenta metros. El índigo. Para llegar a esa frontera no se había tardado más que unos segundos, y a partir de ese momento el tiempo dejaba de contar. Se cree que el tiempo del apneísta se encuentra bajo alta tensión, al borde del pánico. Es falso: la apnea te sitúa fuera del tiempo.
Menos sesenta metros. Su corazón latía ahora a veinte pulsaciones por minuto, cuando en tiempo normal lo hacía a setenta. Limitar la agitación del cuerpo… Reducir el consumo de oxígeno… Vivir solo de uno mismo… Con autosuficiencia total, en la sombra y el frío…
Escuchaba el mar, en una relación de intimidad completa. Otra idea preconcebida: el silencio del mar. A esa profundidad, la masa sin límite de los fondos comprimía, cristalizaba los sonidos hasta el extremo de transformarlos en objetos materiales, translúcidos, con los bordes de cristal.
Menos ochenta metros. El vientre del mar. Al final de la inmersión estaba el récord. Al fondo de la oscuridad estaba la medalla que había que ganar. La del límite. La de lo prohibido. Después llegaría el momento de soltar el lastre y abrir el paracaídas para subir. Pero, además de batir un record, había que realizar otro acto.
Menos cien metros. Por fin las tinieblas. Las vastas regiones de la nada. En ese momento, su estado era soberano. No estaba ni perdido ni amenazado de disolución. Al contrario, se había encontrado. En esa soledad única había llegado el momento de abrir la puerta.
De pasar al otro lado del mar.
Nada de equivocarse, de buscar en la oscuridad que lo rodeaba. Los ojos, por el contrario, debían volverse hacia el interior. Al fondo de uno mismo. Ese era el secreto del submarinista: la última puerta, la que daba a la luz, se encontraba en lo más profundo de su conciencia.
De pronto, abrió la boca para aspirar el aire soleado. Su recuerdo había sido tan violento que estaba al borde del síncope. Pestañeó para descubrir con estupor su entorno. La llanura pelada y amarillenta, los bancos de madera gris que servían de tribunas. Y esos estúpidos que seguían corriendo detrás del balón.
Sonrió. Ese día los contemplaba con ternura. Los quería. A todos. Sin excepción. Su recuerdo lo había reconciliado con el tiempo presente.
Y sobre todo, estaba aureolado por otra presencia.
Élisabeth.
Desde que había recibido su mensaje, se sentía transportado.
Discernía una lógica secreta en su destino. A unas semanas de su propia muerte, al final del camino, había encontrado por fin el amor. Esa mujer era diferente. Poseía una parte de inocencia, desde luego, pero también verdaderas tinieblas que le permitían comprenderlo. Y seguir sus huellas sin miedo ni prejuicios.
Instintivamente, veía que podía amarla tal como era. No era necesario purificarla, como a las otras. Ella aceptaba su propia negrura. Ella presentía ya el Color de la Mentira. Por eso era digna de él. Por eso comprendería su obra.
En unas horas había conseguido ver las imágenes del último santuario: el cuerpo de Pernille Mosensen. Había deducido lo que había pasado. Ya sospechaba cuáles eran las primicias del ritual. Lo que él buscaba a través de su paciente trabajo. Jacques ya no ponía en duda que lograría llegar hasta el fondo de la verdad.
En unos días conseguiría identificar los Jalones de Eternidad.
Luego vendrían las etapas siguientes.
Hasta Él.
Se felicitaba también —de un modo más discreto— por la eficacia de su sistema de comunicación. No había tenido ninguna dificultad para utilizar la miniagenda electrónica. Al principio había pensado en conectarla a un teléfono móvil, pero los guardias llevaban a cabo una persecución implacable contra esos aparatos. Así pues, había recuperado su primera idea: pelar los cables de la línea telefónica interior de la enfermería; luego, en esa red, encontrar los cables exteriores a los que conectar su agenda. De esa forma hacía llamadas imposibles de detectar. Conexiones que oficialmente no existían.
Además, había abierto una cuenta de correo electrónico gratuita en un servidor importante: Wanadoo. Nadie, con excepción de Élisabeth, conocía esa dirección. Podía enviar y recibir mensajes con toda discreción, entre los millones de conexiones de la red. Un acto de romanticismo clandestino, tecnológico… e invisible.
Los presos seguían bramando mientras se esforzaban en meter la pelota en unas porterías improvisadas. Vociferaban en malayo, en chino, en inglés. Un amasijo de lenguas a imagen y semejanza de su cerebro. Por contraste, sus propios pensamientos y deseos le parecieron de una pureza exquisita.
Dejó divagar su mente. Y buscó otro recuerdo. El de una película en blanco y negro que había visto de adolescente en la filmoteca de Marsella.
Pickpocket
, de Robert Bresson. La historia de un hombre que había escogido situarse por encima de las leyes. Normalmente, los actos de un malhechor son descritos como hechos subterráneos, ocultos, inferiores. Allí, la trayectoria del ladrón era una búsqueda elevada, trascendente, un camino de gracia. Contemplando aquellas imágenes, Jacques había comprendido de inmediato que su destino sería idéntico. Y la analogía se mantenía en la actualidad.
En la película de Bresson, el ladrón se cruzaba en su camino con una mujer. No veía inmediatamente en ella a la figura amada. Se aferraba a su vía solitaria. Pero en la última escena, cuando estaba detenido, le susurraba a su compañera a través de la celosía del locutorio: «Jeanne, qué extraño camino he tenido que tomar para llegar hasta ti…».
Metió una mano en el bolsillo, sacó la foto de Élisabeth y repitió: «Qué extraño camino he tenido que tomar para llegar hasta ti».
Se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta. Enseguida lamentó esa debilidad. Ninguno de sus pensamientos debía cruzar la frontera de sus labios. Su mundo oculto era como una cueva rupestre cuyas pinturas se corroyeran al entrar en contacto con el aire.
El banco crujió a su lado. Éric acababa de sentarse. Reverdi se guardó la foto en el bolsillo.
—Tengo que hablar contigo.
Jacques pensó en el tráfico de fármacos; ahora lo hacía por su cuenta en la enfermería.
—No te preocupes por los medicamentos. Te pagaré tu parte.
—Muy amable, pero he venido a hablar de otra cosa.
—¿De qué?
—De Raman.
Jacques suspiró: el cabrón mayor era el tema principal de todas las conversaciones, el demonio que poblaba todas las mentes.
—¿Qué pasa ahora?
El del labio leporino adoptó un aire de conspirador y se acercó. Tenía los huesos del rostro curvados, como si se los hubieran hundido a martillazos.
—Corre el rumor de que tiene el sida.
—Hace un mes, todos los chinos tenían el SRAS.
—Va en serio, Reverdi. Le tomaron una muestra de sangre, como a todos nosotros. Y dio positivo. Está contagiándolos.
—¿A quién?
—A los chavales del edificio E. Los menores.
Reverdi suspiró de nuevo. En Kanara todo el mundo parecía pensar que él, el «gran Jacques», era el único que podía plantarle cara a Raman. Por reflejo, pensó en Élisabeth. Ni hablar de moverse. Debía seguir siendo un recluso modelo y vivir, mentalmente, junto a su amada.
—No es asunto mío.
—Son críos. Los obliga a chupársela. Les da por el culo sin preservativo. Ese imbécil va a matarlos a todos.
—Yo no puedo hacer nada.
Éric se inclinó más. Su aliento despedía un hedor a descomposición. Jacques imaginó su lengua como un trozo de carne putrefacta. El gnomo dijo, en un tono a medio camino entre la seriedad y la ironía:
—Aquí eres tú el amo, Reverdi. No puedes dejar hacer eso en tu territorio.
El halago era burdo, pero la palabra «amo» accionó un mecanismo. Le dio rabia seguir siendo sensible a ese tipo de vanidad. Sobre todo en aquel reino de degenerados. Sin embargo, Éric tenía razón: estaba escrito que el guardia debía morir. Desde el instante en que lo había obligado a él a rascar el sudor de las paredes. Justo en el segundo en que le había hecho arrodillarse a la fuerza. Ningún ser humano que lo hubiera humillado podía seguir vivo.
En consecuencia, ¿por qué no acelerar el movimiento y salvar a unos cuantos chavales? Una idea lo iluminó. Iba a integrar a Élisabeth en su decisión: «Cuando haya identificado los Jalones —pensó—, le ofreceré la piel de Raman».
—Esperemos unos días —dijo—. No se puede actuar de buenas a primeras.
Las Cameron Highlands eran famosas en Malaisia.
Imposible hojear una guía sin encontrar un largo pasaje dedicado a esa región. Todos los malayos consideraban esas tierras un paraíso porque permitían acceder a un milagro: el frescor. A más de 1.500 metros de altitud, no había que soportar los monzones húmedos y las estaciones sofocantes. Por encima de las brumas estaba el frío.
Los ingleses habían sido los primeros en colonizar esas cimas construyendo mansiones y campos de cricket, plantando té… y prohibiendo el acceso a los malayos. Una vez expulsados los colonizadores, los ricos autóctonos habían ocupado su lugar: habían construido más hoteles de lujo y campos de golf, y habían continuado horadando los gigantescos bosques primigenios.
Porque, antes de llegar a esos verdes paraísos, estaba la selva.
Marc circulaba ahora bajo altas bóvedas de hojas. Seguía curvas en zigzag bordeadas a la derecha por los acantilados cubiertos de lianas, y a la izquierda por precipicios esmeralda. La carretera no cesaba de subir, y abajo se distinguía la cinta de asfalto del tramo recorrido.
Marc saboreaba ese primer encuentro con el espeso bosque. Había parado el aire acondicionado del Proton y circulaba con las ventanillas bajadas para sentir el fresco, que aumentaba en cada curva. A veces incluso cerraba los ojos y trataba de poner nombre a los perfumes que salían a su encuentro. En realidad, improvisaba, repitiendo como una letanía los nombres que había leído en la guía: palmeras, cocoteros, tualangs, orquídeas, raflesias…
En otros momentos, fragmentos de su conversación con la doctora Norman lo sacaban de su placidez. «No lo traicione nunca. Es lo único que no podría perdonarle.» Entonces el miedo podía más que el frescor de las tierras altas y se repetía las preguntas de siempre: ¿había o no había peligro? ¿Podía imaginar Reverdi el montaje? Poniéndose en lo peor (su impostura descubierta), ¿a qué se exponía? El asesino estaba entre rejas… y virtualmente condenado.
La carretera seguía subiendo. Los primeros signos del imperio británico aparecieron. Para empezar, las plantaciones de té. Terrazas, en rellanos ordenados, que exhalaban aromas húmedos, casi mohosos. Desde lejos, esos cultivos parecían vestigios de reinos antiguos encajados en la inmensidad verde. En algunas zonas, los campos eran pardos, compactos, taciturnos. En otras, brillaban como panecillos de espuma, ligeros, luminiscentes.