Por fin, el director lo recibió. Un indio de rostro indolente y grandes ojos acharolados. Marc se explicó: Francia, la investigación, Reverdi. Al cabo de un largo silencio, el hombre llamó por teléfono a la doctora Rabaiah Mohd Norman, la psiquiatra que había tratado a Jacques Reverdi.
Unos minutos después, la puerta se abrió para dejar paso a la mujer que Marc había visto en la cinta. Iba vestida con un largo vestido beis y tocada con un
tudung
del mismo color. El conjunto le daba el aspecto de una estatua de arcilla a la que solo le hubieran modelado la cabeza.
La psiquiatra resultó ser muy ingeniosa. No paraba de hacer comentarios graciosos, reforzando sus palabras con una amplia sonrisa que mostraba unos dientes deslumbrantes y caballunos.
—Le propongo visitar el lugar —dijo—. Hablaremos por el camino.
Lo recorrieron con el coche de Marc. Atravesaron granjas, terrenos cultivados y campos de juego. Una inmensa libertad planeaba bajo el sol. La doctora Norman daba cifras: había dos mil pacientes, sesenta y cinco por pabellón, cincuenta por unidad agrícola…
—Hemos llegado al barrio de seguridad.
Entraron en un recinto sometido a una férrea vigilancia: torres de observación, alambres de espinos y barrotes en todas las ventanas. Un verdadero campo de concentración, con la diferencia de que los barrotes estaban pintados de verde y presentaban gran variedad de motivos. Desde ese punto de vista, recordaban las ventanas cinceladas de una mezquita.
Junto al aparcamiento, Marc vio a los primeros pacientes vagando por el césped: negros, curtidos, rapados. Todos llevaban una bata verde —igual que la de Reverdi en la cinta— y parecían más negros aún bajo el sol deslumbrador. Rasgos planos, una mirada sin relieve, como aplastados por la luz.
En el interior del edificio había un gran patio rodeado por una galería con arcadas, desde la que se accedía a pasillos, despachos y salas. Todo era de cemento pintado, desconchado, deteriorado por el sol, la lluvia, el calor.
Recorrieron uno de los pasillos, en el que se repetía la indicación
forensic ward
. Marc no recordaba el significado exacto de la palabra, pero estaba relacionado con la medicina legal. Llegaron a un despacho: una simple mesa de madera, apoyada contra la pared y precedida por una larga hilera de carpetas amarillentas, amontonadas en el suelo.
Un paciente era interrogado por un médico, bajo la vigilancia de un guardia. Sentados uno a cada lado de la mesa, sus papeles no se prestaban a confusión: bata blanca en un lado, esposas en el otro. La doctora Norman, sonriendo, intercambió unas palabras en malayo con el médico; luego se volvió:
—Un recién llegado. Un argelino. Parece ser que habla francés.
Se inclinó y, señalando a Marc, le dijo al hombre en inglés:
—Este señor viene de París. Puede hablar en francés con él, si quiere.
—
No way
—contestó el argelino con gesto hosco.
Tenía una cara huesuda. Sus ojos se perdían al fondo de las órbitas. Marc se fijó en que también llevaba cadenas en los pies. La psiquiatra giró sobre sus talones.
—Como quiera; solo era para que se relajase.
Marc iba tras ella cuando oyó decir:
—Jefe…
La palabra, pronunciada en francés, le hizo volverse. El argelino le sonreía, mostrando una buena colección de dientes torcidos. Sus ojos ardían bajo las cejas. Hizo un gesto con la cabeza apuntando hacia la psiquiatra:
—Cuando le haya cortado a esa la almeja, nos la comeremos juntos. —Le guiñó un ojo—. ¿La prefieres cruda o cocida?
Marc se alejó sin responder. ¿«Cruda o cocida»? Alcanzó a la especialista, que ya estaba girando a la derecha. Vieron un comedor; luego se adentraron en otro pasillo con las celdas cerradas con cerrojos. Todo estaba desierto. Al final, un guardia les abrió otra puerta.
Entraron en una gran sala sumida en la penumbra; las cortinas estaban corridas. Marc pestañeó varias veces antes de distinguir nada. Era un inmenso dormitorio, con ventiladores en el techo, que contenía, tirando por lo bajo, cincuenta camas colocadas contra las paredes. Allí la paz y la quietud era mayor. En algún sitio había encendido un televisor con el volumen bajo. Unos hombres dormían. Otros recorrían el espacio central arrastrando los pies. No llevaban bata verde, sino ropa corriente.
—¿Están esperando que los suelten? —preguntó Marc.
—Al contrario, estos no saldrán nunca. Han sido víctimas del
amok
.
—¿El qué?
—El
amok
. Así es como llamamos en Malaisia a la locura asesina. El joven que ve allí con una camiseta blanca le arrancó los ojos a su hija para que dejara de mirar la tele. Ese otro mató a su mujer, la descuartizó y arrojó los trozos por la ventana del cuarto piso. Aquel que está al fondo…
—Creo que lo he entendido.
La sonrisa de Norman se ensanchó, dejando todos los dientes fuera:
—Es usted un fuera de serie. Yo hace veinte años que trabajo aquí y sigo sin comprenderlo.
Continuaron avanzando. Ella estrechaba manos, dirigía sonrisas a unos y otros, inclinaba el velo, todo con mucha soltura. Una auténtica embajadora de la Unesco. Al final de la sala, una cortina ocultaba otra habitación. Un taller de informática donde varias pantallas sustituían las camas alineadas. Un sofá tapizado en tela ocupaba una esquina; se sentaron allí uno junto al otro. Los pacientes los miraban sin atreverse a acercarse, formando un gran círculo a su alrededor.
—Desde que hice el doctorado —prosiguió la psiquiatra— trabajo en el fenómeno del
amok
. En Occidente hace mucho que reemplazaron las nociones de posesión o de hechicería por términos como «histeria» o «esquizofrenia». En Malaisia las cosas no son tan simples. Todo el mundo coincide en decir que el
amok
corresponde a un ataque de demencia, en el sentido más médico del término. Pero todos piensan también que los demonios desempeñan un papel en el asunto. —La doctora Norman hizo un gesto amplio—. Nosotros seguimos asociando psiquiatría y creencias. En cualquier caso, no está claro que eso sea menos eficaz que Una visión estrictamente clínica. En la medida en que un paciente cree en los diablos que lo poseen, podemos decir que existen, ¿no? La razón no es sino determinado ajuste de la lucidez. Todo es verdad, puesto que todo es percepción…
Marc no la seguía muy bien, pero se dejaba acunar por esa voz suave, esa sonrisa perpetua. Casi había olvidado a Reverdi. Las miradas insistentes de los pacientes lo devolvieron a la realidad.
—¿Es aquí donde estuvo… detenido?
—¿Jacques? Los últimos días sí.
Pronunciaba el nombre a la inglesa: Jack.
—En su opinión, ¿fue víctima del…
amok
?
—Actuó bajo el efecto de un ataque, de eso no cabe duda. Pero yo creo que en ningún momento perdió el control. Su razón no estaba alienada.
—¿Era consciente de sus actos?
—Yo diría más bien que actuó guiado por una de sus conciencias.
—¿Es esquizofrénico?
La doctora levantó las dos manos como queriendo decir: «No tan deprisa».
—Todos tenemos varias personalidades más o menos acentuadas.
—Pero ¿se puede decir que el Reverdi que mató a Pernille Mosensen es el mismo hombre que llegó a ser campeón del mundo de inmersión en apnea?
Ella se recostó en el sofá dirigiendo una mirada indiferente a los pacientes, que seguían inmóviles.
—La conciencia humana no es un núcleo único. Es más bien una rueda. Un campo de posibilidades. Una lotería que gira y de vez en cuando se detiene en un número. El asesinato es uno de los números de Jack.
Marc decidió jugar limpio con la doctora Norman. Mencionó la cinta. La sonrisa de la psiquiatra desapareció.
—¿Quién se la ha dado?
Él no respondió.
—Alang, ¿verdad? Me pregunto por qué nuestro mejor experto en patología criminal es un excéntrico. —Le dirigió una mirada de soslayo—. ¿Qué conclusiones ha sacado?
—¿Conclusiones?
—Sí. ¿Qué le parece esa escena?
El momento perfecto para comprobar si sus hipótesis tenían fundamento.
—Yo creo que Reverdi se protege mediante la apnea.
—Exacto. Pero ¿de qué?
—De los demás y también de sí mismo, de su locura.
La sonrisa de la especialista apareció de nuevo.
—Tiene razón. Jack utiliza la apnea como un caparazón contra las personalidades que lo asaltan. Contra su esquizofrenia.
—Ahora es usted quien ha empleado la palabra.
—Antes quería relativizar sus convicciones. Pero está claro que a Jack lo torturan distintas personalidades. Esas personalidades intentan ocupar el sitio del Jacques Reverdi que él se esfuerza en ser, el Reverdi oficial. Conoce su historia, ¿no?
—Al dedillo.
—Es la historia de un hombre tenaz. Un bloque que siempre ha conseguido lo que quería. Jack ha seguido una línea absolutamente recta, y esa rectitud es inversamente proporcional a la amenaza de dispersión que lo atormenta.
Marc estaba convencido de lo acertado del diagnóstico. Era una evidencia que lo iluminaba poco a poco.
—Ahora —prosiguió la psiquiatra— hablemos de la apnea. He estudiado esa disciplina; he querido comprender por qué Jack estaba persuadido de que esa actitud lo protegía. Está, por supuesto, la autonomía física. En ese momento, no necesita el mundo exterior. Pero hay otra cosa, algo más profundo. ¿Sabe lo que pasa en el organismo cuando se deja de respirar?
Marc sentía las miradas dilatadas de los
amoks
posadas sobre él.
—Pues que la sangre no se oxigena, que…
—El cuerpo está en peligro. Contrariamente a todos los lugares comunes sobre la plenitud y la serenidad, la apnea provoca una tensión, un estado de alerta. El organismo se concentra en sí mismo y se produce un reflejo de vasoconstricción en los miembros superiores e inferiores. La sangre, con su reserva de oxígeno, refluye hacia los órganos vitales: el corazón, los pulmones y el cerebro. Es imposible imaginar una concentración mayor. El hombre se convierte literalmente en un núcleo duro, centrado en sus fuerzas vitales. Eso es exactamente lo que busca Reverdi. Forma una unidad sólida contra sus demonios interiores… Pero yo creo que podemos ampliar ese fenómeno también a los asesinatos.
Marc se estremeció.
—¿A los asesinatos?
—Recuerde lo que le hizo a la joven danesa. Sangró a la pobre chica. Yo creo que en esos momentos el escenario del crimen se transforma en una especie de extensión de sí mismo.
Despliega
su ser en ese espacio y provoca en él un aflujo de sangre para protegerse mejor. Exactamente igual que cuando la hemoglobina refluye hacia el corazón y los pulmones en el interior del cuerpo.
—¿Cómo puede estar segura de eso?
—Tengo otra pregunta que hacerle —se limitó a responder —. Recuerda sus últimas palabras, en la cinta?
Marc no vaciló ni un segundo.
—«Escóndete, deprisa, viene papá» —dijo en francés.
Ella asintió lentamente con la cabeza.
—Quizá sea un recuerdo. Un trauma. O una alucinación. No he encontrado una respuesta para eso. Pero una cosa es segura: su comportamiento defensivo es desencadenado por la llegada simbólica del padre. Esa es la última amenaza: la personalidad paterna. Teme que esa personalidad se introduzca en él. Tiene miedo de convertirse en su padre.
La psiquiatra ordenaba unos elementos esenciales, como si fuera un rompecabezas, pero no de la forma en que Marc lo habría hecho.
—Según la información de que dispongo —replicó—, Jacques Reverdi no conoció a su padre. ¿Cómo es posible que tema su llegada, o su influencia?
—Eso es justo lo que quiero decir: lo que cuenta es su ausencia. Porque entonces la figura paterna puede adoptar todas las caras, todas las personalidades. Esa presencia polimorfa es el origen de la esquizofrenia de Jack. Tiene miedo de ser su padre. Es decir, cualquiera, cualquier cosa. Cuando sufre los ataques, su ser se convierte en un signo de interrogación, en una falla abierta.
Marc comprendió de pronto adónde quería ir a parar la doctora Norman.
—¿Cree que esas figuras potenciales podrían ser negativas?
—Siempre son negativas.
—¿Podrían ser criminales?
La psiquiatra retrocedió hacia el brazo del sofá para alejarse de Marc y contemplarlo mejor.
—Jack Reverdi está convencido de que su padre era un criminal. Mata cuando no consigue defenderse de esa certeza. Cuando la apnea no logra protegerlo. Su padre entra entonces en su interior, se difunde por su «yo» como un veneno en la sangre.
—No lo entiendo. Acaba de decir que el crimen era un rito de protección, o sea, lo contrario.
—Es todo a la vez,
mon cher
—dijo ella, adoptando un tono irónico—. Jack recurre a la sangre de su víctima para reforzar su fortaleza, como un niño que construyera murallas de arena frente al mar. Pero ya es demasiado tarde. La ola está ahí y lo destruye todo. Su acto criminal es la prueba de que «papá» ha venido. Todos sus asesinatos son una mezcla de pánico y de resignación. De rebeldía y de aceptación.
Marc se quedó pensativo. Esas conclusiones encajaban con sus propias hipótesis, hasta entonces mal definidas. En ese instante comprendió otra verdad, evidente cuando se seguía la cronología de Reverdi. Hasta la edad de catorce años había estado protegido de esa amenaza por su madre. Cuando ella se había suicidado, el joven, desnudo, sin protección, había sido asaltado por la figura amenazadora del padre. Expuso esa hipótesis en voz alta.
—También habría mucho que decir sobre la desaparición de su madre —confirmó la psiquiatra—. Es el segundo trauma que configura la personalidad de Reverdi. Esa traición…, porque Jack considera ese suicidio una traición…, fue la chispa que encendió su pulsión criminal.
Un escalofrío recorrió a Marc.
—¿Quiere decir que mata desde la adolescencia?
—No. El paso a la acción siempre requiere un período de maduración. Usted es un especialista en la materia; conoce los datos. Por lo general, los asesinos en serie comienzan a realizar sus siniestras hazañas hacia los veinticinco años. Yo creo que el perfil de Jack sigue esa regla. La ausencia del padre y la traición de la madre «maduraron» en él, como un tumor, hasta transformarlo en predador. Mata tanto para parecerse a su padre como para vengarse de su madre. Odia a las mujeres. Todas son unas traidoras. Quiere verlas «sangrar».