—¿Algo más?
El rostro de Isaac parecía atormentado.
—¿Y bien? —La voz de Pacorus no era ya tan cordial—. Han de declararse todos los bienes a los oficiales reales.
—Algunas gemas, excelencia —contestó a su pesar—. Lapislázuli, ágatas. Unos pocos diamantes.
—¿Sabéis de piedras preciosas? —inquirió Tarquinius.
El judío parpadeó.
—Tengo algunos conocimientos.
—¿Cuánto índigo?
—Tres
modii
[22]
—Isaac frunció la boca con la pregunta y se volvió hacia Pacorus en busca de apoyo—. Pagamos todos los tributos, excelencia. En Antioquia.
El parto sonrió.
—¡Con un
modius
hay suficiente tinte morado para mil togas! —exclamó con malicia—. Y para hacerte un hombre rico.
—Primero hay que pagar a los tintoreros de Tiro —protestó Isaac—. ¡Y son unos ladrones!
—Pero todavía os quedará una buena cantidad —contestó Pacorus con sequedad.
—Arriesgo la vida cruzando medio mundo, excelencia —farfulló Isaac—. ¿No me merezco ganar algo de dinero?
—Por supuesto. —Tarquinius rió y levantó ambas manos para apaciguar los ánimos—. ¿Qué cantidad de seda lleváis?
Al darse cuenta de que estaba interesado, el mercader cambió inmediatamente su comportamiento.
—Más de cien fardos de la mejor calidad —respondió con astucia—. ¿La queréis ver?
El etrusco miró a Pacorus, para indicar que el oficial era quien estaba al mando.
—Muéstranosla.
Isaac habló impaciente con sus compatriotas. Los hombres salieron apresuradamente de la tienda y enseguida regresaron con dos fardos grandes de tela. El mercader se acercó a los fardos y los deshizo con pericia. Se formaron nubes de polvo cuando sacó la tela gruesa que los cubría, sin embargo la seda color crema del interior estaba limpia. Ni siquiera la tenue luz de la tienda disminuía el refulgente brillo de la tela.
—Vale su peso en oro —susurró Tarquinius, y se acercó más. Tocó la tela con dos dedos—. ¿Toda tiene el mismo grosor?
Isaac empezó a ensalzar las cualidades de la mercancía.
Tarquinius dejó de fingir.
—Queremos toda la seda.
El judío estaba impresionado.
—¿Toda?
Tarquinius asintió.
—Esa seda vale una fortuna —protestó Isaac, y se inclinó ante Pacorus—. Dudo mucho que esté dentro de vuestras… posibilidades.
Tarquinius se llevó la mano a la túnica.
—Mirad esto —dijo. Abrió la bolsa de cuero.
Con cautela, Isaac tendió una mano sucia.
El rubí cayó sobre la palma extendida.
—Esto es suficiente para pagarlo todo —añadió el etrusco.
El judío se quedó momentáneamente mudo. Era mayor que el huevo de una gallina.
Tarquinius se rió con una risa cómplice.
—No estoy seguro de que sea de la mejor calidad. —Isaac levantó la gema, la acercó a la luz y guiñó un ojo—. Veo algunas imperfecciones.
—Vale un dineral —dijo Tarquinius con brusquedad—. Y lo sabéis.
—Coged el rubí. —Pacorus habló con frialdad—. La seda es nuestra.
—Y la mirra —añadió Tarquinius.
Isaac sabía cuándo aceptar un trato.
—Por supuesto, excelencia —dijo en tono adulador.
La piedra ya había desaparecido bajo su túnica.
—Es vuestra. Simplemente hay que traer la mercancía desde mi campamento hasta aquí.
Se dio la vuelta para marcharse.
—Quedaos —dijo Tarquinius. Su tono era tajante—. Hasta que veamos toda la seda.
El viejo mercader se paró en seco.
—Claro, claro. —Dio una orden a sus hombres, que salieron disparados de la tienda.
Tarquinius se dirigió a Pacorus.
—Es dura y gruesa. Y con estos fardos tendremos suficiente para forrar cinco mil escudos.
—Pero eso sólo es la mitad.
—Tendremos más que suficiente. —El etrusco miró al comandante con sus penetrantes ojos oscuros—. Ya he visto una victoria aplastante sobre los sogdianos.
—Dicen que predijiste la derrota romana antes de Carrhae.
—Semanas antes.
Pacorus sonrió.
Margiana, otoño del 53 a.C.
En el viaje desde Seleucia habían recorrido dos mil cuatrocientos kilómetros y habían pasado por todo tipo de terrenos y de climas. Había sido una experiencia extraordinaria para los legionarios, pues la campaña de Craso no los había preparado para sobrevivir en ese tipo de entornos. Gracias a Tarquinius, a los
optiones
que habían sobrevivido y a la dura disciplina parta, los prisioneros se habían endurecido de una manera increíble. Tres meses después de la partida, más en forma que nunca, musculosos y muy morenos, a los legionarios sólo se los reconocía por sus harapientos uniformes. Se habían creado nuevas normas de vestir para cada centuria y se habían forrado con seda cinco mil escudos. Tarquinius había estado ocupado todas las noches, pues supervisaba a los soldados cuando cosían las capas de seda. Los cascos y las puntas de las lanzas brillaban a la luz del sol; marchaban al paso en fila, treinta y tres kilómetros al día. Todavía utilizaban trompetas, pero Pacoras también les había enseñado a reconocer nuevas órdenes de los tambores.
La Legión Olvidada tenía una estampa intimidatoria, pero durante la larga marcha no había habido acción. Como los soldados descubrieron enseguida, la extensa nada de Partia central estaba muy poco poblada. Nadie se había quejado. El recuerdo de Carrhae seguía muy vivo.
Unas semanas después del encuentro con Isaac, el terreno llano y árido fue reemplazado por una cordillera de montañas llenas de árboles y arbustos. Tras marchar a través de esas montañas, los legionarios llegaron a las grandes llanuras de Margiana. Para su sorpresa, había muchos ríos y arroyos que bajaban de las montañas por todas partes. Era una tierra habitable, el polo opuesto de las inmensidades que habían dejado atrás. A Romulus le recordaba la campiña que había visto en el viaje de Roma a Brundisium.
Los odres de agua se llenaban todos los días, había mucha caza y las temperaturas eran aceptables. Todas las noches, los hombres se llenaban las barrigas de carne. Los guardias partos se relajaron. La vida resultaba más agradable. Incluso las nubes de buitres que los habían seguido desde Seleucia se fueron disgregando hasta desaparecer.
La atención de los dioses se había alejado de la legión olvidada.
—¡Tenías razón! —Félix contemplaba contento el paisaje verde—. Ríos. Tierra fértil. Aquí hay casas de labranza.
—Ya te lo dije —respondió Brennus sonriente—. Confía en Tarquinius.
Félix cabeceó, asombrado.
Abundaban los cultivos y los grupos de chozas bajas. Habían divisado varias aldeas, pero Pacorus no había querido entrar en ellas. No quería llamar la atención. Sólo habían hecho una parada de varios días cerca de una pequeña ciudad de aspecto helénico rodeada de una muralla de protección.
Tarquinius y el parto habían entrado solos y habían hecho un pedido a todos los herreros. El hierro de Margiana era famoso en Partía por su calidad, y se utilizaba para forjar las armaduras de los catafractos. Volvieron al tercer día por la tarde con las muías cargadas con miles de lanzas largas. Las armas fueron entregadas de inmediato a la mitad de los hombres, y los entrenamientos empezaron a la mañana siguiente. Practicaron nuevas maniobras, y los soldados refunfuñaban cuando los organizaban en formaciones extrañas.
A nadie le explicaron el porqué. Pero Brennus y Romulus lo sospechaban. Como siempre, el etrusco no decía nada.
Pacoras, que deseaba llegar a la frontera cuanto antes, condujo a la legión olvidada a través de Margiana hasta unas praderas onduladas. El paisaje verde y virgen, lleno de fauna, se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Todos los días veían antílopes, lo que permitía a las partidas de caza proveer al ejército de más carne fresca. Para variar la dieta, Romulus y Brennus pescaban en los arroyos.
En algunas ocasiones, veían campamentos formados por tiendas grandes y circulares con cubiertas puntiagudas. Alrededor de tales asentamientos había manadas de caballos y rebaños de ovejas y cabras que pastaban en los exuberantes pastos. Hombres y muchachos a caballo vigilaban los animales. Tal como había descrito Tarquinius, los miembros de estas tribus eran bajos, de piel amarilla, cabello negro y ojos rasgados.
—Son gente de aspecto estrafalario —comentó Brennus cuando pasaron un grupo bastante grande de tiendas—. Pero parecen bastante pacíficos.
Los jinetes que estaban cerca se detuvieron y contemplaron impasibles el paso de la columna. Llevaban los jubones y los pantalones de tela basta embarrados y sólo iban armados con el consabido arco y cuchillos de caza. Muy pocos legionarios se molestaron en mirar. Los lugareños no eran importantes.
Tarquinius asintió con la cabeza.
—Prácticamente viven en asentamientos permanentes. Aunque los sogdianos nómadas que han hecho incursiones en esta zona tienen un aspecto muy similar.
Brennus miró con curiosidad las narices chatas y los pómulos marcados de los jinetes.
—Apuesto que no han visto a muchos como nosotros.
—¡Ni a un hombre de tu estatura! —exclamó Romulus.
Ambos se rieron.
—Sus antepasados sí. —Tarquinius siempre tenía más información—. Alejandro fundó no muy lejos de aquí la ciudad de Antioquía, que sigue siendo la capital de Margiana. Casi todo el comercio de Oriente pasa por sus puertas.
—Las leyendas locales hablan de poderosos soldados de piel clara y cabello rubio que aplastaron a todos. —Pacorus había oído el comentario cuando pasaba a caballo.
Los que entendían un poco de parto miraron a su alrededor con interés.
—¡Griegos! —exclamó Romulus, y se imaginó al ejército que había marchado tan lejos de su patria casi tres siglos antes. Como siempre, el pensamiento avivó su imaginación.
Tarquinius ya lo sabía.
—Esta zona sólo hace una generación que está bajo nuestro control —continuó el oficial parto—. A los habitantes no les gustamos y las revueltas son comunes. Y las tribus del norte piensan que las praderas son suyas para el pastoreo y las ciudades para el saqueo. La función de la legión olvidada es enseñarles que no es así.
—¿Habrá mucha lucha entonces, señor? —A Brennus le brillaban los ojos.
—Probablemente —reveló Pacorus—. Y muy pronto.
Romulus sintió que le invadía un sentimiento de orgullo al oír el nombre y, a juzgar por su reacción, otros hombres sentían lo mismo. Todavía eran soldados romanos. El águila seguía al frente. Aferrarse a su identidad había sido básico para la supervivencia de unos prisioneros sin futuro desterrados en los confines de la tierra.
—Nos necesitan en la frontera —dijo Tarquinius inesperadamente.
Pacorus abrió la boca.
—Los mensajeros han traído noticias esta mañana —admitió apesadumbrado—. Ha habido una incursión de las tribus sogdianas. Miles de cabrones. Han atacado varias ciudades al norte de la capital. Las han reducido a cenizas.
—Los hombres están preparados, señor. —El etrusco señaló los escudos forrados de seda, las largas lanzas—. Si me permite que hablemos…
—¿Por qué? —preguntó el parto con desconfianza.
—Tengo una sorpresa para el enemigo.
Pacorus le hizo una seña.
Todos contuvieron la respiración y miraron cómo el etrusco rompía filas para reunirse con el oficial al mando. Tarquinius hablaba impaciente y gesticulaba con las manos mientras el otro escuchaba. La conversación no duró mucho.
Pacorus gritó una orden y las trompetas inmediatamente indicaron a la legión con los escudos forrados de seda que se detuviese.
—Espero que este plan funcione, adivino.
—Funcionará —respondió Tarquinius con calma.
Momentos después, el segundo parto al mando condujo la otra mitad de la legión hacia el oeste, hacia Antioquía. Cuando los hombres que estaban con Tarquinius se dieron cuenta de que sus camaradas no se dirigían a la batalla, empezaron a lanzar insultos. Los soldados que marchaban respondían con risas y abucheos.
—¿Adonde vamos? —preguntó Félix.
—A defender la capital. —El etrusco sonrió—. Y a instalar el campamento. No tendremos que cavar zanjas cuando regresemos.
—¿Regresar de dónde? —preguntó Félix receloso.
—Del río que delimita la frontera.
Le acribillaron a preguntas porque querían saber más.
Pero Tarquinius no respondió, regresó a la fila y clavó la mirada en el horizonte.
Las trompetas sonaban con estridencia y se oían los golpes de los tambores. Los soldados se pusieron en marcha y miles de sandalias de hierro aplastaron la hierba.
—¡Esos hijos de mala madre probablemente hayan escapado! —Pacorus miró la neblina—. Hemos llegado demasiado tarde.
Al sur, hacia el horizonte, había prados de hierba alta. A lo lejos, una cordillera de montañas bajas se extendía de izquierda a derecha. Las arboledas eran lo único que interrumpía el paisaje. Los pájaros trinaban y competían con el zumbido de los innumerables insectos. El aire estaba en calma y se oían todos los sonidos. A cierta distancia, una manada de antílopes miraba nerviosa a los soldados. Los animales no tardaron mucho en alejarse, pastando en el camino. Un sol espléndido iluminaba la tierra fértil, pero no había señales de habitantes. Estaban demasiado cerca de Sogdiana.
La Legión Olvidada esperaba a los violentos miembros de las tribus de las estepas desnudas.
—No hay señales de su paso. —Tarquinius le tranquilizó.
Tras las filas de los legionarios se encontraban los guardias partos, los trompetas y los tamborileros. A sus espaldas fluía veloz un río ancho. Los senderos embarrados, cerca de su posición, llevaban hasta la orilla del agua, buena señal de que se trataba de un buen lugar para vadear el río. Casi todas las huellas de los cascos iban en dirección a Margiana. Estaba claro que pocos caballos habían pasado camino del norte en los últimos días.
El parto volvió a mirar el vado.
—Dijiste que tardarían tres días en llegar hasta aquí —gruñó irritado Pacorus.
—Sólo ha sido un par. —A pesar de la naturaleza de su relación, Tarquinius tenía cuidado y se dirigía al parto con respeto.
Pacorus cambió de tema.
—Los hombres lo han hecho bien. —Recorrer más de ochenta kilómetros en dos días había sido duro—. ¿Todavía están preparados para luchar?