—Con esto podremos comprar toda la seda que queramos.
Pacorus frunció los labios.
—Ya veo que el lituo no es todo lo que has conseguido conservar.
Tarquinius no dijo nada.
El parto miró la piedra con avaricia y llevó la mano derecha a una de sus dagas.
—Puedo quedármela fácilmente.
—Pero no lo harás.
—Estás solo y no vas armado. —Lanzó una mirada a su guardia—. Fuera hay diez hombres más.
—Te maldeciría para el resto de tus días. —Tarquinius guardó la bolsa. Los ojos oscuros le brillaban a la luz de las antorchas—. Y mi cohorte puede que tampoco estuviese muy contenta.
Pacorus tragó saliva. El soldado rubio había ayudado a la columna a cruzar sin percances las montañas. Podía predecir desprendimientos de tierra con días de antelación y las tormentas antes de que apareciesen en el cielo. Se rumoreaba que incluso había predicho la derrota de su ejército en Carrhae.
Con una sonrisa, el etrusco se acercó a la cortina de seda que separaba la tienda en diferentes habitáculos.
—¿Puedo hacer una demostración?
Pacorus asintió con la cabeza.
Tarquinius bajó la pieza de tela coloreada y envolvió varias veces en ella un cojín cuadrado. Dio cincuenta pasos hasta el fondo de la larga tienda, la mortífera distancia que había destrozado a las legiones. Lo dejó en el suelo, retrocedió y tomó un arco de cuerno muy curvado y una aljaba del soporte de madera.
El guerrero de la entrada inmediatamente se adelantó con la lanza preparada.
Pacorus gritó una orden y el hombre retrocedió.
El arúspice se acercó a su anfitrión y estudió el arma detenidamente.
—Está muy bien hecho —comentó mientras lo probaba—. Es muy potente.
—Para hacer un buen arco se necesitan varias semanas —explicó Pacorus—. El cuerno y el tendón han de tener el grosor adecuado y la madera ha de estar bien seca.
Tarquinius se giró hacia el objetivo, sacó una flecha y la colocó en la cuerda. Levantó los brazos, se detuvo y se giró un poco.
El parto respiró hondo.
Tarquinius se dio media vuelta, contento de haber explicado su idea. Tensó bien el arco, cerró un ojo y apuntó con cuidado en la penumbra. Con un gruñido, disparó. La flecha silbó en el aire y aterrizó con un golpe.
—¡Tráelo aquí! —gritó Pacorus.
El guardia recogió el cojín del suelo con cara de sorpresa. Se acercó al comandante, hizo una reverencia y se lo entregó.
Pacorus miraba el cojín, fascinado. La flecha sólo había penetrado dos dedos en el relleno. La sacó con un suave tirón. La punta estaba completamente cubierta de tela.
Seda que apenas se rasgaba o estropeaba.
El parto tenía los ojos como platos.
—Si envolvemos con media docena de capas de esta tela los escudos —declaró Tarquinius—, tendrás un ejército capaz de soportar cualquier flecha.
En la mirada de Pacorus se apreciaba un renovado respeto por el arúspice.
—Ya viste la disciplina romana en Carrhae antes de la carga de los catafractos. Los legionarios son la mejor infantería del mundo —aseguró Tarquinius—. Con los escudos envueltos en seda, la legión olvidada será invencible.
—Esas tribus nos superan en número.
—No tienen ninguna posibilidad —insistió Tarquinius.
—¿Por qué me dices todo esto?
—Porque mis amigos y yo no deseamos morir. Tuvimos suerte de sobrevivir a la última batalla. —Tarquinius arqueó las cejas—. Enfrentarnos a esos arcos por segunda vez…
Pacorus estaba intrigado. El etrusco no lo sabía, pero la nueva orden de Orodes era un arma de doble filo. A lo largo de la historia, los arqueros montados y los catafractos habían conseguido mantener a raya a los nómadas de las estepas. Sin embargo, la guerra contra Roma había reducido peligrosamente las fuerzas fronterizas partas y recientemente habían llegado noticias de incursiones bastante profundas dentro del Imperio. Desde su salida de Seleucia, a Pacorus le preocupaba la posibilidad de enfrentarse con pocos arqueros a las tribus saqueadoras. El parto escanció más vino.
—Ahí está tu caravana —dijo Brennus protegiéndose los ojos del sol.
Romulus sonrió. Ambos habían oteado con impaciencia el horizonte desde la visita nocturna de Tarquinius a Pacorus.
Habían pasado exactamente doce días.
El polvo se convertía en aire caliente a media distancia. Era fácil descubrir el movimiento en la llanura que había reemplazado las dunas de arena. Se distinguía una larga hilera de camellos que se extendía hasta la neblina.
Pacorus también vio los animales y ordenó a la columna que se detuviese. Los tambores tocaban más órdenes. La mayoría de los soldados ya entendía las órdenes básicas en parto y obedeció de inmediato. El hábil oficial, que reconocía que las nuevas tropas luchaban mejor de la manera que habían sido entrenadas, había aprendido de Tarquinius muchas maniobras romanas. El día antes había dado el paso de rearmar a todos los prisioneros. De nuevo, sólo el etrusco sabía por qué. A pesar de la alegría inicial de marchar sin carga, los legionarios estaban orgullosos de llevar otra vez jabalinas, espadas y escudos.
Como respuesta a los toques de tambor, las cohortes se abrieron en abanico en una línea defensiva de seis en horizontal, tres de profundidad y dos para proteger el convoy de abastecimiento en la retaguardia. Todos pusieron las armas y los escudos en el suelo y bebieron sorbos de agua mientras esperaban. Delgados y en forma, los soldados romanos se habían acostumbrado a marchar con calor y el agotamiento ya no suponía un problema. Se encontraban en pleno territorio parto y muy pocos estaban preocupados por lo que se acercaba.
Pasó algún tiempo. Poco a poco la caravana se acercó y al final se apreciaban más detalles. Estaba compuesta por aproximadamente treinta animales con joroba que caminaban con un característico movimiento bamboleante. En los lomos de los animales colgaban alforjas de una tela gruesa.
—Extraordinarios animales. Pueden pasarse días sin agua —comentó Tarquinius.
Romulus los observaba detenidamente a medida que se iban acercando. En Carrhae los camellos habían estado demasiado lejos para verlos bien.
Un grupo de cincuenta hombres acompañaba los animales de carga. Casi todos parecían guardaespaldas, contratados para proteger a los comerciantes y sus mercancías. Vestían túnica larga y turbante para protegerse del sol, y la mayoría llevaba lanza y arco. Unos pocos llevaban espada. No parecían muy disciplinados. Varios exploradores cabalgaban nerviosos al lado de la caravana; ya habían cumplido con su misión, que consistía en informar de la presencia de los romanos.
Tarquinius echó un vistazo.
—Son una mezcla de indios, griegos y partos. Suficiente protección contra la mayoría de los bandidos.
—La mitad de una centuria los eliminaría —comentó Romulus.
—No será necesario. —Brennus sonrió—. Míralos.
La caravana se detuvo no muy lejos de ellos y el polvo empezó a posarse. Los camellos bramaron, contentos de descansar.
Era obvio que los recién llegados estaban nerviosos. Las manos sujetaban con fuerza las armas y los pies pateaban la arena caliente. Los ojos oscuros se movían intranquilos en los rostros sudorosos. Los mercaderes no podían hacer nada frente a semejante ejército. La llanura se extendía hasta el infinito.
—Supongo que no somos una imagen común —observó Romulus con ironía.
Todos rieron. Diez mil legionarios en medio de Partía debían parecer estrambóticos a otros viajeros.
Al fin un hombre bajo vestido con una mugrienta túnica blanca se les acercó con las manos extendidas en señal de paz. Tres guardias le seguían arrastrando los pies. A mitad de camino, la figura se detuvo esperando una respuesta.
Pacorus miró a Tarquinius.
—¡Pelotón de diez hombres! —gritó—. ¡Formad y seguidme!
El etrusco saludó resuelto y dirigió a Brennus, Romulus, Félix y otros siete en línea tras el parto. Con los legionarios detrás, Pacorus avanzó lentamente a caballo por la arena y se detuvo a veinte pasos del otro grupo. Tarquinius gritó una orden y la fila volvió a formar, mirando al frente y con los escudos preparados.
El anciano de la túnica sucia se apoyó en un gastado bastón y observó a los soldados que se acercaban. El alborotado cabello blanco enmarcaba un rostro inteligente con una gran nariz aguileña. Tenía la piel muy morena tras haber pasado años al sol. Parecía visiblemente aliviado de ver un parto al mando.
—¿Quiénes sois? —preguntó Pacorus—. ¿Y adonde os dirigís?
—Me llamo Isaac —contestó el forastero con rapidez—. Soy mercader y me dirijo a Siria pasando por Seleucia. —Calló un momento antes de atreverse a preguntar—: ¿Quién sois vos, excelencia?
Pacorus se rió.
—Un oficial del ejército del rey Orodes. —Se dio la vuelta en la silla y señaló a las cohortes—. Y éstos son sus últimos reclutas.
Isaac se quedó boquiabierto.
—Parecen legionarios.
—Ojos viejos no engañan —dijo Pacorus—. Hace algunos meses aplastamos a un inmenso ejército romano al oeste de la capital. Estos son los supervivientes. La Legión Olvidada.
El mercader disimuló su sorpresa por la noticia de semejante invasión.
—Buenas noticias —contestó con soltura—. Entonces, ¿podemos continuar el viaje sin problemas?
—Por supuesto. —Pacorus inclinó la cabeza—. Después de que hayáis disfrutado de mi hospitalidad. Es lo que desea el rey, estoy seguro de ello.
Isaac sonrió y enseñó los dientes picados. No se podía confiar en todos los partos, pero no podía declinar la invitación.
—Un día de descanso nos irá bien —dijo, y se giró y gritó con voz aguda a los hombres situados junto a los camellos.
A pesar de que tan sólo era mediodía, Pacorus ordenó que se levantase el campamento. La mayoría de los soldados se quejaron, disgustados por tener que cavar mucho antes de lo habitual. Era extremadamente duro construir una muralla y cavar una zanja al sol, pero los de la cohorte de Romulus apenas dijeron nada. Se daban cuenta de que el arúspice tramaba algo.
A unos cuantos pasos estaban los camellos, atados a estacas clavadas en la tierra. Y sus bramidos de enfado pidiendo comida llenaban el ambiente. Los romanos, que no estaban acostumbrados a ver animales tan extraños, los miraban fascinados. De ojos saltones, largas pestañas y gruesos labios, daban la sensación de ser verdaderamente inteligentes; pero los animales con joroba también tenían muy mal genio, y coceaban y escupían a cualquiera que se les acercase demasiado.
Los guardas y los mercaderes trabajaron juntos para levantar tiendas espaciosas. Transportaron montones de mercancía al interior de la mayor. Para aprovechar la situación, Isaac también preparaba un campamento completo.
Romulus apenas podía contener su entusiasmo. Desde su partida de Seleucia no había pasado nada interesante, aparte de los entrenamientos con las armas y las continuas lecciones de Tarquinius, así que el joven y curioso soldado se aburría a menudo. Los largos días de marcha eran tediosos. El desierto había sido reemplazado por las montañas y enseguida habían seguido más páramos arenosos. Casi todos los días eran iguales. La posibilidad de escuchar historias de Oriente y ver artículos exóticos resultaba emocionante.
Pasaron las horas y levantaron los muros de barro provisionales como habían hecho tantas otras veces. Se montaron las tiendas y los cansados soldados se metieron en ellas, desesperados por estar a la sombra. Unas cuantas gotas de agua lavaban el polvo de las secas gargantas. Había sido una dura lección, pero ya todos sabían conservar el líquido como si fuese oro. Todos los hombres de la legión olvidada se sabían el truco de Tarquinius de chupar guijarros.
Pacorus esperó a última hora de la tarde para invitar al mercader de Judea a su espacioso pabellón. El calor abrasador empezaba a remitir, el sol se ponía en el cielo y se levantó una ligera brisa. El comandante añadió a sus guardias partos diez legionarios y además una centuria esperaba cerca: toda una demostración de fuerza para intimidar.
Los dos grupos de guardias se miraron con una desconfianza poco disimulada. Hasta que no luchasen contra un enemigo común, poco iba a cambiar. Demasiada sangre se había vertido en ambos bandos.
Poco después Tarquinius recibió la orden de entrar, y Brennus y Romulus se quedaron cerca de la pared de la tienda para intentar oír lo que dijesen. Para su desgracia, Pacorus y el arúspice hablaban en voz baja.
—¿Cómo lo va a hacer? —preguntó Félix.
Romulus también se estrujaba el cerebro para intentar averiguarlo.
—Confía en él. —Desde Seleucia nada debilitaba la convicción de Brennus.
El pequeño galo refunfuñó y guardó silencio, y Romulus estiró el cuello para intentar oír retazos de la conversación.
Esperaron un rato; mientras tanto, mataban moscas y miraban a los partos que estaban cerca.
—¡Ahí está!
El mercader se acercaba seguido de tres acompañantes, con un único guardia detrás. Al llegar a la entrada y antes de entrar con su grupo, Isaac habló brevemente con los guardias partos.
Pacorus hizo una reverencia cuando el de Judea entró.
—Partía da la bienvenida a los honestos mercaderes.
—Gracias, excelencia —respondió Isaac más despacio. Estaba allí bajo coacción, pero tenía que seguir el juego.
Los sirvientes se acercaron y le ofrecieron vino, fruta y carne. El anciano se bebió dos copas de golpe y después acabó con un plato pequeño de comida. Mientras masticaba un trozo de cordero, miró a Tarquinius con curiosidad.
El etrusco le ignoró a propósito.
—¿Cuánto tiempo os ha tomado el viaje? —preguntó Pacorus cuando le pareció que su invitado había comido bastante.
—¿En total? —El judío rió socarrón—. Hasta ahora dos años, excelencia. India, Escitia, Margiana.
—Vuestros camellos van muy cargados.
—Ha sido un buen viaje —admitió Isaac a regañadientes—. Y puede que consiga un pequeño beneficio. Si regreso sano y salvo a Damasco.
—¿Qué lleváis? —Tarquinius habló por primera vez.
El mercader frunció el ceño al oír la pregunta. Como no estaba seguro del estatus del soldado rubio, Isaac arqueó una ceja y miró a Pacorus, y éste asintió con la cabeza.
—Mirra, olíbano y seda, un poco de marfil y de índigo.
Estos artículos alcanzaban precios astronómicos en Roma, pero de la forma en que Isaac hablaba de ellos parecía que no valieran absolutamente nada.