—Bueno, ya estamos todos —anunció el hombre.
Alzó su copa y animó a los demás a hacer otro tanto.
La tarde había sido calurosa y a Liesel la desconcertó lo fría que estaba la copa. Miró a Hans en busca de su aprobación.
—
Prost, Mädel
. Salud, jovencita —brindó, sonriéndole abiertamente.
Entrechocaron las copas y en el momento en que Liesel se la llevó a la boca, el burbujeante y empalagoso sabor dulzón del champán le corroyó los labios. Sus reflejos la obligaron a escupirlo de inmediato sobre el mono de su padre, donde vio cómo espumaba y babeaba. Todos se echaron a reír y Hans la animó a que lo probara de nuevo. Al segundo intento fue capaz de tragárselo y disfrutar del sabor de infringir una norma mayúscula. Sabía a gloria. Las burbujas le royeron la lengua. Le aguijonearon el estómago. Incluso de camino a la siguiente casa, aún sentía el calor que le producían los alfileres y las agujas que llevaba dentro.
Mientras arrastraba el carro, su padre le contó que esa gente le había confesado que no tenía dinero.
—¿Y les pediste champán?
—¿Por qué no? —la miró. Sus ojos nunca habían sido tan plateados—. No quería que creyeras que las botellas de champán sólo se usan para pasarle el rodillo a la pintura. No se lo digas a mamá, ¿vale?
—¿Se lo puedo contar a Max?
—Claro que se lo puedes contar a Max.
En el sótano, cuando Liesel se puso a escribir sobre su vida, prometió no volver a beber champán nunca más porque nunca sabría tan bien como esa cálida tarde de julio.
Y lo mismo valía para los acordeones.
Muchas veces quiso pedirle a su padre que le enseñara a tocar el instrumento, pero siempre había algo que la detenía. Tal vez una misteriosa intuición le decía que nunca sabría hacerlo como Hans Hubermann. De hecho, ni los mejores acordeonistas del mundo entero podían comparársele. Jamás conseguirían la concentración natural que se reflejaba en el rostro de su padre, o lucirían en los labios un cigarrillo ganado a cambio de sudor. Y nunca podrían cometer un pequeño fallo soltando después una risotada de tres notas. No como él.
A veces, en el sótano, se levantaba con el regusto del acordeón en sus oídos y saboreaba el resquemor dulzón del champán en la lengua.
Otras, se sentaba con la espalda apoyada en la pared y añoraba el cálido hilillo de pintura resbalándole por un lado de la nariz o la textura de papel de lija de las manos de su padre.
Anhelaba volver a la inconsciencia de entonces, a sentir tanto amor sin saberlo y a confundirlo con las risas y el pan untado con poco más que el aroma de la mermelada.
Fue la mejor época de su vida.
Aunque quedaría sembrada de bombas.
No lo olvides.
Descarada y alegre, una trilogía de felicidad avanzaría con el verano y se adentraría en el otoño. Sin embargo, algo le pondría un brusco final. La alegría le mostraría el camino al sufrimiento.
Se acercaban tiempos difíciles.
Como un desfile.
La trilogía«DICCIONARIO DE DEFINICIONES»
SIGNIFICADO N.° 1
Zufriedenheit
- Felicidad: procede de feliz, participar de placer y satisfacción. Sinónimos: alegría, júbilo, sensación de prosperidad o fortuna.
Mientras Liesel trabajaba, Rudy corría.
Se entrenaba en el estadio Hubert Oval, daba vueltas a la manzana y hacía carreras con casi todo el mundo, desde la otra punta de Himmelstrasse hasta la tienda de frau Diller, concediendo varias cabezas de ventaja.
Alguna que otra vez, cuando Liesel estaba ayudando a su madre en la cocina, Rosa miraba por la ventana y comentaba:
—¿Qué se trae entre manos ese pequeño
Saukerl
con todas esas carreras arriba y abajo?
Liesel se acercaba a la ventana.
—Al menos no ha vuelto a pintarse de negro.
—Bueno, algo es algo, ¿no?
LAS RAZONES DE RUDY
A mediados de agosto se celebraba un festival de las Juventudes Hitlerianas y Rudy tenía intención de ganar cuatro carreras: los mil quinientos, los cuatrocientos, los doscientos metros y, por descontado, los cien. Le caían bien los nuevos cabecillas de las Juventudes Hitlerianas y quería complacerlos, además de darle una pequeña lección a su viejo amigo Franz Deutscher.
—Cuatro medallas de oro —le confesó a Liesel una tarde, mientras corría con él en el Hubert Oval—. Como Jesse Owens en mil novecientos treinta y seis.
—No seguirás obsesionado con él, ¿verdad?
Los pies de Rudy seguían el ritmo de su respiración.
—La verdad es que no, pero no estaría mal, ¿eh? Así aprenderían esos cabrones, los que decían que estaba loco. A ver quién es entonces el imbécil.
—¿De verdad puedes ganar las cuatro carreras?
Fueron aminorando el paso hasta detenerse al final de la pista. Rudy puso los brazos en jarras.
—Tengo que hacerlo.
Se entrenó durante seis semanas. A mediados de agosto, cuando llegó el festival, el cielo estaba despejado y hacía un día soleado. El campo estaba invadido por miembros de las Juventudes Hitlerianas, padres y demasiados cabecillas de camisas pardas. Rudy Steiner se encontraba en una excelente forma física.
—Mira, ahí está Deutscher —señaló.
Entre la gente, el rubio paradigma de las Juventudes Hitlerianas estaba dando órdenes a dos miembros de su división. Los otros asentían con la cabeza y hacían estiramientos de vez en cuando. Uno de ellos se hacía pantalla con la mano para proteger sus ojos del sol, como si saludara.
—¿Quieres decirle algo? —preguntó Liesel.
—No, gracias. Ya lo haré después.
Cuando haya ganado.
Nunca las pronunció, pero las palabras estaban allí, en algún lugar entre los ojos azules de Rudy y los gestos de Deutscher.
El desfile obligatorio atravesó el campo.
El himno.
Heil Hitler!
Sólo entonces se podía empezar.
Cuando llamaron al grupo de edad de Rudy para la carrera de los mil quinientos metros, Liesel le deseó suerte a la típica manera alemana.
—
Hals und Beinbruch, Saukerl
.
Le deseó que se rompiera el cuello y una pierna.
Los chicos se reunieron al fondo de la pista ovalada. Unos hacían estiramientos, otros se concentraban y los demás estaban allí porque no les quedaba más remedio.
La madre de Rudy, Barbara, estaba sentada al lado de Liesel con su hijo pequeño. Una fina manta estaba a rebosar de niños y hierba arrancada.
—¿Veis a Rudy? —preguntó—. Es el que está más a la izquierda.
Barbara Steiner era una mujer amable y siempre parecía que llevara el pelo recién cepillado.
—¿Dónde? —preguntó una de las niñas. Seguramente Bettina, la más pequeña—. No lo veo.
—El último. No, allí no. Allí.
Todavía estaban intentando divisarlo cuando la pistola del juez de salida despidió un disparo y humo. Los pequeños Steiner corrieron hacia las vallas.
En la primera vuelta, un grupo de siete chicos componía el pelotón de cabeza. En la segunda sólo quedaban cinco y en la siguiente, cuatro. Hasta la última vuelta, Rudy fue en todo momento en cuarta posición. Un hombre comentó que el chico que iba segundo parecía el claro vencedor. Era el más alto.
—Espera y verás —le dijo a su desconcertada esposa—. Se desmarcará del grupo cuando queden doscientos metros.
El hombre se equivocaba.
Un colosal oficial de camisa parda —al que estaba claro que no le afectaba el racionamiento— informó a los corredores de que sólo quedaba una vuelta. Se lo gritó cuando el pelotón de cabeza cruzaba la línea y no fue el segundo chico el que aceleró, sino el cuarto. Y doscientos metros antes.
Rudy corrió.
No miró atrás en ningún momento.
La distancia fue aumentando como una cuerda elástica, de tal modo que se quebró hasta la más remota esperanza de que cualquier otro pudiera ganar. Tomó la curva por su calle mientras los otros tres corredores que le seguían se peleaban entre ellos por las sobras. En la recta final sólo se vio una melena rubia y una gran distancia, y no se detuvo al cruzar la línea de meta, no levantó los brazos, ni siquiera se agachó para recuperar el aliento. Siguió corriendo unos veinte metros y al final volvió la cabeza para ver cómo los otros cruzaban la meta.
Cuando se dirigía a reunirse con su familia, primero se topó con sus cabecillas y luego con Franz Deutscher. Se saludaron con una breve inclinación de cabeza.
—Steiner.
—Deutscher.
—Parece que todas esas vueltas que te hice dar han servido para algo, ¿eh?
—Eso parece.
No iba a sonreír hasta que hubiera ganado las cuatro carreras.
UN COMENTARIO QUE HABRÁ
QUE TENER EN CUENTA MÁS ADELANTE
A partir de entonces no sólo se conocería a Rudy por ser un buen estudiante, sino también por ser un gran atleta.