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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (47 page)

BOOK: La ladrona de libros
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Hans se levantó. Otra idea.

—¿Todo bien por ahí abajo? —preguntó, saliendo al vestíbulo.

La respuesta subió los escalones, por encima de la cabeza de Max Vandenburg.

—¡Un minuto y acabo!

—¿Le apetece un café o un té?

—¡No, gracias!

Hans regresó y le ordenó a Liesel que fuera a buscar un libro y a Rosa que se pusiera a cocinar. Decidió que lo último que debían hacer era quedarse sentados de brazos cruzados con expresión preocupada.

—Venga, andando, mueve el culo, Liesel —dijo en voz alta—. Me da igual que te duela la rodilla. Tú lo dijiste: tienes que terminar el libro.

Liesel intentó no venirse abajo.

—Sí, papá.

—¿A qué esperas?

A Liesel no se le escapó que Hans tuvo que reunir todas sus fuerzas para guiñarle un ojo.

Estuvo a punto de tropezar con el hombre del partido en el pasillo.

—Problemas con tu padre, ¿eh? No te preocupes, a mí me pasa lo mismo con mis hijos.

Cada uno siguió su camino. Liesel cerró la puerta cuando llegó a su habitación y cayó de rodillas, a pesar del dolor. Primero oyó el veredicto de que el sótano no estaba a bastante profundidad y luego la despedida de rigor, cerca del fondo del pasillo.

—¡Adiós, futbolista chiflada!

Liesel se acordó de sus modales.


Auf Wiedersehen!
¡Adiós!

El repartidor de sueños
le quemaba entre las manos.

Según Hans, Rosa se derritió junto a los fogones en cuanto el hombre del partido se marchó. Recogieron a Liesel y, una vez en el sótano, apartaron las sábanas y los botes de pintura dispuestos con gran cuidado. Max Vandenburg estaba sentado bajo los escalones, sujetando las tijeras oxidadas como si fueran un cuchillo. Tenía las axilas empapadas y las palabras salían heridas de su boca.

—No las habría usado —murmuró—. Siento… —apoyó la frente contra los brazos oxidados—. Siento mucho haberos hecho pasar por esto.

Hans se encendió un cigarrillo.

—Estás vivo —dijo Rosa, cogiendo las tijeras—. Todos estamos vivos.

Ya era demasiado tarde para disculparse.

El «Schmunzeler»

Minutos después, alguien volvía a aporrear la puerta.

—¡Dios bendito, otro!

Volvieron a preocuparse de inmediato. Taparon a Max.

Rosa subió presurosa los escalones del sótano, pero esta vez, cuando abrió la puerta no se encontró con un nazi. Se trataba de Rudy Steiner, que estaba allí de píe, con su pelo amarillo y sus buenas intenciones.

—Sólo he venido a ver cómo estaba Liesel.

Al oír la voz, Liesel empezó a subir la escalera.

—De este me encargo yo.

—Su novio —comentó Hans a los botes de pintura, y soltó otra bocanada de humo.

—No es mi novio —protestó Liesel, sin enfadarse. Era imposible después de haberse salvado de milagro—. Sólo subo porque mamá me llamará a gritos de un momento a otro.

—¡Liesel!

Estaba en el quinto escalón.

—¿Lo ves?

Rudy balanceaba el peso de un pie al otro cuando Liesel llegó a la puerta.

—Sólo he venido para ver… —se interrumpió—. ¿A qué huele? —olisqueó el aire—. ¿Has estado fumando?

—Ah, he estado con mi padre.

—¿Tienes cigarrillos? Igual podríamos venderlos.

Liesel no estaba de humor para eso.

—A mi padre no le robo —contestó en voz bajita para que su madre no la oyera.

—Pero sí a los demás.

—¿Qué estáis cuchicheando?

Rudy
schmunzeleó
.

—¿Ves lo que pasa por robar? Estás nerviosa.

—Como si tú nunca hubieras robado nada.

—Ya, pero es que tú apestas —Rudy empezaba a calentarse—. ¿A que después de todo no van a ser los cigarrillos? —se acercó un poco más y sonrió—. Huelo a delincuente, deberías darte un baño —se volvió hacia Tommy Müller—. ¡Eh, Tommy, deberías venir a oler esto!

—¿Qué dices? —el bueno de Tommy—. ¡No te oigo!

Rudy negó con la cabeza dirigiéndose a Liesel.

—No tiene remedio.

Liesel se dispuso a cerrar la puerta.

—Piérdete,
Saukerl
, ahora mismo eres lo último que me hace falta.

Complacido consigo mismo, Rudy dio media vuelta. Sin embargo, al llegar junto al buzón pareció recordar la misión que en realidad lo había llevado hasta allí, así que retrocedió.


Alles gut, Saumensch?
Me refiero a la rodilla.

Era junio. Era Alemania.

Todo estaba a punto de venirse abajo.

Liesel no lo sabía. Para ella, no habían descubierto al judío del sótano, no se habían llevado a sus padres de acogida y ella había contribuido en gran medida a ambas cosas.

—Todo va bien —aseguró, y no se refería a ninguna lesión futbolística.

Estaba bien.

SÉPTIMA PARTE

El «Gran diccionario de definiciones y sinónimos»

Presenta:

champán y acordeones — una trilogía — unas sirenas — un atracador de cielos — una oferta — el largo camino a Dachau — paz — un imbécil y unos hombres con abrigos largos

Champán y acordeones

En el verano de 1942, la ciudad de Molching se preparaba para lo inevitable. Todavía había gente que se negaba a creer que esa pequeña ciudad a las afueras de Munich pudiera ser un objetivo, pero la mayoría de la población era muy consciente de que no se trataba de si lo era o no, sino de cuándo iba a serlo. Los refugios estaban mejor señalizados, se empezaban a cegar las ventanas por la noche y todo el mundo sabía dónde estaba el sótano o la bodega más próxima.

Este precario estado de las cosas en realidad representó un pequeño alivio para Hans Hubermann. En tiempos malhadados, a su oficio de pintor le llegó la fortuna y encontró el modo de darle un impulso a su negocio. La gente que tenía persianas en sus casas estaba lo bastante desesperada para solicitar sus servicios de pintor. El único problema era que, por lo general, la pintura negra se utilizaba como mezclador para oscurecer otro color, por lo que pronto se quedó sin existencias, ya que era difícil de encontrar. En cambio, le sobraba madera de buen comerciante, y un buen comerciante se sabe todos los trucos, así que cogía polvillo de carbón, lo mezclaba con pintura y cobraba menos. De este modo consiguió que la luz que se colaba por las ventanas de muchas casas de Molching no fuera vista por el enemigo.

Algunos días Liesel lo acompañaba.

Arrastraban los trastos de la pintura por toda la ciudad, oliendo el hambre en unas calles y negando con la cabeza ante la abundancia de otras. Muchas veces, de camino a casa, mujeres sin otra cosa que hijos y pobreza a la espalda se acercaban corriendo y le suplicaban que les pintara las persianas.

«Lo siento, frau Hallah, no me queda pintura negra», contestaba, pero en cuanto se alejaba un poco acababa dándose por vencido. Un hombre alto y una calle larga. «Mañana a primera hora», les prometía, y nada más apuntar el alba, allí estaba, pintando esas persianas a cambio de una galleta, una taza de té o nada. La noche anterior se había preocupado de encontrar un modo de convertir el azul, el verde o el beige en negro. Nunca les sugería que cubrieran las ventanas con mantas de repuesto porque sabía que las necesitarían cuando llegara el invierno. Incluso se decía que había pintado las persianas de alguien por medio cigarrillo; sentado en los escalones de la entrada había compartido un pitillo con el dueño. Las risas y el humo se entrelazaban en la conversación antes de ocuparse de un nuevo encargo.

Cuando Liesel Meminger empezó a escribir, recuerdo muy bien lo que quiso destacar de aquel verano. Con los años muchas palabras se han desvaído y el papel está medio deshecho por los roces de llevarlo en el bolsillo, pero aun así hay frases que no he conseguido olvidar.

UNA PEQUEÑA MUESTRA

DE ALGUNAS PALABRAS ESCRITAS

POR UNA JOVEN MANO

«Ese verano fue un nuevo principio y un nuevo final. Cuando miro atrás, recuerdo mis manos manchadas de pintura y el ruido que hacían los pies de mi padre en Münchenstrasse y sé que un pedacito del verano de 1942 perteneció a un solo hombre. ¿Qué otro se habría puesto a pintar a cambio de medio cigarrillo? Mi padre era así, era típico de él y por eso lo quería.»

Los días que trabajaban juntos, Hans le contaba batallitas. La de la Gran Guerra y cómo su lamentable caligrafía le ayudó a conservar la vida, y la del día en que conoció a Rosa. Según él, había sido guapa y, bueno, muy calladita.

—Es difícil de creer, lo sé, pero absolutamente cierto.

Todos los días le contaba una historia y Liesel lo perdonaba si repetía alguna.

A veces, cuando Liesel se ensimismaba, Hans le daba unos ligeros golpecitos con el pincel, entre los ojos. Si calculaba mal y el pincel iba demasiado cargado, un pequeño hilillo de pintura le resbalaba por un lado de la nariz. Ella se reía e intentaba devolverle la cortesía, pero Hans Hubermann era un hombre difícil de sorprender cuando trabajaba. Nunca estaba tan despierto como cuando pintaba.

A la hora del descanso para comer o echar un trago, Hans tocaba el acordeón y precisamente era eso lo que Liesel recordaba mejor. Por las mañanas, mientras su padre empujaba o tiraba del carro de la pintura, Liesel llevaba el instrumento. «Siempre es mejor olvidarse la pintura que la música», aseguraba Hans. Cuando paraban para comer, cortaba el pan y lo untaba con la poca mermelada que quedara de la última cartilla de racionamiento o lo acompañaba con una fina loncha de fiambre. Comían juntos, sentados en los cubos de pintura, y en cuanto acababa el último bocado ya estaba limpiándose los dedos y abriendo la funda del acordeón.

Las arrugas del mono de trabajo se le llenaban de migas de pan. Los dedos salpicados de pintura se abrían camino a tientas entre los botones y peinaban las teclas o se eternizaban en una nota. Los brazos impulsaban el fuelle e insuflaban al instrumento el aire que necesitaba para respirar.

Liesel se sentaba con las manos entre las rodillas, mientras la luz del día se alejaba de puntillas. Deseaba que esos días no tuvieran fin y siempre recibía con gran desilusión la llegada de la oscuridad, que avanzaba a grandes zancadas.

En cuanto a la pintura, para Liesel tal vez el aspecto más interesante fuera la mezcla. Como la mayoría de las personas, asumía que su padre se limitaba a llevar el carro a la tienda de pintura o al almacén donde pedía el color deseado. No se había dado cuenta de que casi toda la pintura venía en bloques en forma de ladrillo, que a continuación había que estirar con una botella de champán vacía. (Las botellas de champán, le explicó Hans, eran ideales para el trabajo, ya que el cristal era ligeramente más grueso que el de una botella de vino normal y corriente.) Una vez bien estirada, se añadía agua, blanco de España y cola, por no entrar en detalles sobre lo difícil que era encontrar el color adecuado.

Los conocimientos que requería el trabajo de Hans le reportaron un mayor respeto. Estaba muy bien compartir pan y música, pero para Liesel también era motivo de orgullo saber que él era un maestro en su oficio. Ser bueno en algo era interesante.

Una tarde, días después de que su padre le explicara lo de las mezclas, estaban trabajando en una de las casas más acomodadas al este de Münchenstrasse. Poco después del mediodía, Hans la llamó para que entrara. Estaban a punto de ir a una nueva casa cuando oyó la voz de su padre, más alta de lo habitual.

Hans la llevó a la cocina, donde un hombre y dos mujeres mayores los esperaban sentados en unas delicadas sillas muy refinadas. Las mujeres iban bien vestidas. El hombre tenía el cabello blanco y unas patillas tupidas como setos. En la mesa descansaban unas copas, llenas de un líquido chisporroteante.

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