—¡Paul, Paul! Lléveselo inmediatamente a Su Alteza.
Apenas hubo desaparecido Paul, quiso llamarlo para que regresara; pero ya era tarde, y Prokop se dio cuenta, abatido, de que lo que acababa de hacer era, sin vuelta atrás, el Fin de Todo. Se arrojó entonces a la cama, ahogando en las almohadas algo que de forma incontrolada pugnaba por salir de su boca.
Acudió el señor Krafft, probablemente alarmado por Paul, que intentó por todos los medios tranquilizar o distraer a aquel hombre consumido por la angustia. Prokop ordenó que le trajeran whisky, bebió e impostó alegría; Krafft sorbía un refresco y le daba la razón en todo, aunque fueran asuntos totalmente inconciliables con su pelirrojo idealismo. Prokop maldecía, blasfemaba, se revolcaba en expresiones brutales y de lo más viles, como si sintiera satisfacción al mancillar todo, escupir, pisotear, profanar. Vomitaba losas de imprecaciones y atrocidades, rebosaba obscenidades, prácticamente arrancaba las entrañas a las mujeres y las agasajaba con las más horribles palabras que se puedan pronunciar. El señor Krafft, sudando de espanto, daba la razón en silencio al furibundo genio. Pero incluso Prokop agotó su vehemencia, se quedó sin palabras, se entristeció y bebió hasta que tuvo suficiente; después se tumbó vestido en la cama, bamboleándose como un barco, y contempló con ojos desorbitados la turbulenta oscuridad.
Por la mañana despertó descompuesto y con náuseas, y se trasladó definitivamente al laboratorio. No hacía nada, tan sólo deambulaba por la habitación y daba patadas a una esponja. Después tuvo una idea: mezcló un explosivo potente e inestable y lo envió a dirección con la esperanza de que se produjera una buena catástrofe. No ocurrió nada; Prokop se dejó caer en el catre y durmió treinta y seis horas ininterrumpidamente.
Se despertó como si fuera otra persona: frío como el hielo, lúcido, insensible; en cierto modo le era mortalmente indiferente lo que había ocurrido. Comenzó a trabajar de nuevo, obstinada y metódicamente, en las explosiones producidas por la descomposición de átomos; dedujo teóricamente un nivel de potencia explosiva tan espeluznante que se le ponía la piel de gallina ante lo asombroso de las fuerzas entre las que vivimos.
En cierta ocasión, en medio de sus cálculos, se sintió abrumado por una ligera inquietud. «Estoy algo cansado», se dijo, y salió a tomar un rato el aire, sin sombrero. Sin darse cuenta, se dirigió a palacio; corrió mecánicamente escaleras arriba y caminó por el pasillo hacia sus antiguos aposentos «de caballero». Paul no estaba en la silla de costumbre. Prokop pasó al interior. Todo estaba como lo había dejado; pero en el aire flotaba el familiar, penetrante aroma de la princesa. «Tonterías», se dijo, «será la sugestión; he inhalado durante demasiado tiempo los olores acres del laboratorio». Y sin embargo la situación lo irritaba de un modo torturante.
Se sentó un rato y se quedó extrañado: qué lejos parecía ya todo aquello. Reinaba el silencio, el silencio vespertino de palacio. ¿Acaso había cambiado algo? Escuchó pasos amortiguados en el pasillo; quizás fuera Paul. Salió. Era la princesa.
La sorpresa y un sentimiento cercano al pánico la arrojaron contra la pared. Ahora estaba allí, de pie, lívida, con los ojos fuera de las órbitas, la boca torcida como en una oleada de dolor, hasta el punto de que se podía ver la carne coralina de sus encías. ¿Qué estaba buscando en el ala de invitados? «Seguramente va al cuarto de Suwalski», se le ocurrió a Prokop de golpe, y algo se desgarró en su interior. Dio un paso, como si se quisiera abalanzar sobre ella, pero no hizo sino emitir un bramido gutural y huir al exterior. «¿Eran esas las manos que se habían acercado a él? ¡No puedes mirar atrás! ¡Fuera, fuera de aquí!».
Ya lejos de palacio, en el terreno baldío del campo de tiro, Prokop hundió su rostro en la arcilla y la piedra. Y es que sólo una cosa es peor que el dolor de la humillación: el tormento del odio. Diez pasos más allá estaba sentado, serio y concentrado, el señor Holz.
La noche que vino a continuación fue asfixiante y angustiosa, excepcionalmente negra; se preparaba una tormenta. En esos momentos la gente está extrañamente irritable y es incapaz de decidir en modo alguno su destino, ya que es una hora aciaga.
Hacia las once Prokop salió por la puerta del laboratorio y golpeó con una silla al adormecido Holz, aturdiéndolo hasta tal punto que pudo huir y desaparecer en la oscuridad de la noche. Un rato después se oyeron dos disparos junto a la estación de carga. En un punto bajo del horizonte cayeron unos relámpagos terribles; después la oscuridad se hizo aún mayor. Pero de lo alto del terraplén, junto a la entrada, salió volando un cortante haz de luz de color verde claro que se movía alrededor de la estación; enfocaba los vagones, las rampas, los montones de carbón, y luego sorprendió a una figura negra que corría, regateaba, caía al suelo para desaparecer otra vez en las sombras. Ahora huía entre los edificios hacia el parque; unas cuantas siluetas se lanzaron a perseguirla. El foco giró hacia palacio; de nuevo dos disparos de aviso, la figura que huía se adentró en la maleza.
Poco después se oyó un tintineo en la ventana del dormitorio de la princesa; ésta se levantó de un salto y abrió. Voló entonces al interior una hoja de papel arrugada con una piedrecilla en su interior como peso. En una de las caras habían garabateado algo sencillamente ilegible con un lápiz roto; en la otra cara había cálculos apretujados escritos con letra muy pequeña. La princesa se puso apresuradamente un vestido, pero entonces retumbó un disparo más allá del estanque; por el sonido, había sido a bocajarro. Con los dedos agarrotados, la princesa abrochaba a duras penas los corchetes del vestido, mientras que la doncella, como una cabra enloquecida, temblaba bajo el edredón del miedo que le producía el tiroteo. Antes de que la princesa alcanzara a salir, vio a través de la ventana que dos soldados arrastraban a una silueta negra; rugía como un león e intentaba zafarse, así que no estaba herido.
En el horizonte relampagueaban unas anchas llamas amarillas, pero todavía no se había descargado la tormenta que despejaría el ambiente.
Prokop, desilusionado, se sumergió de cabeza en el trabajo de laboratorio, o al menos se obligaba a ello. Hacía un momento que se acababa de ir Carson; estaba gélidamente airado y anunció con toda claridad que en vista de todo lo ocurrido el señor Prokop sería transferido lo antes posible a otra parte, a un lugar más seguro; si las cosas no funcionaban por las buenas, tendrían que funcionar por las malas. En fin, daba igual; ya nada tenía importancia. Un tubo de ensayo reventó en los dedos de Prokop.
En el vestíbulo descansaba el señor Holz con la cabeza vendada. Prokop le puso delante de las narices un par de billetes de mil al herido, pero éste no los aceptó. «Bueno, qué se le va a hacer, que haga lo que quiera. Ser trasladado a otro sitio… Que así sea. ¡Malditos tubos de ensayo! Se rompen uno detrás de otro…».
Un rumor en el vestíbulo, como cuando alguien se despereza del sopor. «Será otra visita, Krafft o quien sea». Prokop ni siquiera se apartó del hornillo cuando chirrió la puerta. «Amor mío, amor mío», sonó un susurro desde la puerta. Prokop vaciló, se agarró a la mesa y se dio la vuelta como en un sueño. La princesa estaba apoyada en una jamba, pálida, con los ojos tenebrosamente fijos, y apretaba los puños contra el pecho, quizás para sobreponerse al latido de su corazón.
Se acercó a ella con el cuerpo tembloroso, rozó con los dedos sus mejillas y sus brazos, como si no pudiera creer que era ella. Ella le puso los dedos, fríos y trémulos, en los labios. Prokop abrió de golpe la puerta y echó una ojeada al vestíbulo. El señor Holz había desaparecido.
Estaba sentada en el catre como petrificada, con las rodillas pegadas a la barbilla, el pelo enredado cayendo en mechones sobre su rostro y las manos entrelazadas en la nuca como en un espasmo. Horrorizándose de lo que había hecho, Prokop le echó la cabeza hacia atrás, le besó las rodillas, las manos, el pelo, se arrastró por el suelo, musitó súplicas y arrullos; la princesa ni veía ni oía. Le pareció que ella se estremecía de asco cada vez que la tocaba; el pelo se le pegaba a la frente con el sudor de la angustia, de modo que corrió hacia la toma de agua y dejó caer sobre su cabeza un chorro de agua fría.
La princesa se levantó en silencio y se acercó al espejo. Prokop fue hacia ella de puntillas, en un intento por sorprenderla; pero entonces vio en el espejo cómo ella se observaba a sí misma con una expresión de repugnancia tan feroz, espeluznante y desesperada, que lo aterró. Giró la cabeza para mirarlo y se abalanzó sobre él.
—¿Soy fea? ¿Te repugno? ¡Qué es lo que he hecho, qué es lo que he hecho! —Arrimó su mejilla al pecho de Prokop, como si se quisiera esconder—. Soy una tonta, ¿verdad? Ya lo sé… ya sé que te he decepcionado. Pero no debes despreciarme, ¿sabes? —Se hundía en el rostro de Prokop como una niña arrepentida—. ¿Verdad que ya no intentarás escaparte? Haré lo que sea, enséñame todo lo que quieras, ¿sabes?, como si fuera tu esposa. Amor mío, amor mío, no me dejes ahora pensando: me volveré otra vez insufrible, si vuelvo a pensar me quedaré como petrificada; no tienes ni idea de las cosas que se me pasan por la cabeza. No, no me dejes ahora… —Clavaba sus dedos temblorosos en la nuca de Prokop; él le levantó la cabeza y la besó mascullando emocionado todo tipo de cosas. Se sonrojó y embelleció—. ¿Soy fea? —susurraba entre un beso y otro, radiante y embelesada—. Me gustaría ser hermosa sólo para ti. ¿Sabes por qué he venido? Esperaba que me mataras.
—Y si… —murmuró Prokop meciéndola en sus brazos—, si hubieras sospechado esto…, lo que ha ocurrido, ¿habrías venido?
La princesa asintió con la cabeza.
—Soy terrible, ¿verdad? ¡Cómo puedes pensar eso de mí! Pero no te voy a dejar pensar, —Prokop la abrazó y la levantó—. No, no —suplicó defendiéndose de él; sin embargo, después descansó sobre él con los ojos anegados y con sus dulces dedos se abrió paso por las greñas del pesado cráneo de Prokop—. Amor mío, amor mío —exhalaba su húmedo aliento en la cara de su amado—, ¡cómo me has torturado estos últimos días! ¿Me…? —no llegó a decir la palabra «quieres».
Él asintió fervorosamente.
—¿Y tú?
—Sí. Ya deberías saberlo. ¿Sabes quién eres? Eres el más hermoso de los hombres narigudos y feos. Tienes los ojos inyectados en sangre como un perro San Bernardo. ¿Es del trabajo? Quizás no serías tan agradable si fueras príncipe. ¡Ay, suéltame ya! —Se le escabulló y fue a peinarse frente al espejo. Se miró con ojos inquisidores y después ejecutó ante el espejo una profunda reverencia palaciega—. Ésa es la princesa —dijo señalando su propia imagen—, y ésta —añadió sin cambiar de tono y girando el dedo hacia su pecho—, es simplemente tu chica. Ya ves. ¿No habrías pensado que tienes a una princesa?
Prokop se estremeció como si hubiera recibido un mazazo.
—¿Qué quieres decir? —exclamó, y golpeó la mesa con los puños hasta hacer tintinear el cristal roto.
—Debes escoger, o una princesa o una chica normal. A la princesa no la puedes tener; la puedes adorar en la distancia, pero nunca le besarás las manos, y no le preguntarás a sus ojos si te quiere. A una princesa no le está permitido; tiene a sus espaldas mil años de pureza de sangre. ¿No sabes que éramos soberanos? Ay, tú no sabes nada; pero debes saber al menos que una princesa está en una montaña de cristal que no puedes alcanzar. Pero a una mujer corriente, a esta chica morena ordinaria, la puedes tener; acerca la mano: es tuya, como un objeto cualquiera. Bien, así que escoge cuál es la que quieres de estas dos.
A Prokop le dieron escalofríos.
—La princesa —consiguió decir con dificultad.
Ella se le acercó y lo besó, seria, en la cara.
—Eres mío, ¿verdad? ¡Amor mío! Ya ves, tienes una princesa. ¿Así que a pesar de todo estás orgulloso de que sea una princesa? ¡Ves qué cosas tan horrendas tiene que hacer una princesa para que alguien se pavonee un par de días! Un par de días, un par de semanas; una princesa ni siquiera puede pedir que sea para siempre. Lo sé, lo sé: desde el instante en que me viste por primera vez, querías a la princesa; por rabia, por megalomanía masculina o por lo que fuera, ¿verdad? Por eso me odiabas tanto, porque me deseabas; y yo he corrido hacia ti. ¿Piensas que lo lamento? Al contrario, estoy orgullosa de haberlo llevado a cabo. Es una gran hazaña, ¿verdad?, lanzarse así, a lo loco; ser princesa, ser virgen, y venir… venir sola…
Sus palabras espantaban a Prokop.
—Calla —le pidió, y la tomó en sus manos temblorosas—. No puedo igualarme… a usted… por mi origen…
—¿Cómo has dicho? ¿Igualarte? ¿Acaso piensas que si fueras un príncipe habría venido a tu laboratorio? Oh, si quisieras que te tratara como a un igual, no podría… estar en tu cuarto… así —chilló extendiendo sus brazos desnudos—. Ésa es la horrible diferencia, ¿lo entiendes?
Prokop dejó caer las manos.
—No ha debido decir eso —rechinó los dientes Prokop mientras retrocedía. Ella se abrazó a su cuello.
—¡Amor mío, amor mío, no me dejes hablar! ¿Es que te he reprochado algo? He venido… sola… porque querías huir o hacer que te mataran, no lo sé; cualquier chica lo habría… ¿Crees que no tenía que haberlo hecho? ¡Dime! ¿He hecho mal…? Lo ves —susurró estremeciéndose—, lo ves, ¡tú tampoco lo sabes!
—¡Espera! —gritó Prokop, se zafó de ella y empezó a medir la habitación con grandes pasos; una repentina esperanza lo acababa de ofuscar—. ¿Confías en mí? ¿Crees que soy capaz de conseguir algo? Soy capaz de trabajar a destajo. Nunca he pensado en la fama; pero si quisieras… ¡Trabajaría con todas mis fuerzas! ¿Sabías que… a Darwin lo acompañó a la tumba un séquito de duques? Si quisieras, haría… haría cosas increíbles. Soy capaz de trabajar… Puedo cambiar la superficie de la Tierra. Dame diez años y verás, verás…
Parecía que ella ni siquiera lo estaba escuchando.
—Si fueras un príncipe, te bastaría con que te mirara, con que te diera la mano, y sabrías, creerías, no tendrías por qué dudar… No habría que demostrarte… de un modo tan horrible como he tenido que hacerlo yo, ¿sabes? ¡Diez años! ¿Podrías creerme durante diez días? ¡Ni siquiera diez días! Dentro de diez minutos todo te parecerá poco; dentro de diez minutos te pondrás de mal humor, mi amor, y te enfurecerás porque la princesa ya no te quiere…, porque es una princesa y tú no eres un príncipe, ¿verdad? Y tú demuéstraselo, loca, desgraciada, convéncelo, si es que puedes; ninguna muestra de amor será lo suficientemente grande, ninguna humillación lo suficientemente inhumana… Corre tras él, entrégate, haz más que cualquier otra chica, ya no sé qué hacer, ¡yo ya no sé qué hacer! ¿Qué voy a hacer contigo? —Se aproximó a él y le ofreció sus labios—. Y bien, ¿me creerás durante diez años? —Prokop, entre sollozos, la agarró bruscamente—. Qué se le va a hacer ya —susurró la princesa mientras le acariciaba el pelo—. También forcejeas con la cadena, ¿verdad? Y sin embargo no me cambiaría… no me cambiaría por la que era antes. Amor mío, amor mío, sé que me vas a abandonar. —La princesa se quebró en sus manos; Prokop la levantó y descerrajó con violentos besos sus labios cerrados a cal y canto.