Lo colocó en la mesa y dio vueltas a su alrededor. Tenía muchísimas ganas de saber qué había en el interior, bajo los cinco lacres; seguro que era un secreto importante, alguna situación decisiva y acuciante. Sin embargo ella dijo que… que lo hacía por otra persona; pero estaba tan inquieta… Ella, ni más ni menos, ella amaba a Tomeš: era algo increíble. «Tomeš es un rufián», constató con hosca rabia; «siempre tuvo suerte con las mujeres, el muy cínico. Bien, lo encontraré y le entregaré este romántico envío; y después, se acabó…». De repente ató cabos: ¡había algún tipo de relación entre Tomeš y ese, cómo se llamaba, ese condenado Carson! «Nadie tenía ni tiene conocimiento de la krakatita; sólo Tomeš, Jirka, la ha descubierto dios sabe cómo…». Una nueva escena se intercaló espontáneamente en la confusa película de su memoria: de algún modo él, Prokop, farfullaba en medio de la fiebre (se trataba seguramente del piso de Tomeš), y él, Jirka, se inclinaba sobre Prokop y apuntaba en un cuaderno. «¡Seguro, sin duda, era mi fórmula! ¡Me fui de la lengua, me lo sonsacó, me lo robó y se lo vendió al tal Carson!». Prokop se quedó anonadado ante semejante ruindad. «¡Dios, y a ese individuo le ha tocado en suerte una chica así! Si hay algo en el mundo que está claro, es lo siguiente: ¡que es imprescindible salvarla, cueste lo que cueste! Bien, en primer lugar debo encontrar al ladrón de Tomeš; le daré el paquete lacrado y, de paso, le partiré los dientes. Además, lo tendré en mis manos: tendrá que decirme el nombre y la dirección de esa muchacha y comprometerse… No; nada de promesas por parte de semejante canalla. Pero iré a verla y le contaré todo. Y después desapareceré de su vista para siempre».
Satisfecho con esta caballerosa decisión, Prokop se puso en pie frente al funesto sobre. ¡Ay, si pudiera saber sólo eso, sólo una cosa, si era la amante de Tomeš! De nuevo la vio de pie, hermosa y fuerte; ni con una mirada, ni con un parpadeo hizo ella entonces alusión al pecaminoso lecho de Tomeš. ¿Es posible que unos ojos mientan así, que mientan así esos ojos?
Entonces, tras sisear por el sufrimiento, rompió el lacre, cortó el cordel y rasgó el sobre. Dentro encontró billetes y una carta.
Mientras tanto el doctor Tomeš estaba sentado frente al desayuno, resoplando y rezongando tras un parto difícil; al mismo tiempo, lanzaba a Anči miradas inquisitivas y descontentas. Anči estaba sentada sin decir ni pío, no comía, no bebía, no creía lo que veían sus ojos: que Prokop todavía no hubiera dado señales de vida. Le temblaban los labios; parecía que estaban a punto de saltársele las lágrimas. Entonces entró Prokop con un ímpetu innecesario: estaba pálido y no podía ni sentarse de la prisa que llevaba. Apenas saludó, echó un vistazo a Anči, como si ni siquiera la conociera, y preguntó al momento con acalorada impaciencia: «¿Dónde está ahora su Jirka?». El doctor se dio la vuelta estupefacto:
—¿Cómo dice?
—¿Dónde está ahora su hijo? —repitió Prokop fulminándolo con una mirada obstinada.
—¿Y yo qué sé? —gruñó el doctor—. No quiero saber nada de él.
—¿Está en Praga? —insistió Prokop cerrando los puños. El doctor guardó silencio, pero algo en su interior comenzó a funcionar de repente.
—Tengo que hablar con él —murmuró Prokop—. Tengo que hacerlo, ¿me oye? Tengo que encontrarlo, ahora mismo, ¡en seguida! ¿Dónde está?
El doctor rumiaba con la mandíbula y se dirigió a la puerta.
—¿Dónde está? ¿Dónde vive?
—¡No lo sé! —gritó el doctor con una voz extraña, y dio un portazo.
Prokop se giró hacia Anči. Permanecía sentada, rígida, y tenía sus enormes ojos fijos en el vacío.
—Anči —farfulló Prokop de un modo escalofriante—, debe decirme dónde está Jirka. Yo… debo encontrarlo, ¿sabe? Se trata… de un asunto… En resumen, se trata de ciertos asuntos… Yo… Lea esto —dijo apresuradamente, y le puso delante de los ojos aquel pedazo de periódico arrugado. Anči, sin embargo, sólo veía una especie de círculos.
—Es uno de mis descubrimientos, ¿entiende? —explicó nervioso—. Me están buscando, un tal Hanson… ¿Dónde está Jiří?
—No lo sabemos —susurró Anči—. Hace dos… hace dos años que no nos escribe…
—Ay —exclamó Prokop, y estrujó el periódico con ira. La muchacha se quedó de piedra; sus ojos se iban haciendo cada vez más grandes y a través de su boca entreabierta se escaparon unas palabras confusamente desconsoladas. Prokop quería que se lo tragara la tierra.
—Anči —Prokop rompió por fin el angustioso silencio—, volveré. Yo… en unos cuantos días… Esto es un asunto importante. Uno… tiene que pensar al fin y al cabo… en su profesión. Y tiene, sabe, ciertas… ciertas obligaciones… —(¡Dios, vaya forma de meter la pata!)—. Entienda que… Sencillamente tengo que hacerlo —gritó de repente—. Preferiría morir a no ir, ¿entiende?
Anči hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza. Ay, si la hubiera inclinado más, su cabeza habría, ¡bum!, caído sobre la mesa en medio de un sonoro llanto; pero de aquel modo sólo se le llenaron los ojos de lágrimas, y lo demás podía tragárselo.
—Anči —murmuró Prokop—, ni siquiera voy a despedirme; mire, no merece la pena; en una semana, en un mes estaré aquí de nuevo… Bueno, mire… —no podía mirarla; estaba sentada como ausente, con los brazos desmadejados, la mirada perdida y la nariz hinchada por el llanto reprimido; daba pena verla—. Anči —intentó de nuevo, y otra vez se dio por vencido. Aquel último instante junto a la puerta le pareció interminable: tenía la sensación de que debía decir o hacer algo más, pero en lugar de eso alcanzó a pronunciar algo como «hasta la vista», y se marchó a hurtadillas.
Como un ladrón, de puntillas, abandonó la casa. Todavía dudó junto la puerta tras la cual había dejado a Anči. En el interior reinaba un silencio que lo atenazaba con inefable tormento. En la puerta de la casa se detuvo como aquél que ha olvidado algo, y regresó de puntillas a la cocina. Gracias a dios, Nanda no estaba allí; se dirigió a la estantería.«… ATI-TA!… dirección. Carson, edif. correos». Eso es lo que ponía en un trozo de periódico que la alegre Nanda había recortado en punta para el estante. Dejó allí un buen puñado de dinero a cambio de todo su servicio, y desapareció. Prokop, Prokop, ¡así no se comporta una persona que pretende regresar en una semana!
«Va va-mos, va va-mos» , recitaba rítmicamente el tren. Pero a la impaciencia del ser humano no le basta su estrepitosa, traqueteante velocidad; la impaciencia del ser humano se revuelve desesperada, saca una y otra vez el reloj y da patadas a su alrededor, presa del baile de San Vito que produce el nerviosismo. Uno, dos, tres, cuatro: los postes de telégrafos. Árboles, campo, árboles, la casa del guarda, árboles, talud, talud, cerca y campo. Las once horas y diecisiete minutos. Campos de remolacha, mujeres con delantales azules, una casa, un perro al que se le ha metido en la cabeza adelantar al tren, campo, campo, campo. Las once horas y diecisiete minutos. Dios, ¿es que se ha detenido el tiempo? Mejor no pensar en ello, cerrar los ojos y contar hasta mil, recitar el padrenuestro o fórmulas químicas. «¡Va va-mos, va va-mos!». Las once horas y dieciocho minutos. Dios, ¿qué puedo hacer?
Prokop se sobresaltó. «KRAKATITA», le llamó tanto la atención que se asustó. ¿Dónde? Ahá, el viajero de enfrente leía el periódico, y en la última página estaba, de nuevo, aquel anuncio. «¡KRAKATITA! Se ruega al ingeniero P. que indique su dirección. Carson, edif. correos». «Que me deje en paz ese tal señor Carson», pensó el ingeniero P.; sin embargo en la siguiente estación pidió todos los periódicos que engendraba esa bendita nación. Estaba en todos, y en todos se decía lo mismo: «¡KRAKATITA! Se ruega al ingeniero P. que indique…». «¡Por todos los diablos, esto es busca y captura! ¿Para qué me necesitan, si Tomeš ya se lo ha vendido?».
Pero en vez de resolver ese misterio, que era esencial, iba fijándose en si lo estaban vigilando. Sacó, quizá ya por centésima vez, el consabido sobre rasgado. Con todo tipo de rodeos, que le provocaban el intenso placer de la demora, después de sopesarlo y darle vueltas en distintas direcciones, extrajo de nuevo de su interior, abarrotado de dinero, aquella carta, aquella valiosísima carta escrita con una letra madura y enérgica. «Señor Tomeš», leyó de nuevo con avidez, «no hago esto por usted, sino por mi hermana. Está como loca desde el día en que le envió usted aquella horrenda carta. Quiso vender todos sus vestidos y joyas para enviarle dinero; tuve que contenerla para que no llevara a cabo algo que después no podría ocultar a su marido. Lo que le envío es dinero de mi propio bolsillo; sé que lo aceptará sin innecesarias vacilaciones, y le ruego que no me lo agradezca. L.». Y después, añadido apresuradamente: «¡Por dios santo, deje ya en paz a M.! Le ha dado todo lo que tiene; le ha dado más de lo que a ella misma le pertenecía. Me estremezco al pensar lo que ocurrirá si sale esto a la luz. ¡Se lo ruego por lo que más quiera, no abuse de la inmensa influencia que tiene sobre ella! Sería demasiado vil que usted…». El resto de la frase había sido tachado, y a continuación seguía una posdata: «Dé las gracias de mi parte al amigo que le entrega esto. Fue inolvidablemente amable conmigo en el momento en el que más ayuda necesitaba».
El exceso de felicidad aplastó a Prokop. ¡De modo que no era la amante de Tomeš! ¡Y no tenía a nadie en quien poder apoyarse! ¡Una joven valiente y generosa; había conseguido cuarenta mil coronas para proteger a su hermana de… obviamente de la ignominia! «Estas cuarenta mil coronas han salido del banco; aún están provistas de la faja, tal y como las recogió… ¡Demonios!, ¿por qué en la faja no consta el nombre del banco? Y esas otras diez mil a saber de dónde las ha sacado, y cómo; porque entre ellas hay billetes sueltos, miserables y sucias monedas de cinco coronas, papelajos que se caen a trozos venidos de dios sabe qué manos, dinero arrugado sacado de monederos femeninos; ¡dios, qué enervante búsqueda ha debido costarle hasta conseguir este puñado de dinero! "Fue inolvidablemente amable conmigo…"». En aquel instante Prokop hizo pedazos a Tomeš, vil miserable sin escrúpulos; pero a la vez, en cierto modo, le perdonaba todo… ¡porque ella no era su amante! No era la amante de Tomeš: eso, no obstante, no significaba en absoluto que fuera el más puro y perfecto ángel celestial; y entonces se sintió como si una herida desconocida cicatrizara en su corazón, brusca y dolorosamente.
Sí, tenía que encontrarla. «Tengo ante todo que… ante todo que devolverle este dinero que le pertenece (ni siquiera se avergonzó de un subterfugio tan transparente) y decirle que… que en resumen… que puede contar conmigo, en lo relativo a Tomeš y para cualquier otra cosa… "Fue inolvidablemente amable conmigo"». Prokop incluso entrelazó sus manos: «Dios, todo lo que estoy dispuesto a hacer para merecer esas palabras… ¡Oh, oh, este tren va tan despacio!».
En cuanto se apeó del tren en Praga, se apresuró al piso de Tomeš. Se detuvo aturdido junto al Museo Nacional: ¡demonios!, ¿dónde vivía Tomeš exactamente? «Fui hasta allí, sí, tiritando debido a los escalofríos, por la carretera que pasa junto al Museo. ¿Pero desde dónde? ¿Desde qué calle?». Enfurecido e imprecando, Prokop vagó alrededor del Museo, buscando la dirección más probable. No encontró nada y se dirigió a la jefatura de policía, al departamento de información. «Jiří Tomeš», hojeaba el oficial, cubierto de polvo, en los libros. «Ingeniero Tomeš, Jiří, eso es en Smíchov, en tal y tal calle». Parecía que se trataba de su antigua dirección. Sin embargo, Prokop voló hasta Smíchov, a la calle tal y tal. El casero hizo un gesto negativo con la cabeza cuando le preguntó por Jiří Tomeš. «Pues el susodicho vivió aquí, pero hace ya más de un año; dónde vive ahora, eso no lo sabe nadie; por otra parte dejó aquí todo tipo de deudas…».
Desolado, Prokop se metió en un café. «¡KRAKATITA!», le llamó la atención en la última página del periódico. «Se ruega al ingeniero P. que indique su dirección. Carson, edif. correos». «Bien, seguro que sabe algo de Tomeš ese tal Carson: está claro, hay alguna relación entre ellos. Pues bien, aquí está la nota: "Carson, edificio de correos. Venga mañana al mediodía al café tal y tal. Ing. Prokop"». Nada más escribirlo, le vino a la cabeza otra idea: las deudas. Se levantó y corrió al juzgado, departamento de impagados. Y mira por dónde, allí conocían sobradamente bien la dirección del señor Tomeš: una montaña de citaciones devueltas, requerimientos judiciales y similares. Pero parecía que Tomeš, Jiří había desaparecido sin dejar rastro y, sobre todo, sin dar cuenta de su dirección actual. Aun así, Prokop salió corriendo a la nueva dirección. La casera, una vez refrescada su memoria con la conveniente remuneración, en seguida reconoció a Prokop, que en cierta ocasión había pasado allí la noche. También largó de buena gana que el señor ingeniero Tomeš era un timador y un rufián; que justo aquella noche se marchó y lo dejó allí, al caballero, a cargo de la casera; que ella subió tres veces a preguntar si necesitaba algo, pero que él, el caballero, estaba continuamente durmiendo y hablaba en sueños, y que después, por la tarde, desapareció. «¿Y, digo yo, dónde andará el señor Tomeš? Vaya, se marchó aquel día y dejó todo aquí, y todavía no ha regresado; tan sólo envió dinero desde algún lugar del extranjero, pero ya debe otra vez este trimestre. Se dice que venderán en subasta pública sus enseres si no se presenta de aquí a final de mes. Dicen que se endeudó por una cantidad de casi un cuarto de millón, bueno, y huyó». Prokop sometió a aquella maravillosa mujer al interrogatorio crucial: si sabía algo de una señorita que por lo visto tenía relación con Tomeš, que solía venir por aquí, etc. La casera no sabía, a fin de cuentas, nada: «En lo referente a mujeres, venían por aquí unas veinte, de las que llevaban velo en el rostro y de otras, pintarrajeadas y de todo tipo; ya le digo, era una vergüenza para toda la calle». Así que Prokop le pagó el trimestre que se le debía de su propio bolsillo, y a cambio recibió la llave del piso de Tomeš.
Se podía sentir allí cierto olor a moho, propio de un piso que llevaba sin ser habitado largo tiempo, y casi a muerto. Por primera vez, Prokop percibió los extraños lujos del lugar en el que luchó contra la fiebre. Por todas partes cortinas persas y cojines iraníes, o a saber de dónde, en las paredes desnudos y tapices, un orient y butacas, un tocador de cantante de opereta y una bañera de prostituta de lujo, una mezcla de suntuosidad y vulgaridad, lujuria y abandono. Y allí, en medio de toda aquella porquería, había estado entonces ella, apretando el paquete contra su pecho. «Clava su mirada limpia, afligida, en el suelo, y entonces, dios mío, la levanta con una confianza valerosa y pura… ¡Por dios, qué pensaría de mí al encontrarme en este antro! Tengo que encontrarla, al menos… al menos para devolverle su dinero; aunque no se tratara de otra cosa, de algo más importante… ¡Sencillamente, es imprescindible encontrarla!».