—Esto… esto no es Italia —tartamudeó sorprendido.
—Todavía no —dijo el señor d'Hémon—. Pero ahora venga a comer algo.
Condujo a Prokop, cegado por tanta luz, hasta un comedor individual: un mantel blanco como la nieve, plata, calor, un camarero que parecía un embajador. El señor d'Hémon ni siquiera se sentó; se paseaba por el comedor y se miraba las yemas de los dedos. Prokop, aturdido y somnoliento, se dejó caer en una silla; le era totalmente indiferente comer o no comer. Sin embargo, sorbió un consomé caliente, hurgó en un par de platos de comida, sujetando a duras penas el tenedor, giró entre sus dedos una copa de vino y se achicharró las entrañas con el ardiente amargor del café. El señor d'Hémon no se sentó en absoluto; seguía paseándose por la habitación e ingiriendo unos cuantos bocados sobre la marcha. Cuando Prokop estuvo listo, le dio un puro y se lo encendió.
—Bien —dijo—, y ahora al grano. Desde este mismo instante —empezó a decir mientras se paseaba—, seré para usted sencillamente… el camarada Daimon. Le introduciré en nuestro círculo, no está lejos de aquí. No debe tomárselos muy en serio: son en parte
desperados
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, proscritos y fugitivos barridos de todos los confines del mundo, en parte idealistas, palabreros, diletantes que pretenden salvar el mundo y doctrinarios. No debe hacer preguntas sobre el programa; son mero material que ponemos en juego…, en nuestro juego. Lo importante es que podemos poner a su disposición una organización internacional, ramificada y hasta ahora secreta, que tiene células en todas partes. Nuestro único programa es la acción directa. Para ello nos ganaremos a todos sin excepción; en cualquier caso, ya la están pidiendo a gritos, como un juguete nuevo. Por lo demás, «la nueva línea de acción» y «la destrucción dentro de las cabezas» tendrá para ellos un encanto irresistible; después de los primeros éxitos le seguirán como ovejas, especialmente si elimina de la cúpula directiva a aquéllos que yo le indique.
Hablaba con suavidad, como un orador experimentado, es decir, pensando entretanto en algo diferente, y con una seguridad apabullante que no dejaba lugar al rechazo o a las dudas. A Prokop le pareció que ya lo había escuchado antes.
—Su situación es única —continuó hablando sin dejar de caminar por la habitación—. Ha rechazado la oferta de un gobierno; ha actuado usted como un hombre sensato. ¿Qué puedo prometerle yo en comparación con lo que puede coger usted mismo? Estaría usted loco si dejara escapar de sus manos esa sustancia. Tiene en sus manos el instrumento que le permitirá borrar de la faz de la tierra a todas las potencias mundiales. Yo le facilitaré un préstamo ilimitado. ¿Quiere cincuenta o cien millones de libras? Puede tenerlas en una semana. A mí me basta con que sea usted hasta ahora el propietario exclusivo de la krakatita. Por el momento tenemos en poder de nuestra gente noventa y cinco gramos; se los trajo ese camarada sajón de Balttin. Pero esos idiotas no tienen ni idea de sus conocimientos químicos. La guardan como una reliquia en una cajita de porcelana y unas tres veces por semana están a punto de liarse a palos por decidir qué edificio del mundo van a hacer saltar por los aires con ella. Pero ya los escuchará. Por esa parte no tiene nada que temer. En Balttin no ha quedado ni pizca de krakatita. Parece que el señor Tomeš está a punto de abandonar sus experimentos…
—¿Dónde está Jirka… Jirka Tomeš? —dejó escapar Prokop.
—En la fábrica de explosivos de Grottup. Allí ya están más que hartos de él y de sus eternas promesas. Y si por un casual finalmente diera con la fórmula, no podrá alegrarse por mucho tiempo. Eso se lo garantizo yo. Resumiendo, la krakatita la tendrá en su poder únicamente usted, y no se la entregará a nadie. Tendrá a su disposición material humano y todas las ramificaciones de nuestra organización. Yo le daré una imprenta que pago de mi bolsillo. Y, finalmente, estará a su servicio lo que los periódicos llaman «estación de radio secreta», o sea, nuestra estación de radiocomunicaciones sin hilo ilegal, que mediante las llamadas antiondas o chispas extintoras provocará la desintegración de su krakatita desde una distancia de dos mil, e incluso tres mil kilómetros. Ésas son sus cartas. ¿Va a jugar la partida?
—¿Qué… qué… qué quiere decir con eso? —dijo Prokop—. ¿Qué se supone que tengo que hacer con eso?
El camarada Daimon se quedó quieto y miró fijamente a Prokop.
—Hará usted lo que quiera. Hará grandes cosas. ¿Quién más podría darle órdenes?
Daimon acercó una silla a Prokop y se sentó.
—Sí —empezó a decir ensimismado—, es incluso incomprensible. En toda la historia no ha existido un caso análogo al poder que usted tiene en sus manos. Conquistará el mundo con un puñado de personas, como Cortés conquistó América. No, ése no es el ejemplo adecuado. Con la krakatita y la estación tendrá en jaque al mundo entero. Es extraño, pero es así. Basta un puñado de polvo blanco, y en el segundo establecido volará por los aires lo que usted ordene. ¿Quién podría evitarlo?
De facto
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, es usted el amo absoluto del mundo. Podrá dar órdenes sin que lo vea nadie. Es gracioso: puede usted bombardear desde aquí, me da igual, Portugal, o Suecia; en tres o cuatro días suplicarán la paz, y usted establecerá las compensaciones, las leyes, las fronteras, lo que se le ocurra. En estos instantes existe una única potencia, y es usted mismo.
¿Cree que estoy exagerando? Tengo aquí a unos chicos muy diligentes capaces de todo. Declare la guerra a Francia, por hacer la gracia. A media noche saltarán por los aires los ministerios, el
Banque de France
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, correos, las centrales eléctricas, las estaciones de trenes y unos cuantos cuarteles. La noche siguiente el aeropuerto, los arsenales, los puentes ferroviarios, las fábricas de munición, los puertos, los faros y las carreteras. Por ahora tengo sólo siete aviones. Puede esparcir la krakatita por donde le plazca; después se conectará la estación, y hecho. ¿Qué? ¿No quiere probar?
Prokop se sentía como en un sueño.
—¡No! ¿Por qué habría de hacerlo?
Daimon se encogió de hombros.
—Porque puede. La fuerza… debe salir al exterior. ¿Debe hacerlo por usted un gobierno cuando puede llevarlo a cabo usted mismo? Yo sé todo lo que es capaz de lograr; en algún momento tendremos que empezar, para hacer el experimento. Le garantizo que le cogerá el gusto. ¿Quiere ser el soberano absoluto del mundo? Bien. ¿Quiere acabar con el mundo? Así sea. ¿Quiere concederle la gracia de obligarlo a aceptar la paz eterna, a Dios, un nuevo orden, la revolución, lo que sea? ¿Por qué no? Tan sólo póngase a ello, el programa es lo de menos; acabará haciendo únicamente aquello a lo que le obliguen las circunstancias creadas por usted mismo. Puede usted destruir bancos, reyes, el industrialismo, los ejércitos, la injusticia eterna o lo que le apetezca; total, ya se verá luego cómo se desarrollan las cosas. Empiece con cualquier cosa; luego todo funcionará por sí mismo. No busque analogías en la historia, no pregunte qué es lo que le está permitido. Su situación no tiene parangón: ni Gengis Khan ni Napoleón le dirán qué es lo que debe hacer ni dónde están los límites. Nadie puede aconsejarle; nadie puede hacerse una idea de lo desenfrenado de su poder. Debe permanecer solo si es que quiere llegar hasta el límite. No permita que se le acerque nadie que quiera imponerle unos límites o una dirección.
—¿Ni siquiera usted, Daimon? —dijo Prokop lleno de suspicacia.
—Ni siquiera yo. Yo estoy del lado de la fuerza. Soy viejo, experimentado y rico; no necesito más que el mero hecho de que ocurra algo y se precipite en la dirección que uno le marca. Mi viejo corazón se alegrará ante lo que usted acometa. Imagine lo más hermoso, lo más atrevido, lo más paradisíaco e impóngaselo al mundo con el derecho que le otorga su poder: esa visión ya me compensa el estar a su servicio.
—Deme la mano, Daimon —dijo Prokop lleno de recelo.
—No, le quemaría —sonrió Daimon—. Tengo una fiebre antigua, arcaica. ¿Qué es lo que quería decirle? Sí, la única opción de la fuerza es la violencia. La fuerza es la capacidad de imprimir movimiento a las cosas; al fin y al cabo no va a evitar que gire todo lo que le rodea. Acostúmbrese a eso por anticipado. Valore a las personas sólo como instrumentos del pensamiento que se le meta en la cabeza. Usted quiere hacer un bien que es irrealizable; como resultado de ello, se convertirá en una persona muy cruel. No se detenga ante nada, si quiere que triunfen grandes ideales. Por otra parte, incluso eso llegará de forma espontánea. Ahora le parece que es superior a sus fuerzas reinar (no sé en qué forma) sobre la tierra. Así sea. Pero no es superior a las fuerzas de sus instrumentos; su poder alcanza más allá que cualquier reflexión lúcida.
Organícese de tal forma que sea independiente de todo. Hoy mismo le propondré como candidato a la presidencia de la comisión de inteligencia. De este modo, en la práctica tendrá en sus manos la estación extintora, que, por otra parte, se ha instalado en un edificio que es de mi propiedad. Dentro de un momento verá a nuestros ridículos camaradas; no los alarme con grandes planes. Están preparados para verle y le acogerán con entusiasmo. Les dirigirá unas cuantas frases sobre el bien de la humanidad o sobre lo que le dé la gana; en cualquier caso aquello degenerará en un caos de opiniones, más conocido como convicción política.
Decida usted mismo si asestará los primeros golpes en una dirección política o económica: es decir, si bombardeará primero edificios militares o fábricas y rutas de comunicación. La primera es más efectista, la segunda tiene mayor profundidad de alcance. Puede iniciar un ataque generalizado, global, o puede escoger un sector radial; elija una devastación anónima o una declaración de guerra pública y obviamente descabellada. No conozco sus gustos; por otra parte la forma no es lo importante, basta con que demuestre su poder. Es usted el juez supremo del mundo; juzgue a quien le plazca, nuestra gente ejecutará su sentencia. No cuente vidas; trabaja usted a lo grande, y en el mundo hay miles de millones de vidas.
Mire, yo soy industrial, periodista, banquero, político, todo lo que usted quiera; en resumen, estoy acostumbrado a calcular, a observar las circunstancias y a especular con posibilidades limitadas. Justo por eso debo decirle (y éste es el único consejo que le daré antes de que asuma el poder): no calcule y no mire hacia atrás. En cuanto miras hacia atrás una vez, te conviertes en una estatua llorosa, como la mujer de Lot. Yo soy la razón y el cálculo; cuando miro hacia arriba, me gustaría diluirme en la sinrazón y lo incalculable. Todo lo que existe desciende irremediablemente desde el caos de lo ilimitado hacia la nada, pasando por el cálculo; toda gran fuerza es contraria a esta caída descendente; toda grandeza quiere convertirse en inconmensurabilidad. Toda fuerza que no desborda las antiguas fronteras ha sido malgastada. Se ha puesto en sus manos el poder de llevar a cabo cosas inconmensurables; ¿es usted digno de él o quiere hacer una chapuza? Yo, perro viejo, le digo: piense en hazañas descabelladas y desmesuradas, en dimensiones sin precedentes, en plusmarcas disparatadas de poder humano; la realidad le negará entre el cincuenta y el ochenta por ciento de todo gran plan, pero lo que quede será aún inconmensurable. Intente lo imposible para realizar al menos una posibilidad desconocida. Usted sabe lo grande que es la experimentación; de acuerdo, a todos los gobernantes del mundo les aterroriza la idea de tener que probar a hacer algo de otro modo, inaudito y opuesto; nada es más conservador que el gobierno del hombre. Usted será la primera persona del mundo que pueda tomar el mundo entero por su laboratorio. Ésta es la suprema tentación en la cima de la montaña: no te estoy dando todo lo que hay a tus pies para disfrute y placer del poder; se te ha dado para que lo conquistes, para que lo transformes y pruebes algo mejor que este miserable y cruel mundo. El mundo necesita, una y otra vez, un creador; pero un creador que no sea el amo y el soberano supremo es sólo un loco. Sus pensamientos serán órdenes; sus sueños serán cambios históricos. Incluso si no levantara más que su monumento, merece la pena. Acepte lo que es suyo.
Y ahora, vayámonos. Nos esperan.
Daimon encendió el motor y subió al coche.
—Llegaremos en seguida.
El coche descendía de la Montaña de la Tentación y se dirigía hacia un ancho valle; volaba a través de la silente noche, se coló a través de un tranquilo paso de montaña y se detuvo ante una espaciosa casa de madera entre alisos: tenía el aspecto de un antiguo molino. Daimon se apeó del coche y condujo a Prokop hacia una escalinata de madera; pero allí se interpuso en su camino un individuo con las solapas levantadas.
—¿Contraseña? —preguntó.
—¡Chitón! —bramó Daimon, y se quitó las gafas de conducir.
El individuo se apartó y Daimon corrió escaleras arriba. Entraron en un gran cuarto de techo bajo que parecía un aula escolar: dos filas de bancos, un podio, una tarima y una pizarra; sólo que aquello estaba lleno de humo, miasmas y gritos. Los bancos estaban repletos de gente con el sombrero puesto: todos discutían, en el podio chillaba un patilargo de barba pelirroja, tras la tarima, de pie, estaba un enjuto anciano quisquilloso que tocaba una campana furibundo. Daimon fue directamente al podio y se subió a él.
—¡Camaradas! —gritó, y su voz sonó de un modo inhumano, como la de una gaviota—. Os he traído a alguien. El camarada Krakatita.
Se hizo el silencio. Prokop se sentía atrapado y manoseado sin miramientos por cincuenta pares de ojos. Como si estuviera soñando, subió al podio y, sin ver nada, echó un vistazo a la habitación llena de humo.
—Krakatita, Krakatita. —Abajo se oía un zumbido que fue aumentando para convertirse en un grito—: ¡Krakatita! ¡Krakatita! ¡Krakatita!
De pie ante Prokop, una muchacha encantadoramente desgreñada le daba la mano:
—¡Salud, camarada!
Un breve pero caluroso apretón de manos, un ardor en los ojos que lo prometía todo; pero ya había allí otras veinte manos más: toscas, firmes y consumidas por el ardor, de una fría humedad y espirituales. Prokop se sentía atrapado en una cadena de manos que se lo iban pasando y apropiándose de él. «¡Krakatita, Krakatita!».
El anciano quisquilloso tocaba la campana como loco. Como aquello no ayudaba en absoluto, se abalanzó sobre Prokop y zarandeó su mano; tenía una mano consumida y enjuta, como de pergamino, y tras sus gafillas de zapatero resplandecía una enorme alegría. La multitud rugió de emoción y se calmó.