En el salón de té flotaba el sutil aroma de los membrillos y una luz mortecina y suave: la desesperada mosca se daba cabezazos contra el cristal y gemía con una voz casi humana. «¿Dónde tenías la cabeza, estúpido?».
La princesa entró furtivamente en la habitación. Junto a la puerta alargó la mano hacia el interruptor y apagó la luz; y en la oscuridad Prokop sintió una mano que tocó ligeramente su cara y le abrazó el cuello. Estrechó a la princesa en sus brazos: era tan grácil, casi incorpórea, que la tocó con temor, igual que se toca algo frágil y delicado como una tela de araña. La princesa le soplaba en el rostro besos etéreos y susurraba palabras incomprensibles; sus intangibles caricias le ponían a Prokop el vello de punta. Algo sacudió aquel frágil cuerpo, la mano que sujetaba el cuello de Prokop se aferró aún más y unos labios tibios se desplazaron por su boca, como si hablaran sin voz y de un modo insistente. Una ola interminable, toda una marea de sacudidas se apoderó de Prokop, cada vez más fuerte. La princesa acercó hacia sí la cabeza de Prokop, estrechó contra él su pecho y sus rodillas, lo rodeó con ambos brazos, apretó su boca contra la de él; un horrible, doloroso estrechamiento, demoledor y mudo, un entrechocar de dientes, el gemido de un hombre que se ahoga. Se tambalearon en un abrazo convulso, enajenado. ¡No desasirse! ¡Perder el aliento! ¡Fundirse o morir! La princesa gimió y se quebró impotente; aflojó las terribles tenazas que eran sus brazos, se liberó del abrazo, se bamboleó como ebria, sacó del escote un pañuelo y se limpió los labios de saliva o de sangre. Y sin decir una palabra, entró en la habitación contigua, que estaba iluminada.
Con la cabeza a punto de explotar, Prokop se quedó a oscuras. Aquel último abrazo le había parecido una despedida.
El obeso
cousin
tenía razón: al anciano Hagen le dio una apoplejía de la alegría, pero no acabó con él. Yacía exánime rodeado de doctores y se esforzaba por abrir el ojo izquierdo.
Se llamó a toda prisa a
oncle
Rohn y al resto de los familiares; el anciano príncipe seguía intentando levantar el párpado izquierdo para mirar a su hija y decirle algo con su único ojo con vida.
La princesa salió corriendo con el pelo suelto, tal y como estaba en la cama, y se apresuró a ver a Prokop, que desde la mañana rondaba por el parque. Sin preocuparse lo más mínimo por Holz, lo besó apresurada y se colgó de él; tan sólo hizo referencia a su padre y a
oncle
Charles como de pasada, enfrascada en algo, distraída y tierna. Le estrechó el brazo y se acurrucó junto a él, para quedarse de nuevo ausente y pensativa. Empezó a criticar y a bromear sobre la dinastía tártara… de un modo un poco corrosivo; azotó a Prokop con una mirada incisiva y desvió la conversación por otros derroteros, por ejemplo a la velada del día anterior.
—Estuve dudando hasta el último momento si ir a verte. ¿Sabes que tengo casi treinta años? Cuando tenía quince me enamoré de nuestro capellán, con locura. Fui a confesarme con él para verlo de cerca, y como me avergonzaba decir que había robado o mentido, le confesé que había fornicado; no sabía lo que eso significaba, al pobre le costó mucho trabajo disuadirme de ello. Ahora no podría confesarme con él —finalizó en voz baja, y una cierta amargura deformó sus labios.
A Prokop le inquietaba el continuo autoanálisis de la princesa; en él vislumbraba una angustiosa tendencia auto-punitiva. Intentó buscar otros temas, pero cayó en la cuenta, para su horror, de que si no hablaban de amor no tenían de qué hablar. Estaban de pie en el bastión; para la princesa fue en cierto modo un alivio regresar, recordar, contar pequeñas confidencias sobre sí misma.
—Poco después de aquella confesión tuvimos en palacio un profesor de baile que se enamoró de mi institutriz, una mujerona gorda. Yo lo descubrí y… los vi, ¿sabes? Aquello me repugnó, ¡oh!, pero los observé y… No podía comprender aquello. Pero luego, en una ocasión, mientras bailábamos, lo entendí de golpe, cuando me estrechó contra él. Después ya no se le permitió ponerme la mano encima; incluso… le… disparé con una carabina. Tuvieron que echarlos a los dos.
»En aquella época… en aquella época lo pasaba fatal con las matemáticas. No me entraban en la cabeza, ¿sabes? Me daba clases un mal profesor, un famoso científico; los científicos sois todos extraños. Me ponía un problema y miraba el reloj; en una hora tenía que estar resuelto. Y cuando me quedaban sólo cinco minutos, cuatro minutos, tres minutos, y yo aún no tenía nada, me… palpitaba el corazón, y tenía… una sensación horrible… —Clavó los dedos en el brazo de Prokop y siseó—. Después ya estaba incluso deseando ver aquel reloj.
»A los diecinueve años me prometieron en matrimonio; no lo sabías, ¿verdad? Y como ya estaba al tanto de todo lo que había que saber, mi prometido tuvo que jurarme que nunca me tocaría. Dos años después cayó en África. Monté tales escándalos (por romanticismo, o quién sabe por qué) que después no me obligaron a casarme nunca más. Creía que con eso lo tenía todo resuelto.
»Ves, entonces en realidad me estaba obligando a mí misma, me estaba obligando a creer que le debía algo y que incluso después de su muerte tenía que ser fiel a la palabra que le había dado; al final hasta me parecía que lo había amado. Ahora veo que fingí todo eso ante mí misma, y que no sentía nada más, nada más que una estúpida decepción.
»Vaya, ¿no es extraño que te tenga que contar estas cosas sobre mí? Sabes, es tan agradable decirse todo sin pudor; a uno le dan hasta escalofríos, como si se quitara la ropa.
»Cuando llegaste, se me ocurrió, a primera vista, que eras como aquel profesor de matemáticas. Incluso te tenía miedo, mi amor. Ahora me pondrá otro problema, me decía sobrecogida, y ya empezaba a palpitarme el corazón.
»Los caballos, los caballos, eso es algo que siempre me ha hecho perder el sentido. Cuando tenía un caballo pensaba que no necesitaba un amor. Y cabalgaba como loca.
»Siempre me ha parecido que el amor, sabes, es algo vulgar y… terriblemente feo. Ves, ahora ya no me lo parece; y eso es precisamente lo que me aterra y humilla. Pero, a cambio, incluso me alegra ser como cualquier otra. Cuando era pequeña tenía miedo al agua. Me enseñaron a nadar en tierra, pero no me acercaba al estanque; me imaginaba que allí habría arañas. Y un día se apoderó de mí el valor, o la desesperación: cerré los ojos, me persigné y salté. No hace falta que te cuente lo orgullosa que estaba después; como si hubiera hecho bien un examen, como si lo supiera todo, como si hubiera cambiado por completo. Como si justo entonces me hubiera hecho adulta… Amor mío, amor mío, olvidé persignarme.
Al atardecer fue al laboratorio, inquieta y abrumada. Cuando la estrechó en sus brazos, tartamudeó aterrorizada: «Ha abierto el ojo, ha abierto el ojo, ¡oh!». Tenía en mente al anciano Hagen. Por la tarde (y es que Prokop había estado acechando como loco) la princesa tuvo una larga conversación con
oncle
Rohn, pero no quiso hablar de ello. Incluso parecía que ansiaba eludir algo; se abalanzó sobre Prokop en un abrazo anhelante y entregado, como si quisiera emborracharse a cualquier precio hasta perder la consciencia. Finalmente se quedó rígida, con los ojos cerrados, débil como una anciana decrépita; Prokop pensó que dormía, pero entonces empezó a murmurar:
—Amor, amor mío, voy a hacer algo, voy a hacer algo espantoso; pero después, después no puedes abandonarme. Júralo, júramelo —dijo entre dientes con ferocidad, y se levantó de un salto; pero inmediatamente se controló—. Ay, no. ¿Qué podrías jurarme? Las cartas me han dicho que te marcharás. Si quieres hacerlo, hazlo, hazlo ahora, antes de que sea demasiado tarde.
Prokop, como es comprensible, explotó como una bomba: que si quería deshacerse de él, que si se le había subido a la cabeza su orgullo tártaro, y tal y cual. Ella se enfureció y le gritó que era ruin y brutal, que se lo prohibía, que… que…; pero apenas salieron esas palabras de su boca, ya estaba colgada entre lamentos del cuello de Prokop, abatida y arrepentida.
—Soy como un animal, ¿verdad? No era mi intención. Lo ves, una princesa nunca grita; frunce el ceño, se da la vuelta, y punto, es suficiente. Pero a ti te grito como… como si fuera tu esposa. Mátame, por favor. Espera, te demostraré que yo también sería capaz… —Lo soltó y de golpe, tal y como estaba, empezó a ordenar el laboratorio; incluso humedeció un trapo en el grifo y se puso de rodillas a limpiar el suelo. Obviamente, se suponía que era una penitencia, pero por alguna razón le cogió el gusto, se puso contenta, se afanó con el trapo por el suelo y tarareó una canción que le había oído a las sirvientas,
Cuando te vayas a dormir
o algo parecido. Prokop intentó levantarla del suelo—. No, espera —se resistió—, un poco más por allí—. Y se metió con el trapo debajo de la mesa.
—Por favor, ven aquí —se oyó después de un rato una voz asombrada que venía de debajo de la mesa. Mascullando con cierto reparo, la siguió. La princesa estaba en cuclillas, abrazándose las rodillas—. No, sólo mira cómo es la mesa por abajo. Yo no lo había visto nunca. ¿Por qué es así? —La princesa le puso la mano, aterida por el trapo húmedo, en la cara—. Hum, estoy fría, ¿verdad? Tú estás hecho de una forma tan tosca como la mesa por debajo; eso es lo más hermoso de ti. Otros…, a otras personas las he visto por encima, ¿sabes?, por su lado pulido, desbastado; pero tú, tú eres a primera vista viga y hendidura y todo lo que mantiene a un ser humano entero, ¿sabes? Cuando se te recorre con los dedos, a uno se le clavan astillas; pero a la vez estás tan hermosa y honradamente hecho… Uno empieza a ver las cosas de otro modo y… con mayor seriedad que por ese lado pulimentado. Eso eres tú. —Se acurrucó a su lado, como un viejo amigo—. Piensa que estamos, por ejemplo, en una tienda de campaña, o en una cabaña —murmuraba como obnubilada—. Yo nunca pude jugar con chicos; pero algunas veces… en secreto… iba a buscar a los chicos del jardinero, y trepaba con ellos por los árboles o por encima las vallas… Después, en casa, se extrañaban de que tuviera las medias rasgadas. Y cuando desaparecía y corría a buscarlos, me palpitaba el corazón por el miedo de una forma tan hermosa… Cuando voy a buscarte, tengo exactamente el mismo miedo, tan hermoso, de entonces.
»Ahora estoy tan bien escondida —canturreaba feliz, con la cabeza apoyada en las rodillas—. Nada puede alcanzarme aquí. Yo también estoy del revés, como esta mesa; una mujer corriente que no piensa en nada y sólo se mece… ¿Por qué se siente uno tan bien en un escondrijo? Ya ves, ahora sé lo que es la felicidad; hay que cerrar los ojos… y hacerse pequeño… minúsculo… inencontrable…
Prokop la acunaba suavemente y le acariciaba la cabellera suelta, pero sus ojos estaban abiertos de par en par y fijos en el vacío, por encima de la cabeza de la princesa. Ella giró el rostro bruscamente hacia él.
—¿Qué estabas pensando?
Prokop apartó la mirada con timidez. No podía decirle en ningún caso que había visto ante él a la princesa tártara en toda su gloria, a una criatura con un orgullo majestuoso y afectado, y que el hecho de que fuera aquélla a la que incluso ahora…, a la que en el sufrimiento y el anhelo…
—Nada, nada —gruñó a ese hatillo sumiso y feliz que estaba sobre sus rodillas, y acarició su rostro aceitunado, que se encendió con amor apasionado.
Habría hecho mejor si aquella noche no hubiera ido, pero acudió precisamente porque ella se lo había prohibido.
Oncle
Charles fue muy, pero que muy amable con él; por desgracia vio cómo la pareja, en una ocasión tremendamente inoportuna y evidente, se cogía de la mano; incluso agarró el monóculo para verlo mejor. Después la princesa apartó la mano y se sonrojó como una colegiala.
Oncle
se acercó a ella y le susurró algo mientras se la llevaba de allí. Luego ya no volvió; Rohn regresó, hizo como si no hubiera pasado nada y se puso a hablar con Prokop, sondeando muy discretamente en lugares sensibles. Prokop se contuvo de un modo inusualmente heroico, no reveló nada, lo cual tranquilizó al amable tío: si bien no en cuanto al contenido, al menos en cuanto a las formas.
—En público es imprescindible ser muy, muy cauteloso —dijo por fin, dando así a la vez una reprimenda y un consejo. Prokop sintió un gran alivio cuando lo dejó inmediatamente después, reflexionando sobre el alcance de estas últimas palabras.
Lo peor era que, según todos los indicios, se andaba cociendo algo; sobre todo los familiares de más edad estaban a punto de estallar de gravedad.
Cuando, por la mañana, Prokop rodeaba el palacio, la doncella se acercó a él y, jadeante, le comunicó que debía ir al bosquecillo de abedules. Se dirigió hacia allí y esperó durante largo rato. Finalmente llegó la princesa, corriendo con largos y hermosos pasos de Diana.
—Escóndete —susurró rápidamente—,
oncle
me sigue.
Huyeron cogidos de la mano y desaparecieron en el espeso follaje del negro saúco; el señor Holz, oteando en vano entre la espesura, se metió abnegado entre las ortigas. Ya se podía ver el sombrero claro de
oncle
Rohn; caminaba ligero y miraba a derecha e izquierda. A la princesa le centelleaban los ojos como a un joven fauno; en el ramaje olía a humedad y a moho, los sigilosos insectos entretejían ramitas y raíces, se encontraban como en una jungla. Y sin esperar siquiera a que pasara el peligro, la princesa acercó hacia sí la cabeza de Prokop. Saboreó aquellos besos entre los dientes, como si fueran bayas de serbal o cornejo, amargos y sabrosos frutos; era un entretenimiento, un juego, una evasión, un placer tan nuevo y sorprendente, que se sentían como si se vieran por primera vez.
Aquel día ella no fue a visitarlo. Fuera de sí por todo tipo de sospechas, se apresuró a palacio; la princesa lo estaba esperando mientras caminaba con un brazo alrededor del cuello de Egon. En cuanto lo vio, dejó plantado a Egon y se acercó a Prokop, pálida, sobrecogida, sobreponiéndose a una especie de desesperación.
—
Oncle
ya sabe que estuve en tu laboratorio —dijo—. ¡Dios mío, qué va a pasar! Creo que te sacarán de aquí. Ahora no te muevas, nos mira desde la ventana. Estuvo hablando por la tarde con ese… con ese… —Un escalofrío recorrió su cuerpo—. Con el director, ¿sabes? Discutieron…
Oncle
quería que, sencillamente, te dejaran libre, que te permitieran huir. El director se enfureció, no quiere oír hablar de eso. Dice que te trasladarán a otra parte… Amor mío, espérame aquí esta noche; saldré, huiré, huiré…