En su dormitorio tiene al menos media docena de trajes de calentamiento en fibra de nailon, todos negros o azul marino, sin estrenar, con las etiquetas cortadas como si fueran desechables, para ponérselos por encima de la ropa y tirarlos en cualquier parte después del hecho.
—El nailon desfibra muy poco —comenté—. Las prendas como los anoraks o los trajes de calentamiento apenas sueltan fibras.
—Exacto. Vamos a ver… ¿qué más? —marino hizo una pausa y apuró su bebida —. Ah, sí. Dos cajas de guantes quirúrgicos y un lote de esas fundas desechables para los zapatos que usa usted en el depósito de cadáveres.
—¿Fundas para zapatos?
—Exacto. Como las que usa usted para no mancharse de sangre. ¿Y sabe qué?
Encontraron también cartas, cuatro barajas completas, sin abrir, todavía envueltas en celofán.
—Supongo que no habrán encontrado ninguna baraja abierta en la que faltara la jota de corazones, ¿verdad? —pregunté esperanzada.
—No. Pero no me extraña. Seguramente retira la jota de corazones y tira el resto de la baraja.
—¿Todas de la misma marca?
—No. Un par de marcas distintas.
Abby estaba sentada en silencio, con los dedos fuertemente entrelazados sobre el regazo.
—No es lógico que no hayan encontrado ningún arma —observé.
—Es un tipo listo, doctora. Es muy cuidadoso.
—No lo bastante. Conservaba los recortes de prensa, los trajes de nailon, los guantes… Y lo han sorprendido robando placas de matrícula, como si se preparara para golpear de nuevo.
—El día que habló con ustedes también llevaba placas robadas —me recordó Marino , y, que nosotros sepamos, aquel fin de semana no desapareció ninguna pareja.
—Es verdad —reconocí—. Y tampoco llevaba un traje de calentamiento.
—Quizá no se lo ponga hasta el último momento. Incluso es posible que lo lleve en una bolsa de deporte dentro del maletero. Yo diría que tiene una bolsa con el equipo completo.
—¿Encontraron alguna bolsa de deporte? —preguntó Abby directamente.
—No —respondió Marino—. No había ningún equipo para asesinatos.
—Bien —observó Abby—, si alguna vez encuentran una bolsa de deporte con el equipo para asesinatos, quizás entonces encuentren el cuchillo, la pistola, las gafas nocturnas y todo lo demás.
—Seguiremos buscando hasta que saquemos algo en claro.
—¿Dónde está Spurrier ahora? —pregunté.
—Cuando me fui, estaba sentado en su cocina, bebiendo café —contestó Marino—. Absolutamente increíble. Nosotros revolviendo la casa de arriba abajo y él sin inmutarse. Cuando le preguntamos por los trajes, los guantes, las barajas y todo eso, respondió que sólo hablaría en presencia de su abogado. Y luego tomó un sorbo de café y encendió un cigarrillo, como si no estuviéramos allí. Ah, sí, me olvidaba. El pájaro fuma.
—¿Qué marca?—pregunté.
—Dunhill. Seguramente los compra en ese estanco de lujo que hay al lado de su librería. Y utiliza un encendedor de lujo, además. Uno de los caros.
—Evidentemente, eso podría explicar por qué arranca los filtros antes de tirar la colilla en la escena del crimen, si es eso lo que hace —señalé—. Los Dunhill son inconfundibles.
—Ya lo sé —dijo Marino—. Llevan una banda dorada alrededor del filtro.
—¿Llevaban el equipo de identificación de sospechosos?
—Claro. —sonrió—. Ése es nuestro as en la manga que matará su jota de corazones.
Si no podemos aclarar los demás casos, por lo menos sí podremos acusarlo de los asesinatos de Jill Harrington y Elizabeth Mott. Estoy seguro de que el ADN no le dejará escapatoria. Ojalá esos malditos análisis no fueran tan lentos.
Cuando Marino se marchó, Abby me miró fríamente.
—¿Qué te parece? —le pregunté.
—Es todo circunstancial.
—Por el momento, sí.
—Spurrier tiene dinero —añadió—. Contratará los mejores abogados criminalistas que pueda encontrar. Voy a decirte exactamente qué sucederá. El abogado alegará que la policía y los federales tendieron una trampa a su cliente porque necesitaban encontrar urgentemente a un culpable. Se dirá que mucha gente estaba interesada en encontrar un chivo expiatorio, sobre todo en vista de las acusaciones que formuló Pat Harvey.
—Abby…
—Quizás el asesino sea verdaderamente alguien de Camp Peary.
—No puedes decirlo en serio —protesté.
Abby consultó su reloj.
—Quizá los federales ya saben quién es el culpable y se han encargado de resolver el problema. En secreto, cosa que explicaría por qué no ha desaparecido ninguna otra pareja desde Fred y Deborah. Alguien tiene que pagar para que se disipe la nube de sospecha, para que el asunto quede zanjado a satisfacción del público…
Mientras ella seguía hablando, me recosté en el asiento, alcé la cara hacia el techo y cerré los ojos.
—No cabe duda de que Spurrier anda metido en algo, o no se dedicaría a robar placas de matrícula. Pero es posible que venda drogas. Quizá sea un ratero, o lo excite conducir un rato por ahí con placas falsas. ¿Quién sabe? Es lo bastante raro para encajar en el perfil, pero el mundo está lleno de gente rara que nunca ha matado a nadie. ¿Quién puede asegurar que lo que había en su casa no lo dejó el FBI?
—No sigas, por favor —dije en voz baja.
Pero Abby no podía parar.
—Es demasiado convincente. Trajes de nailon, guantes, barajas, pornografía, recortes de periódicos… No es lógico que no hubiera armas ni municiones. A Spurrier lo atraparon por sorpresa; no tenía ni idea de que lo seguían. De hecho, no sólo es ilógico, sino que resulta muy conveniente. Una cosa que los federales no podían dejar es la pistola que disparó la bala que extrajiste del cadáver de Deborah Harvey.
—Tienes razón. Eso no podían dejarlo allí.
Me levanté de la silla y empecé a pasar un trapo por la mesa porque no podía quedarme quieta.
—Es curioso que la única prueba que no podían dejar sea la que no se ha encontrado.
Ya había oído hablar más de una vez de pruebas dejadas por la policía o los agentes federales para llevar a alguien a la cárcel. La ACLU
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probablemente tenía un archivo lleno de semejantes acusaciones.
—No me escuchas —se quejó Abby.
—Me voy arriba, a tomar un baño —respondí, cansada.
Se acercó al fregadero donde yo estaba escurriendo el trapo.
—¿Kay? —dejé lo que estaba haciendo y la miré—. Quieres que sea fácil —me reprendió.
—Siempre he querido que las cosas sean fáciles. Casi nunca lo son.
—Quieres que sea fácil —repitió—. No quieres pensar que la gente en quien confías pueda enviar a un inocente a la silla eléctrica para salvar su propio culo.
Eso es indiscutible. No querría pensarlo. Me niego a pensarlo a menos que haya pruebas. Además, Marino ha estado en casa de Spurrier, y él nunca se prestaría a esos manejos.
—Ha estado. —se apartó de mí—. Pero no fue el primero en llegar Es posible que al llegar él le enseñaran lo que quisieran que viese.
La primera persona que vi al llegar el lunes a la oficina fue a Fielding.
Nada más entrar por la puerta cochera me lo encontré esperando el ascensor, ya vestido con la ropa de trabajo. Me fijé en las fundas de papel azul plastificado que cubrían sus zapatillas deportivas y pensé en lo que la policía había encontrado en casa de Steven Spurrier. Nuestros suministros médicos los proporcionaba una firma por contrato con el Estado, pero en cualquier ciudad había un buen número de comercios que vendían fundas para el calzado y guantes de quirófano. No hacía falta ser médico para comprarlos, como no hacía falta ser agente de policía para comprar un uniforme, una placa o una pistola.
—Espero que hayas descansado bien esta noche —me saludó Fielding, a modo de advertencia, mientras se abrían las puertas del ascensor.
Entramos en la cabina.
—Dame la mala noticia. ¿Qué tenemos esta mañana? —pregunté.
—Seis ingresos, y los seis por homicidio.
—Magnífico —exclamé, irritada.
—Sí, el Club del Cuchillo y la Pistola ha tenido un fin de semana ajetreado. Cuatro muertos por disparo de arma de fuego y dos apuñalados. Ya ha llegado la primavera.
Bajamos en la segunda planta y cuando entré en mi despacho ya me había quitado la chaqueta y estaba arremangándome. Encontré a Marino sentado en una silla, con el maletín sobre las rodillas y un cigarrillo encendido. Supuse que alguno de los casos de la mañana debía de ser suyo, hasta que me entregó dos informes de laboratorio.
—He pensado que le gustaría verlos con sus propios ojos —comentó.
El nombre de Steven Spurrier aparecía mecanografiado en la cabecera de uno de los informes. El laboratorio de serología había completado los análisis de su sangre. El segundo informe tenía ocho años de antigüedad e incluía los resultados de las pruebas realizadas sobre la sangre que se había encontrado en el coche de Elizabeth Mott.
—Naturalmente, todavía tendremos que esperar un poco para recibir los resultados del ADN —comenzó a explicar Marino—, pero, de momento, esto es lo que hay.
Tomé asiento tras el escritorio y empecé a examinar los informes. La sangre encontrada en el Volkswagen era del tipo 0, PGM tipo I, EAP tipo B, ADA tipo I y ESD tipo I. Esta combinación particular podía encontrarse en aproximadamente un ocho por ciento de la población. Los resultados concordaban con los de las pruebas realizadas a partir de la muestra de sangre de Spurrier. Nuestro sospechoso era del tipo 0, y los tipos de los restantes grupos sanguíneos también coincidían, pero como esta vez se habían analizado más enzimas, la combinación se había reducido a un uno por ciento de la población, aproximadamente.
—No es suficiente para acusarlo de asesinato —le dije a Marino—. Necesitamos algo más concluyente que el hecho de que su tipo de sangre lo incluye en un grupo compuesto por millares de personas.
—Es una vergüenza que el anterior informe no sea más completo.
—Entonces no se comprobaban rutinariamente tantas enzimas como ahora respondí.
—¿No se podrían repetir las pruebas? —sugirió—. Si pudiéramos concretar más, sería una gran ayuda. Los malditos análisis de ADN con la sangre de Spurrier aún tardarán semanas.
—No se puede hacer nada —le expliqué—. La sangre del coche de Elizabeth es demasiado antigua. Después de tantos años, las enzimas se habrán degradado, y eso quiere decir que los resultados aún serían menos específicos que los de este informe con ocho años de antigüedad. Lo mejor que se podría obtener ahora es la clasificación AB0, y casi la mitad de la población pertenece al grupo 0. No nos queda más remedio que esperar los resultados de las pruebas de ADN. Además —añadí—, aunque pudiera encerrarlo en este mismo instante, ya sabe usted que saldría en libertad bajo fianza.
Supongo que sigue sometido a vigilancia, ¿no?
—Está vigilado como un halcón, y puede estar segura de que él lo sabe. Lo bueno del caso es que no resulta muy probable que intente cargarse a nadie. Lo malo es que ha tenido tiempo de destruir todas las pruebas que no encontramos, como las armas asesinas.
—La supuesta bolsa de deporte desaparecida.
—No diga que no fuimos capaces de encontrarla. Hicimos todo lo humanamente posible, excepto arrancar los tablones del suelo.
—Quizás hubieran debido arrancarlos.
—Sí, quizá.
Intentaba imaginar dónde habría podido esconder Spurrier una bolsa de deporte cuando de pronto se me ocurrió. No sé por qué no lo había pensado antes.
—¿Qué complexión tiene Spurrier? —le pregunté.
—No es muy grande, pero se le ve bastante fuerte. Ni una onza de grasa.
—Entonces es probable que haga ejercicio.
—Es probable, sí. ¿Por qué?
—Si es socio de algún club, la YMCA, un gimnasio, es posible que disponga de una taquilla. Yo tengo una en Westwood. Si quisiera esconder algo, ése sería un buen lugar. A nadie le llamaría la atención verlo salir del club con una bolsa de deporte o guardar la bolsa en su taquilla.
—Una idea interesante —admitió Marino, en tono reflexivo—. Preguntaré por ahí, a ver qué puedo averiguar.
Encendió otro cigarrillo y abrió el maletín.
—He traído fotos de su nido, por si le interesa verlas.
Eché un vistazo rápido al reloj.
—Tendremos que ir deprisa. Abajo me espera un montón de trabajo.
Me pasó un grueso sobre marrón lleno de fotografías de 18 x 24. Estaban ordenadas, e irlas mirando una tras otra era como ver la casa de Spurrier a través de los ojos de Marino, empezando por la fachada de estilo colonial bordeada de bojes y un sendero de ladrillo que conducía a la puerta principal, de color negro. Detrás había un camino asfaltado para coches que llevaba a un garaje adosado a la casa.
Extendí unas cuantas fotos sobre la mesa y me encontré en el interior de su sala de estar. Sobre el desnudo suelo de madera había un sofá de cuero gris, junto a una mesa baja de cristal. En el centro de la mesa había una planta de metal con los bordes mellados, montada sobre un fragmento de coral. Un ejemplar reciente del Smithsonian estaba perfectamente alineado con los cantos de la mesa. Centrado sobre la revista se veía un mando a distancia que supuse correspondía al proyector de televisión suspendido como una nave espacial del cielo raso, pintado de blanco. La pantalla de televisión, de ochenta pulgadas, estaba dentro de una barra vertical, situada sobre la estantería, repleta de cintas de vídeo pulcramente etiquetadas y de docenas de volúmenes de tapas duras cuyos títulos no alcancé a distinguir. Al lado de la estantería se destacaba la cadena del sofisticado equipo electrónico.
—El pájaro tiene su cine particular —comentó Marino—. Sonido cuadrafónico, con altavoces en todas las habitaciones. Seguramente el montaje le salió más caro que su Mercedes, doctora, y no crea que lo utiliza para relajarse por la noche mirando Sonrisas y Lágrimas. Esas cintas de la estantería… —se inclinó sobre el escritorio para señalármelas—. Todas son tipo Arma letal, películas sobre Vietnam, justicieros y así Pero el material bueno de verdad es el del estante de arriba. Las cintas parecen ser los éxitos de taquilla del momento; pero meta una en el vídeo y se llevará una sorpresita.
La que lleva el título de En el estanque dorado, por ejemplo, tendría que llamarse En el pozo negro. Pornografía violenta de la más dura. Ayer, Benton y yo nos pasamos el día mirando toda esa mierda Era increíble.