—¿Y el hermano? —preguntó Marino.
—Por lo visto, no podía abandonar su empleo y sus responsabilidades familiares en Texas. —hizo una pausa y nos observó a los dos—. Quizás hubiera otras razones.
Evidentemente, me interesan las relaciones de Steven con su familia, pero por ahora tendremos que conformarnos con lo que ya sabemos.
—¿Por qué? —pregunté.
—En estos momentos, es demasiado arriesgado abordar abiertamente a su hermano.
No quiero que telefonee a Steven y lo ponga sobre aviso. De todos modos, es improbable que Gordon se preste a cooperar; en asuntos como éste, los parientes tienden a hacer causa común aunque no se lleven bien.
—Bien, pero con alguien ha hablado —apuntó Marino.
—Con un par de personas de la marina y de la universidad y con su ex patrono en la imprenta.
—¿Y qué le contaron de este pájaro?
—Un solitario —dijo Wesley—. Como periodista no era gran cosa. Le interesaba más leer que hacer entrevistas o escribir artículos. Por lo visto, el empleo en la imprenta se adaptaba muy bien a su carácter. Cuando no había mucho que hacer, se sentaba en un rincón y hundía la nariz en un libro. Su jefe me dijo que a Steven le encantaba trastear con las máquinas y que las tenía siempre impecables. A veces se pasaba días enteros sin hablar con nadie. Según su jefe, era un tipo peculiar.
—¿Le dio otros ejemplos?
—Varios —respondió Wesley—. Una mañana, una empleada de la imprenta se cortó la punta del dedo con una guillotina para papel, y Steven se enfadó muchísimo porque la sangre manchó una máquina que acababa de limpiar. Su reacción a la muerte de su madre también fue anormal. Steven estaba leyendo un libro cuando llamaron del hospital, durante la pausa de mediodía, y no mostró ninguna emoción. Se limitó a volver a su asiento y reanudó la lectura.
—Un tipo verdaderamente afectuoso —comentó Marino.
—Nadie me ha dicho que fuera afectuoso.
—¿Qué sucedió tras la muerte de su madre? —pregunté.
—Supongo que entonces Steven se hizo cargo de la herencia. Se trasladó a Williamsburg, alquiló un local en Merchant’s Square y abrió la librería. Eso fue hace nueve años.
—Un año antes de que Jill Harrington y Elizabeth Mott fueran asesinadas —señalé.
Wesley asintió.
—Entonces ya residía en el barrio. Ha estado en el barrio durante todos estos años.
No ha dejado de trabajar en la librería desde que la abrió, salvo por un período de unos cinco meses, hace cosa de… siete años. La tienda permaneció cerrada durante todo ese tiempo. No sabemos por qué ni dónde estaba Spurrier mientras tanto.
—¿Lleva él mismo la librería? —preguntó Marino.
—Es un negocio pequeño. No tiene empleados. La tienda cierra los lunes. Según me han dicho, cuando no hay clientes se sienta detrás del mostrador y lee algún libro, y si sale de la tienda antes de la hora de cerrar o bien cierra temprano, pone un cartel en la puerta anunciando a qué hora volverá. También tiene un contestador automático. Si alguien busca un libro determinado o quiere que le consiga una obra fuera de catálogo, puede dejar la petición en el contestador.
—Es curioso que alguien tan antisocial haya abierto un negocio que lo obliga a relacionarse con los clientes, aunque sea una relación bastante limitada —observé.
—En realidad, es muy apropiado —objetó Wesley—. La librería constituye el cubil perfecto para un voyeur, una persona intensamente interesada en observar a la gente sin tener que relacionarse estrechamente con ella. Según me han dicho, los estudiantes de William and Mary suelen frecuentar su librería, sobre todo porque Spurrier tiene obras poco corrientes y títulos fuera de catálogo, además de novelas y otros libros más populares. También dispone de una amplia selección de novelas de espionaje y revistas militares, lo que atrae clientes de las bases militares cercanas. Si realmente él es el asesino, la posibilidad de observar a las parejas jóvenes y atractivas y al personal militar que entra en su tienda debe de resultarle fascinante, además de suscitar en él sentimientos de insuficiencia, frustración y rabia. Probablemente odia lo que envidia y envidia lo que odia.
—Me gustaría saber si cuando estuvo en la marina se burlaban de él —comenté.
—A juzgar por lo que me han dicho, sí, al menos en cierta medida. Los iguales de Spurrier lo consideraban un mentecato y un perdedor, en tanto que sus superiores lo encontraban arrogante y retraído, aunque nunca planteó problemas de disciplina.
Spurrier no tenía éxito con las mujeres y no se relacionaba con sus compañeros, en parte por elección propia y en parte porque los demás no se sentían muy atraídos por su personalidad.
—Puede que su estancia en la marina fuera para él lo más parecido a ser un verdadero hombre —especuló Marino—, a ser lo que quería ser. Entonces su padre se muere y Spurrier tiene que cuidar de su madre enferma. A su modo de ver, lo han jodido.
—Es muy posible —asintió Wesley—. De cualquier manera, el asesino con el que nos enfrentamos debe de creer que todos sus problemas son culpa de los demás. No acepta ninguna responsabilidad. Debe de considerar que su vida la controlan los demás y, en consecuencia, controlar a los demás y su entorno ha acabado convirtiéndose en una obsesión para él.
—Parece que pretenda vengarse del mundo —observó Marino.
—El asesino nos demuestra que tiene poder —prosiguió Wesley—. Si el aspecto militar entra en sus fantasías, y yo creo que sí, debe de considerarse el soldado por excelencia. Mata sin ser descubierto. Supera en astucia al enemigo, juega con él y vence. Incluso es posible que haya dispuesto las cosas de manera que los investigadores sospechen que el culpable es un soldado profesional, quizás alguien de Camp Peary.
—Su propia campaña de desinformación —comenté.
—No puede destruir a los militares —añadió Wesley—, pero puede intentar ensuciar su imagen, degradarla y difamarla.
—Sí, y mientras tanto se ríe de todos nosotros —dijo Marino.
—En mi opinión, el aspecto a tener en cuenta es que las actividades del asesino son producto de fantasías violentas y sexualizadas de temprano origen, en un contexto de aislamiento social. Cree estar viviendo en un mundo injusto, y la fantasía le proporciona una importante válvula de escape. En sus fantasías puede expresar sus emociones y controlar a otros seres humanos, puede ser y obtener todo lo que quiera.
Puede controlar la vida y la muerte. Tiene poder para decidir si hiere o mata.
—Es una lástima que Spurrier no se haya limitado a fantasear que asesinaba observó Marino —. Si lo hubiera hecho así, ahora no estaríamos los tres aquí sentados sosteniendo esta conversación.
—Me temo que la cosa no funciona así —replicó Wesley—. Si tus pensamientos y tu imaginación están dominados por una conducta violenta y agresiva, por fuerza empezarás a actuar de una manera que se aproxime a la expresión real de esos sentimientos. La violencia genera más pensamientos violentos, y los pensamientos violentos generan más violencia. Con el tiempo, la violencia y el asesinato acaban por convertirse en una parte integrante de tu vida adulta, y no ves nada malo en ello.
Alguna vez he oído a un asesino reincidente afirmar enfáticamente que sólo había hecho lo que todo el mundo querría hacer.
—Mal haya quien mal piense —comenté.
Fue entonces cuando les expuse mi teoría sobre el bolso de Deborah Harvey.
—Creo que es posible que el asesino supiera quién era Deborah—conjeturé—. Quizá no en el momento de secuestrar a la pareja, pero sí cuando les dio muerte.
—Explícate, por favor —me rogó Wesley; me contemplaba con interés.
—¿Alguno de los dos ha visto el informe sobre las huellas dactilares?
—Sí, yo lo he visto —respondió Marino.
—Entonces sabrá que, cuando Vander examinó el bolso de Deborah, encontró rastros de huellas y borrones en las tarjetas de crédito, pero nada en el permiso de conducir.
—¿Y? —marino parecía perplejo.
—El contenido del bolso estaba bien conservado porque el nailon es impermeable.
Tanto las tarjetas de crédito como el permiso de conducir iban en fundas de plástico dentro de un compartimiento cerrado con cremallera, protegidos de los elementos y de los líquidos orgánicos de la descomposición. Si Vander no hubiera encontrado nada, ahí acabaría todo, pero me parece curioso que encontrara algo en las tarjetas de crédito y nada en el permiso de conducir, y nos consta que Deborah lo sacó en el 7 Eleven, cuando quiso comprar cerveza. O sea que lo tocó, y Ellen Jordan, la dependienta, también lo tocó. Lo que me gustaría saber es si el asesino también tocó el permiso de conducir, y por eso lo limpió luego.
—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó Marino.
—Tal vez Deborah le dijo quién era, cuando el asesino estaba en el coche con ellos y los amenazaba con la pistola —respondí.
—Interesante —observó Wesley.
—Puede que Deborah fuese una joven modesta, pero conocía bien la importancia de su familia, el poder de su madre —proseguí—. Tal vez se lo dijo al asesino con la esperanza de hacerle cambiar de idea, para advertirle que si les hacía daño caería sobre él todo el peso de la ley. Esto debió de sorprender considerablemente al asesino, que tal vez le exigió alguna prueba de su identidad. En ese punto, quizá se apoderó del bolso para comprobar el nombre en el permiso de conducir.
—Entonces, ¿cómo es que el bolso apareció en el bosque, y por qué dejó la jota de corazones dentro? —preguntó Marino.
—Quizá para ganar un poco de tiempo —contesté—. Sin duda ya sabía que no tardarían en encontrar el jeep, y si estaba enterado de quién era Deborah Harvey, también debía de saber que la mitad de las fuerzas policiales de todo el país se lanzarían en su busca. Quizá le pareció más seguro dejar la carta en un lugar donde no fuese encontrada de inmediato, y por eso la metió en el bolso en vez de dejarla en el coche como las otras veces. Si metía la carta en el bolso y lo dejaba bajo el cadáver de Deborah, podía tener la certeza de que acabaríamos encontrándola, pero no hasta pasado bastante tiempo. Cambia un poco las reglas, pero sigue ganando él.
—No está nada mal. —marino se volvió hacia Wesley—. ¿Usted qué cree?
—Creo que quizá no sabremos nunca con exactitud qué ocurrió—respondió—, pero no me sorprendería que Deborah hubiera hecho exactamente lo que ha sugerido Kay. Una cosa es cierta: fueran cuales fuesen las súplicas o amenazas de Deborah, el asesino no podía arriesgarse a dejarlos en libertad, porque probablemente Deborah y Fred lo hubieran identificado. Así que siguió adelante con su idea y los mató, pero es posible que este giro inesperado de los acontecimientos perturbara sus planes. Sí —añadió, volviéndose hacia mí—, eso lo obligaría a modificar su ritual. Y también es posible que dejar la carta en el bolso de Deborah fuese una manera de expresar su desprecio hacia ella y lo que ella representaba.
—Una especie de «iros a la mierda» —apuntó Marino.
—Posiblemente —replicó Wesley.
Detuvieron a Steven Spurrier el viernes siguiente, después de que dos agentes del FBI y un inspector de la policía local que lo habían vigilado durante todo el día lo siguieran hasta el aparcamiento del aeropuerto de Newport News.
La llamada de Marino me despertó antes del amanecer, y lo primero que pensé fue que había desaparecido otra pareja. Tardé unos instantes en comprender lo que me decía por teléfono.
—Lo han pillado robando otro juego de placas —me explicó—. Ahora está acusado de hurto. Es el único cargo que podían presentar, pero al menos tenemos un motivo razonable para volverlo de arriba abajo.
—¿Otro Lincoln? —pregunté.
—Un modelo de 1991, gris plata. El pájaro está en el calabozo, esperando comparecer ante el juez, aunque no hay manera de encerrarlo por un delito de tan poca monta. Lo único que pueden hacer es darle largas al asunto, retenerlo el mayor tiempo posible. Pero al final tendrán que soltarlo.
—¿No se puede solicitar una orden de registro?
—En este mismo instante, su nido está plagado de policías y federales. Están buscando lo que sea, desde revistas tipo Soldado de fortuna hasta Tinker Toys.
—Irá usted allí, supongo —observé.
—Sí. Ya le diré algo.
No me fue posible volver a dormir. Me eché una bata sobre los hombros, bajé la escalera y encendí la luz del cuarto de Abby.
—Soy yo —le anuncié, mientras se incorporaba. Lanzó un gemido y se tapó los ojos.
Le conté lo que había sucedido. Cuando terminé, fuimos las dos a la cocina y preparamos la cafetera.
—Pagaría lo que fuera por estar presente mientras le registran la casa. —abby estaba tan excitada que me sorprendió que no saliera de estampida.
Pero permaneció todo el día en casa, repentinamente activa. Limpió su habitación, me ayudó en la cocina e incluso barrió el patio. Quería saber qué había averiguado la policía, y era lo bastante inteligente para comprender que acercarse a Williamsburg no le serviría de nada, porque no la dejarían entrar en la vivienda de Spurrier ni en la librería.
Marino llegó a primera hora de la tarde, cuando Abby y yo cargábamos el lavavajillas. Nada más verle la cara supe que no nos traía buenas noticias.
—Primero les diré lo que no hemos encontrado —comenzó—. No hemos encontrado ni el más remoto indicio que pueda convencer a un jurado de que Spurrier ha matado jamás una mosca. No había más cuchillos que los de la cocina. No había armas de fuego ni munición. No había trofeos como zapatos, joyas, mechones de cabello ni nada que hubiera podido pertenecer a las víctimas.
—¿Han registrado también la librería? —pregunté.
—Desde luego.
—Y el coche, naturalmente.
—No había nada.
—Pues díganos entonces qué han encontrado —lo urgí, deprimida.
—Las suficientes cosas raras para estar convencido de que es él, doctora —respondió Marino—. Este fulano no es ningún boy scout. Le tira la pornografía violenta. Además, tiene libros sobre los militares, especialmente sobre la CIA, Y carpetas llenas de recortes de prensa acerca de la CIA. Todo catalogado y etiquetado. El pájaro es más ordenado que una vieja bibliotecaria.
—¿Han encontrado recortes de periódico sobre los casos? —preguntó Abby.
—Sí, e incluso antiguos artículos sobre Jill Harrington y Elizabeth Mott. También encontramos catálogos de varias tiendas de espionaje, como yo las llamo; esos negocios que venden artilugios de seguridad y supervivencia, desde coches blindados hasta detectores de bombas y gafas para ver de noche. El FBI se encargará de investigarlo, a ver qué ha encargado Spurrier a lo largo de los años. Su ropa también es interesante.