Llegué a un lugar en el que había un claro entre los árboles. Más abajo, el río refulgía como cobre empañado, enturbiado por las últimas lluvias. Se me antojaba increíble que Abby hubiera pasado a formar parte de aquella población, una losa de granito que capeaba el paso del tiempo. Me pregunté si alguna vez habría regresado a su anterior casa, al cuarto donde Henna había sido asesinada, como me dijo que pensaba hacer cuando tuviera el suficiente valor.
Oí ruido de pisadas a mis espaldas y, al volverme, vi que Wesley caminaba despacio hacia mí.
—¿Querías hablar conmigo, Kay?
Asentí con un gesto.
Wesley se quitó la chaqueta del traje y se aflojó la corbata. Luego se quedó mirando el río, pendiente de lo que tenía que decirle.
—Ha habido alguna novedad —comenté—. El jueves telefoneé a Gordon Spurrier.
—¿El hermano? —preguntó Wesley, y me miró con curiosidad.
—El hermano de Steven Spurrier, sí. No he querido decírtelo hasta haber comprobado unas cuantas cosas.
—Todavía no he hablado con él —respondió—. Pero lo tengo en la lista. Lástima de esos análisis de ADN; eso sigue siendo un problema.
—Eso quería decirte. No existe ningún problema con el ADN, Benton.
—No te entiendo.
—Durante la autopsia de Spurrier descubrí una buena cantidad de antiguas cicatrices terapéuticas, y una de ellas corresponde a una pequeña incisión practicada sobre el centro de la clavícula. Por el tipo de incisión, yo diría que alguien tuvo dificultades para insertar una sonda subclavia —le expliqué.
—¿Y eso?
—No se inserta una sonda subclavia a menos que el paciente sufra un trastorno grave, un traumatismo que exige eliminar fluidos muy rápidamente, una transfusión de sangre o medicamentos. Dicho de otro modo, descubrí que Spurrier había sufrido un problema médico importante en algún momento de su pasado, y se me ocurrió que acaso tuviera algo que ver con los cinco meses que tuvo cerrada la librería, poco después de la muerte de Jill y Elizabeth. También tenía otras cicatrices en la cadera y en la parte lateral de la nalga; cicatrices minúsculas que me hicieron suponer que le habían extraído muestras de médula ósea. Así que llamé a su hermano para preguntarle por el historial médico de Steven.
—¿Qué pudiste averiguar?
—Hacia la fecha en que cerró la librería, Steven fue tratado de anemia aplástica en el hospital de la universidad —respondí—. He hablado con su hematólogo. Steven recibió irradiación linfoide total y quimioterapia. Le trasplantaron médula de Gordon, y a continuación se pasó algún tiempo en una habitación de flujo laminar, o una burbuja, como suele llamarla la gente. Recordarás que, en cierto sentido, la casa de Steven era como una burbuja. Muy estéril.
—¿Pretendes decir que el trasplante de médula ósea modificó su ADN? —preguntó Wesley, con expresión intensa.
—El de la sangre, sí. La anemia aplástica eliminó por completo sus células sanguíneas. Lo sometieron a una prueba HLA a fin de encontrar un donante adecuado, que resultó ser su hermano, pues tiene el mismo tipo AB0 e incluso los mismos tipos de otros sistemas de grupos sanguíneos.
—Pero el ADN de Steven y el de Gordon no eran iguales.
—No. No podían serlo a menos que se tratara de gemelos idénticos, y, naturalmente, no es éste el caso —contesté—. De manera que el tipo sanguíneo de Steven coincidía con el de la sangre recuperada del coche de Elizabeth Mott. Pero en lo tocante al ADN existía una diferencia clara, porque Steven perdió su sangre en el Volkswagen antes de recibir el trasplante de médula. Cuando hace poco le extrajeron una muestra de sangre para efectuar los análisis, en cierto sentido lo que obtuvieron fue la sangre de Gordon. Ese ADN, que se comparó con el ADN obtenido de la sangre vieja del Volkswagen, no era el de Steven, sino el de Gordon.
—Increíble —exclamó.
—Quiero que efectúen de nuevo la prueba, pero esta vez con una muestra de tejido cerebral, porque en las restantes células el ADN de Steven sigue siendo el mismo de antes del trasplante. La médula produce células sanguíneas, de modo que si te hacen un trasplante de médula adquieres las células sanguíneas del donante, pero las células del cerebro o el bazo no cambian.
—Explícame en qué consiste la anemia aplástica —me pidió.
Empezamos a caminar.
—La médula ya no produce nada. Es como si ya hubiera sido irradiada, con todas las células sanguíneas eliminadas.
—¿Cuál es su causa?
—Se considera una enfermedad idiopática; en realidad, no lo sabe nadie. Pero entre los posibles factores figura el contacto con pesticidas, productos químicos, radiación o fosfatos orgánicos. Un detalle significativo es que la anemia aplástica se ha asociado con el benceno. Steven trabajó en una imprenta. El benceno es un disolvente que se utiliza para limpiar las prensas y otras máquinas. Según su hematólogo, Steven estuvo en contacto con benceno diariamente durante casi un año.
—¿Y los síntomas?
—Fatiga, insuficiencia respiratoria, fiebre, posibles infecciones y hemorragias en las encías y la nariz. Cuando asesinaron a Jill y Elizabeth, Spurrier ya padecía anemia aplástica. Seguramente debía de tener hemorragias nasales, que se le presentaban a la menor provocación. La tensión nerviosa siempre lo agrava todo, y cuando secuestró a Jill y Elizabeth debía de estar sometido a una fuerte tensión. Si le sangró la nariz, eso explicaría la sangre que se encontró en el asiento de atrás.
—¿Cuándo acudió por fin a un médico? —preguntó Wesley.
—Un mes después de que las mujeres fuesen asesinadas. En el examen se le descubrieron niveles bajos de glóbulos blancos, plaquetas y hemoglobina. Cuando se tiene un nivel bajo de plaquetas se sangra mucho.
—¿Y estando tan enfermo se atrevió a asesinar?
—Se puede tener anemia aplástica durante bastante tiempo antes de que la enfermedad se agrave —respondí—. Algunas personas se enteran de que la tienen durante un examen médico de rutina.
—Tal vez pensó en retirarse por la mala salud y por el hecho de haber perdido el control con sus primeras víctimas —pensó Wesley en voz alta—. Así pasaron los años, mientras se recobraba y fantaseaba, reviviendo los asesinatos y puliendo la técnica. Hasta que al fin se sintió lo bastante seguro de sí mismo para empezar a matar de nuevo.
—Eso podría explicar el largo intervalo —asentí—. Pero ¿quién sabe cómo funcionaba su mente?
—Eso nunca lo sabremos con certeza —respondió Wesley, con expresión adusta.
Se detuvo a contemplar una lápida antigua y al rato volvió a hablar.
—Yo también tengo un par de noticias. En casa de Spurrier encontramos los catálogos de una empresa de Nueva York, una tienda que vende material de espionaje.
Tras las investigaciones pertinentes, hemos comprobado que hace cuatro años encargó unas gafas de visión nocturna. Además, hemos localizado una armería de Portsmouth en la que compró dos cajas de munición Hydra-Shok menos de un mes antes de que Deborah y Fred desaparecieran.
—¿Por qué lo hacía, Benton? —pregunté—. ¿Por qué mataba?
—Nunca podré contestar a eso satisfactoriamente, Kay. Pero hablé con un antiguo compañero de habitación en la Universidad de Virginia, y me explicó que la relación de Spurrier con su madre era enfermiza. Su madre se mostraba muy crítica y dominante con él, y lo censuraba constantemente Spurrier dependía de ella en todo, y al mismo tiempo es probable que la odiara.
—¿Y la victimología?
—Creo que elegía muchachas jóvenes que le recordaban lo que no podía ser suyo, el tipo de muchachas que nunca le daban ni la hora. Cuando veía una pareja atractiva se encrespaba, porque era incapaz de relacionarse. Tomaba posesión por medio del asesinato, se fundía con lo que envidiaba y luego lo destruía. —Tras una pausa, añadió—: Si Abby y tú no os lo hubierais encontrado, como ocurrió, no sé si habríamos podido capturarlo. Da miedo pensarlo. A Bundy lo detienen porque su coche lleva una luz de posición que no funciona. El hijo de Sam cae por una multa de aparcamiento. Suerte.
Hemos tenido suerte.
No me sentía afortunada. Abby no había tenido suerte.
—Quizá te interese saber que, desde que los periódicos han aireado todo esto, hemos recibido muchas llamadas telefónicas de gente que asegura que alguien que encaja con la descripción de Spurrier los abordó a la salida de un bar, en una gasolinera y otros sitios así. Según nuestra información, una vez consiguió incluso que una pareja lo llevara en su coche. Les dijo que había tenido una avería. Cuando llegaron, se despidió de ellos y se fue. Sin problemas.
—¿Sabes si durante estos ensayos abordaba únicamente a parejas de chico y chica? le pregunté.
—No siempre. Eso explica por qué os eligió a Abby y a ti aquella noche que paró para preguntar el camino. A Spurrier le encantaba el riesgo, la fantasía. En cierto sentido, el asesinato sólo constituía un aspecto incidental del juego.
—Todavía no comprendo por qué la CIA temía tanto que el asesino fuese alguien de Camp Peary —dije yo.
Permaneció unos instantes en silencio, mientras se pasaba la chaqueta al otro brazo.
—Había algo más que el modus operandi y la jota de corazones —respondió al fin—. La policía encontró una tarjeta de crédito en el asiento de atrás del coche de Jim y Bonnie. Era una tarjeta especial para el pago de la gasolina, y se supuso que se le habría caído del bolsillo al asesino sin que éste se diera cuenta, quizá de un bolsillo de la chaqueta o de la camisa, mientras cometía el secuestro.
—¿Y?
—La tarjeta estaba a nombre de la compañía Syn-Tron. Le seguimos la pista y descubrimos que las facturas las pagaba Viking Exports. Viking Exports es una fachada de Camp Peary. La tarjeta se entrega al personal de Camp Peary para que la utilicen en la gasolinera de la base.
—Interesante —comenté—. En una de sus libretas, Abby hablaba de «lo que se encontró en el coche». Supuse que se refería a la jota de corazones. Sabía lo de la tarjeta de gasolina, ¿verdad, Benton?
—Sospecho que se lo dijo Pat Harvey. La señora Harvey conocía la existencia de la tarjeta desde hacía algún tiempo, cosa que explica la acusación que formuló en su conferencia de prensa en el sentido de que los federales ocultaban algo.
—Evidentemente, ya no pensaba así cuando decidió matar a Spurrier.
—El director habló con ella tras la conferencia de prensa, Kay. No tuvimos más remedio que decirle que sospechábamos que alguien había dejado deliberadamente la tarjeta. Lo sospechamos desde el primer momento, pero eso no significa que no le diéramos importancia. Es evidente que la CIA le concedió una gran importancia.
—Y eso la hizo callar.
—Si otra cosa no, al menos hizo que pensara las cosas dos veces. Después de la detención de Spurrier, por supuesto, lo que le contó el director cobró mucho sentido.
—¿Cómo pudo Spurrier apoderarse de una tarjeta de gasolina de Camp Peary? pregunté, intrigada.
—Algunos agentes de Camp Peary frecuentaban su librería.
—¿Quieres decir que de algún modo robó la tarjeta a un cliente de Camp Peary?
—Sí. Supongamos que alguien de Camp Peary se deja olvidada la cartera sobre el mostrador. Cuando vuelve a buscarla, Spurrier puede haberla escondido y decirle que no la ha visto nunca. Luego deja la tarjeta en el coche de Jim y Bonnie para que relacionemos los asesinatos con la CIA.
—¿No había ningún número de identificación en la tarjeta?
—Los números de identificación van impresos en una pegatina que había sido arrancada, de modo que no pudimos averiguar de quién era.
Empezaba a sentirme cansada y me dolían los pies cuando llegamos al aparcamiento donde habíamos dejado nuestros coches. Las personas que habían venido a llorar la muerte de Abby ya se habían marchado.
Wesley esperó hasta que me vio abrir la portezuela antes de tocarme el brazo y decir:
—Siento todas las ocasiones…
—Yo también —le interrumpí—. Seguimos a partir de aquí, Benton. Haz lo que esté en tu mano para que Pat Harvey no reciba más castigos.
—No creo que a ningún jurado le cueste hacerse cargo de todo lo que ha sufrido.
—¿Conocía los resultados de las pruebas de ADN, Benton?
—Tenía medios para averiguar los detalles más críticos de la investigación pese a nuestros esfuerzos por ocultárselos, Kay. Sospecho que lo sabía. Desde luego, eso contribuiría a explicar por qué hizo lo que hizo. Debía de creer que Spurrier no sería castigado.
Subí al automóvil y metí la llave en el contacto.
—Por quien más lo siento es por Abby —añadió.
Asentí con la cabeza y cerré la puerta antes de que me saltaran las lágrimas. Seguí el angosto camino hasta la entrada del cementerio y crucé las adornadas rejas de hierro forjado. A lo lejos, el sol resplandecía sobre los campanarios y los edificios de oficinas del centro. La luz bañaba los árboles. Abrí las ventanillas y emprendí el regreso a casa.
FIN
PATRICIA CORNWELL, de nombre de soltera Patricia Carroll Daniels, con seis años, se trasladó con su familia a Montreats, y por enfermedad de su madre, vivió varios años bajo tutela del estado, lo que marcaría su infancia y juventud. Asistió al King College de Bristol y se graduó en Filología Inglesa en el Davidson College. Trabajó como reportera en temas criminales para The Charlotte Observer, y más tarde en la oficina del Forense Jefe de Virginia y en el departamento de policía de Richmond, lo que le formó en la temática de su escritura. Tras escribir tres novelas sin lograr publicarlas, lo consiguió en 1991, ya con gran éxito, que le acompañó en lo sucesivo, ocupando sus libros primeros puestos en listas de éxitos de varios periódicos. Ha recibido varios premios, incluido un Edgar y el Internacional de Novela Negra RBA.
Es autora de novelas policíacas, siendo bien conocida una serie protagonizada por una médico forense llamada Kay Scarpetta.