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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

La jota de corazones (34 page)

BOOK: La jota de corazones
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—He visto algunos artículos.

No se hablaba para nada de cómo iban vestidas las chicas, ni si la blusa de Jill estaba rasgada o si iban las dos descalzas. «Conque Abby no lo sabía», pensé, aliviada.

—En las fotos de las autopsias se advierte que las dos mujeres presentaban marcas de ligaduras en torno a las muñecas —observé—. ¿Encontraron lo que utilizó el asesino para atarlas?

—No, señora.

—Entonces, por lo visto, retiró las ligaduras después de matarlas —concluí.

—Era muy cauteloso. No encontramos casquillos de bala, ningún arma, y nada que pudiera utilizar para atarlas. No había rastros de semen. Se supone que no llegó a violarlas o, si lo hizo, no hubo forma de averiguarlo. Y estaban las dos completamente vestidas. En cuanto al desgarrón de la blusa —añadió, y cogió una fotografía de Jill—, pudo hacérselo durante un forcejeo.

—¿Recuperó algún botón en el lugar del crimen?

—Varios. En el césped, cerca del cadáver.

—¿Y colillas?

Montana empezó a revisar sus papeles sin apresurarse.

—Nada de colillas. —se detuvo y separó uno de los informes—. Pero voy a decirle qué más encontramos. Un encendedor, un bonito encendedor de plata.

—¿Dónde? —preguntó Marino.

—A unos cinco metros de donde estaban los cuerpos. Como pueden ver, el cementerio está rodeado por una verja de hierro. Se entra por esta cancela. — Nos mostró otra fotografía—. El encendedor estaba entre la hierba, a un par de metros de la cancela.

Uno de esos encendedores caros en forma de pluma, de esos que se usan para encender pipas.

—¿Funcionaba bien? —preguntó Marino.

—Perfectamente, y estaba limpio y bruñido —recordó Montana—. Estoy bastante seguro de que no pertenecía a ninguna de las chicas. Ellas no fumaban, y no hablé con nadie que recordara haberlas visto con un encendedor como ése. Tal vez se le cayó del bolsillo al asesino, no hay forma de saberlo. Pudo perderlo cualquiera, quizás alguien que estuvo por allí uno o dos días antes. Ya saben que a la gente le gusta entrar en los cementerios antiguos y mirar las tumbas.

—¿Comprobaron si había alguna huella en el encendedor? —preguntó Marino.

—La superficie no era buena. La plata está cubierta de estrías cruzadas, como las que llevan algunas de esas estilográficas de lujo. —alzó la mirada, pensativo—.

Seguramente debió de costar cien pavos.

—¿Conserva todavía el encendedor y los botones que encontró en el cementerio? pregunté.

—Conservo todas las pruebas de estos casos. Siempre he confiado en que algún día los resolveríamos.

Montana confiaba menos que yo en resolverlos, y cuando se retiró, al cabo de un rato, Marino y yo empezamos a discutir lo que realmente ocupaba nuestra atención.

—Es el mismo cabrón —dijo Marino, con expresión de incredulidad—. El maldito pájaro las obligó a descalzarse, igual que a las otras parejas. Para evitar que huyeran mientras las conducía allí donde tenía pensado matarlas.

—Que no era el cementerio —apunté—. No creo que fuera ése el lugar elegido.

—Ajá. Creo que con esas dos tuvo más problemas de los que se había imaginado. No cooperaron, o pasó algo que le hizo perder la serenidad; quizás algo relacionado con la sangre que había en el asiento de atrás del Volkswagen. Así que las hizo parar cuando encontró el lugar adecuado, que resultó ser una iglesia oscura y desierta con un pequeño cementerio. ¿Tiene un mapa de Virginia por ahí?

Fui a mi despacho a buscarlo. Marino lo desplegó sobre la mesa de la cocina y lo estudió durante un largo instante.

—Mire —dijo al fin, con una expresión intensa en el rostro—. El desvío de la iglesia está justo aquí, en la carretera 60, unos tres kilómetros antes de llegar a la carretera que conduce a la zona de bosques donde Jim Freeman y Bonnie Smyth fueron asesinados cinco o seis años más tarde. Y eso quiere decir que el otro día, cuando fuimos a ver al señor Joyce, pasamos por delante mismo de la maldita carretera que lleva a la iglesia donde se cargaron a las dos chicas.

—Dios mío —musité—. Me pregunto…

—Sí, yo también me lo pregunto —me interrumpió Marino—. Quizás el pájaro exploraba el bosque; después de todo, quizá buscaba un lugar adecuado cuando Joder lo sorprendió. Así que se carga al perro. Al cabo de un mes, más o menos, secuestra a sus primeras víctimas. Su idea es obligarlas a que lo conduzcan a esta zona del bosque, pero las cosas se tuercen y decide terminar el viaje antes de lo previsto. O quizás está confuso, desorientado, y señala a Jill o Elizabeth un desvío equivocado. Cuando ve la iglesia, se da cuenta de que no han torcido por donde debían y se le cruzan los cables.

Puede que ni supiera dónde diablos estaban.

Traté de imaginármelo. Una de las mujeres conducía y la otra iba junto a ella, en el asiento delantero. El asesino iba detrás y las amenazaba con una pistola. ¿Qué ocurrió para que perdiera tanta sangre? ¿Se le había disparado el arma accidentalmente? Eso era muy improbable. ¿Se había cortado con el cuchillo? Tal vez, pero también me resultaba muy difícil imaginarlo. En las fotografías de Montana advertí que la sangre parecía empezar con un goteo sobre la parte de atrás del reposacabezas del acompañante. También había gotas en la parte de atrás del respaldo, y mucha sangre en la alfombrilla del suelo. Eso situaba al asesino justo detrás del asiento del acompañante, inclinado hacia delante. ¿Le había sangrado la cabeza o la nariz?

¿Una hemorragia nasal?

Se lo sugerí a Marino.

—Tuvo que ser acojonante. Había mucha sangre. —reflexionó unos instantes—. Puede que alguna de las mujeres echara el codo hacia atrás y le diera en la nariz.

—¿Cómo habría reaccionado usted si una de las mujeres lo atacara así? —pregunté—. Suponiendo que fuera usted un asesino.

—No habría vuelto a hacerlo. Seguramente no le habría pegado un tiro dentro del coche, pero es posible que le pegara en la cabeza con la pistola.

—No había sangre en el asiento delantero —le recordé—. Ni el menor indicio de que ninguna de las dos resultara herida en el interior del coche.

—Hmm.

—Es desconcertante, ¿verdad?

—Sí. —Frunció el ceño—. Va en el asiento de atrás, inclinado hacia delante, y de repente empieza a sangrar. Eso no lo entiende ni Dios.

Preparé otra cafetera mientras empezábamos a exponer ideas. En principio, seguía existiendo el problema de cómo un individuo consigue someter a dos personas.

—El coche pertenecía a Elizabeth —señalé—. Supongamos que conducía ella.

Evidentemente, en esos momentos no tenía atadas las manos.

—Pero Jill quizá sí. Quizá le ató las manos durante el viaje. Pudo ordenarle que se llevara las manos a la nuca para atárselas desde el asiento de atrás.

—O pudo ordenarle que se diera la vuelta y apoyara los brazos en el reposacabezas sugerí —. Quizá fue entonces cuando ella le pegó en la cara, si es eso lo que ocurrió.

—Puede ser.

—En cualquier caso —proseguí—, supondremos que cuando el coche se detuvo Jill ya estaba maniatada y descalza. A continuación, hizo que Elizabeth se quitara los zapatos y le ató las manos. Luego las obligó a entrar en el cementerio amenazándolas con la pistola.

—Jill tenía muchos cortes en las manos y los brazos —observó Marino—. ¿Podría habérselos producido al intentar protegerse de un cuchillo con las manos atadas?

—Siempre y cuando llevara las manos atadas por delante del cuerpo y no por la espalda.

—Habría sido más inteligente atarles las manos por la espalda.

—Seguramente el asesino lo descubrió por las malas y perfeccionó sus técnicas respondí.

—¿Y Elizabeth no presentaba lesiones defensivas?

—Ninguna.

—El pájaro mató primero a Elizabeth —dictaminó Marino.

—¿Cómo lo hubiera hecho usted? Recuerde que ha de controlar a dos rehenes.

—Las hubiera obligado a tenderse boca abajo sobre la hierba. Habría apoyado la pistola en la nuca de Elizabeth para violarla, y tendría preparado el cuchillo para usarlo contra ella. Si en aquel momento me hubiera sorprendido con un gesto de resistencia, quizás habría apretado el gatillo y la habría matado de un tiro sin habérmelo propuesto.

—Eso podría explicar por qué recibió el tiro en el cuello —añadí—. Si el asesino le había puesto la pistola en la nuca, quizás, al resistirse, hizo que se desviara el cañón.

La situación me recuerda bastante la muerte de Deborah Harvey, salvo que dudo mucho de que estuviera tendida cuando recibió el tiro.

—A este tipo le gusta utilizar una hoja —replicó Marino—. Sólo usa la pistola cuando las cosas no le salen como tenía planeado. Y hasta ahora sólo ha ocurrido dos veces, que sepamos. Con Elizabeth y con Deborah.

—Le pega un tiro a Elizabeth. ¿Y luego qué, Marino?

—La remata y se ocupa de Jill.

—Con Jill tuvo que luchar —le recordé.

—Pues claro que luchó. Acaban de matar a su amiga. Jill sabe que no tiene salvación; lo mismo da que luche con todas sus fuerzas.

—A no ser que ya estuviera luchando con él —apunté.

Marino entornó los ojos como solía hacer cuando se sentía escéptico.

Jill era abogada. No podía creerla tan ingenua como para ignorar las crueldades que los humanos se infligen unos a otros. Cuando las dos amigas fueron conducidas al cementerio en plena noche, sospecho que Jill ya sabía que ambas iban a morir. Quizás una de ellas, si no las dos, empezó a forcejear mientras el asesino abría la cancela de hierro. Si el encendedor de plata pertenecía al asesino, tal vez se le había caído del bolsillo en ese momento. Luego, y quizá Marino tenía razón, el asesino obligó a las dos mujeres a tenderse boca abajo, pero cuando empezó con Elizabeth, Jill fue presa del pánico y trató de proteger a su amiga. La pistola se disparó y Elizabeth recibió un balazo en el cuello.

—Las lesiones de Jill transmiten una sensación de frenesí, de alguien que está rabioso y asustado porque ha perdido el control de la situación —señalé—. Quizás el asesino le golpeó la cabeza con la pistola, se echó encima de ella, le rasgó la blusa y comenzó a propinarle puñaladas. Como gesto de despedida, les corta la garganta. Y luego se va en el Volkswagen, lo abandona en el motel y se marcha de allí a pie, quizás hacia el lugar donde ha dejado su coche.

—Estaría cubierto de sangre —objetó Marino—. Es interesante que no se encontrara rastro de sangre en el sitio del conductor, sólo en el asiento de atrás.

—En ninguno de los otros casos se encontró sangre en el asiento del conductor respondí —. Este asesino es muy cuidadoso. Es posible que cuando se dispone a cometer un asesinato se lleve una muda de ropa, toallas, qué sé yo.

Marino hundió la mano en el bolsillo, sacó su navaja del ejército suizo y empezó a recortarse las uñas encima de una servilleta. Sólo Dios sabía lo que Doris había tenido que soportar durante todos esos años. Probablemente Marino no se molestaba nunca en vaciar un cenicero, colocar un plato en el fregadero ni recoger la ropa sucia del suelo. No quería ni pensar cómo quedaría el cuarto de baño cuando Marino saliera de él.

—¿Esa oportunista de Abby Turnbull aún intenta hablar con usted? —preguntó sin alzar la mirada.

—Preferiría que no hablara de ese modo de ella.

No contestó.

—Hace días que no lo intenta, al menos que yo sepa.

—Quizá le interese saber que Clifford Ring y ella tienen algo más que una relación profesional, doctora.

—¿Qué quiere decir? —pregunté, intranquila.

—Quiero decir que ese artículo que Abby preparaba sobre las parejas asesinadas no tuvo nada que ver con que la retirasen de la sección de sucesos. —Iba ya por la uña del pulgar izquierdo, y los fragmentos caían sobre la servilleta—. Por lo visto, Abby se estaba volviendo tan lunática que en la redacción ya no quedaba nadie que quisiera tratar con ella. La situación acabó por estallar el otoño pasado, justo antes de que viniera a Richmond y se viera con usted.

—¿Qué pasó? —pregunté, mirándolo a los ojos.

—Por lo que me han contado, montó una escenita en mitad de la sala de redacción.

Derramó una taza de café sobre el regazo de Ring y salió de estampida sin decir a los directores adónde diablos se iba ni cuándo volvería. Fue entonces cuando la destinaron a Sociedad.

—¿Quién le ha contado todo esto?

—Benton.

—¿Y cómo sabe Benton lo que ocurre en la redacción del Post?

—No se lo pregunté. —marino cerró la navajita y volvió a guardársela en el bolsillo.

Luego se levantó, dobló la servilleta de papel y la tiró a la basura —. Una cosa más —añadió, de pie en medio de la cocina—. Ese Lincoln que le interesaba…

—¿Sí?

—Un Mark Seven de 1990. Registrado a nombre de un tal Barry Aranoff, de treinta y ocho años de edad y raza blanca, residente en Roanoke. Es vendedor, trabaja para una compañía de material médico. Por lo visto, pasa mucho tiempo en la carretera.

—Ha hablado con él, entonces —comenté.

—Con su mujer. Él estaba fuera, desde hace dos semanas.

—¿Dónde se supone que estaba cuando yo vi el coche?

—Su mujer dijo que no lo sabía con certeza. En ocasiones visita una ciudad distinta cada día, se mueve sin parar de un lado a otro, incluso fuera del Estado. Su territorio llega hasta Boston por el norte. Según recordaba la mujer, hacia la fecha que usted dice debía de estar en Tidewater, y luego tenía que coger un avión en Newport News para ir a Massachusetts.

Guardé silencio, y Marino creyó que me sentía avergonzada. Pero no era así. Estaba pensando.

—Escuche, hizo usted muy bien. No tiene nada de malo anotar una matrícula y comprobarla. Debería alegrarse de saber que no la seguía ningún espía.

No respondí. Marino prosiguió:

—Lo único que se le escapó fue el color. Usted dijo que era un Lincoln gris oscuro, y el coche de Aranoff es marrón.

Aquella noche relampagueó sobre las convulsas copas de los árboles mientras una tormenta propia del verano descargaba su violento arsenal. Yo estaba sentada en la cama, hojeaba varios periódicos mientras esperaba que la línea del capitán Montana diera señal de llamada.

O tenía el teléfono estropeado o alguien llevaba más de dos horas hablando. Cuando me quedé sola, recordé un detalle de una de las fotografías que me hizo pensar en lo último que me dijo Anna. En el apartamento de Jill, junto a un sillón reclinable, había sobre la alfombra un montón de informes legales, varios periódicos de fuera de la ciudad y un ejemplar del New York Times Magazine. Nunca me han interesado los crucigramas: bien sabe Dios que ya tengo bastantes enigmas por resolver. Pero sabía que el crucigrama del Times tenía numerosísimos adeptos.

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